CINE
Carlos Saura



La vitalidad del cine. Por Carlos Saura:
No es mi intención aquí hacer un repaso de la historia del cine, sino tratar de ver hasta dónde hemos llegado, hasta qué punto la acumulación, diversidad y mala utilización de la imagen, puede conducirnos a su ineficacia. El punto de inflexión es el paso del cine a la televisión. Y no sólo porque con la TV se pierde en parte el misterio iniciático de la proyección en la oscuridad -aunque todavía es posible recuperar esa sensación si uno se lo propone-, sino porque la actual facilidad de obtener imágenes en cualquier momento y a bajo precio está suponiendo un golpe mortal para cierta forma de entender el cine. Hoy a través de las grandes y pequeñas pantallas se nos narran historias y se nos «informa», o «desinforma», de todo lo divino y humano: porque, y he aquí el tema de estas líneas, la imagen en manos de mercaderes sin escrúpulos se está pervirtiendo hasta límites increíbles, sembrando en el auditorio una confusión general. Los comerciantes de imágenes tratan de vender sus productos a costa de lo que sea. No importa la trapacería y el engaño, ni el oportuno golpe bajo envuelto en una charlatanería vacía: cualquier medio vale para conseguir una mayor audiencia. Y así entre mediocres películas y programas de ínfima calidad -mezclados con otros magníficos para aumentar la ceremonia de la confusión-, los mercaderes nos «proyectan» comedias y dramas insulsos llenos de chistes fáciles y burdas situaciones ya agotadas en el teatro de vodevil -acompañadas además por los aplausos de unos espectadores invisibles pero omnipresentes, como si los autores dudasen de sus gracias y necesitaran ese soporte artificial y perverso-; con telenovelas lacrimógenas de ínfima categoría, con programas en donde se escarba sin pudor alguno en la intimidad de las personas engrosando eso que los mismos expertos llaman telebasura, o con estúpidos concursos para un público al que se considera menor de edad, cuando no retrasado mental; todo ello en una ensalada condimentada a base de insoportables anuncios que golpean una y otra vez nuestras indefensas neuronas. Y cuando conviene se utilizan imágenes de dolor que tocan el corazón, mostrando el desvalimiento de familiares y amigos atónitos ante el sufrimiento y la muerte de sus allegados. No voy a romper aquí una lanza en pro de un puritanismo trasnochado, ni de la necesidad de un código de censura, sino simplemente expresar mi alarma ante la utilización de la imagen de forma tan pervertida, ¡que no perversa! Perversión de la imagen por encanallamiento y vulgarización de los hallazgos más nobles; fatiga por la corrupción y el mal uso de la imagen; indignación por las imágenes pervertidas de quienes malinforman y malutilizan los valores potenciales de la imagen.

[Banalidad:]
¡Cuántos talentos ha habido y hay tratando de expresar sus ideas, sus sensaciones, inventando y contando historias a través de las imágenes! ¡Cuántas magníficas películas se han hecho en este siglo de maravillas y descubrimientos y también de pesadillas y horrores! ¡Cuántos magníficos documentos nos muestran la realidad de nuestras vidas, sus incongruencias y limitaciones! El cine ha marcado este siglo y nuestras vidas. Pero el chaparrón de imágenes que hoy nos golpea muestra cómo hemos pasado de la escasez al hartazgo. Y con pesar tengo que añadir que hoy, en tiempos de penuria, corremos el peligro de que la banalidad se adueñe de nuestro mundo visual valorando más el impacto que la profundidad: la brillante cáscara apenas oculta un contenido sin entidad. Me dice un experto en «comunicación» que: «El hombre moderno no tiene tiempo para la contemplación, porque necesita imágenes que se digieran rápidamente». Enseguida añade, muy seguro de sí: «Los productos delicados y refinados sólo pueden ser saboreados por refinados paladares». Esos imperativos, más la confusión y el galimatías de las imágenes que nos bombardean todos los días, empiezan a dejar sus huellas. La publicidad y los videoclips en vez de renovar el lenguaje del cine lo perturban y confunden. Formas invertebradas e impuras se cuelan a todas horas por las pantallas de nuestros televisores adueñándose de nuestro precioso tiempo y desbancando otros caminos, otras apetencias y otras posibilidades quizás más creadoras.

Hoy hace falta ver las cosas con nuevos ojos, con mayor imaginación. No basta con lamentarse, hay que buscar nuevos caminos y explorar otras selvas. Los jóvenes cineastas hablarán de otras cosas o de cosas parecidas a las que hemos hablado nosotros, pero tienen que hacerlo de otra manera. Las películas que narran historias que pudieran ser cotidianas, testimonios o reflejos de la sociedad en que vivimos, enseñando sus asperezas o sus bondades, un cine costumbrista aderezado por una técnica cada vez más perfeccionada -no es necesario una tecnología exagerada, ni un coste excepcional-, ha sido uno de los caminos más fructíferos para el cine, y sin embargo hay un empacho de costumbrismo que hace que su vigencia en estos momentos sea cuanto menos discutible. Salvo casos en donde se demuestre lo contrario, ese cine-reflejo de hábitos y costumbres, cine social, cine realista, free-cinema de escuela inglesa, cine verité de la escuela francesa, neorrealismo de la escuela italiana: ese tipo de narración que movió a toda una generación a hacer cine reflejo, espejo de la realidad cotidiana, parece agotarse o, cuanto menos habría que refrescarlo con nuevas aportaciones, ensanchando esa realidad, ampliándola, buceando más y más en las oscuridades de nuestras mentes.

Parece que el cine de hoy, el cine de los 90 está desorientado y herido. No hay riesgos y cuando los hay son en general un fracaso económico que obliga a los productores a replantear las tácticas. Sólo el cine americano ha encontrado el público necesario, ¿a base de qué?, a base de discretos productos bien aderezados y promocionados, naturalmente hay excepciones y obras maestras. Los americanos tocan todas las teclas, asumido el neorrealismo y la nouvelle vague, volvieron a la carga con un cine de corte documental que reflejaba la guerra del Vietnam, la guerra fría, el peligro atómico, o las ansias de poder de algún senador, cualquier tema es bueno para con pulso trepidante y una avalancha de imágenes arropadas por nuevos y estruendosos modos musicales -a la imagen pervertida se le añade la perversión de la música-, termina por zambullirnos en un Apocalipsis now, preludio de desastres futuros. La fatiga de mostrar lo cotidiano empieza a hacer mella, se buscan temas, se trabaja a destajo para encontrar nuevos caminos y como la realidad inmediata ya se ofrece en imágenes a través de documentos en directo, se recurre a los «reality shows», ¡vaya con la palabreja! El público de todo el mundo -no es por supuesto un fenómeno español- observa con atención la reconstrucción de un asesinato, de una violación, de un robo, y así los asesinos a sueldo, los criminales patológicos, las inocentes criaturas que armadas hasta los dientes matan un día a un montón de personas en el metro, en la universidad, o en la calle, se aproximan a nosotros interpretados por actores ocasionales. La idea es buena, lo malo es que hay que bajarse los pantalones para añadir morbo sobre morbo para mantener al espectador frente a la pantalla. Otra forma de mostrar la realidad es el alejamiento, la distancia: películas de aventuras, de ciencia ficción, que suceden en otras épocas, en otros planetas y otras galaxias, donde se muestran nuevos defectos ampliados por el telescopio y por la lejanía, así la violencia, el egoísmo, el poder y la corrupción se magnifican. Es curioso que sea la todopoderosa Estados Unidos quien se adelante en esa especie de parodia o de metáfora, construyendo para el futuro una sociedad violenta y corrupta: espejo, reflejo, cruel caricatura -quizá porque en el exceso se pierde la virulencia adentrándose en el terreno de lo inverosímil-.

Ese alejamiento hacia otro tiempo es buena excusa para abrir un mercado a través de la ansiedad de los jóvenes por adivinar qué les deparará el incierto futuro. Ciencia-ficción, robocops, terminators, aliens, historias que suceden en lejanas galaxias, animales prehistóricos que reviven por arte y magia de la ciencia, especulaciones más o menos frívolas sobre cualquier tema: bestias malignas: hombres moscas, hormigas gigantes, tarántulas de mortales picaduras, plagas de ratas como en el flautista de Hamelin, todo vale... Más inquietante es esa aspiración, sueño, de aproximarse a Dios creando homúnculos, monstruos malignos con apariencia humana, gremlins, tortugas humanizadas, demonios que son vampiros, frankensteins y replicantes creados por el dios-hombre a su imagen y semejanza, golems de la tradición hebraica. Es curioso que en tiempos en donde las perspectivas del cine no parecen muy halagüeñas, la saturación y el agotamiento de los temas puede terminar con una época brillantísima del cine sin que haya indicios de renovación: ¿agotamiento?, ¿mal del fin de siglo?, ¿pausa entre épocas?, ¿necesidad de reflexión, de detenerse, un alto en el camino para ver hasta dónde hemos llegado? ¿Adónde hemos llegado? ¿No es el cine una prolongación de nosotros mismos, una imagen de nuestro mundo y por lo tanto un reflejo de nuestras apetencias, de nuestras ambiciones y deseos?

[Efectos de las imágenes:]
Está claro que vivimos tiempos de desorientación, sea por acumulación masiva de imágenes, sea por fatiga, por cansancio. Es interesante observar cómo para un niño de hoy los juegos electrónicos, las películas, el material visual que todos los días ve en la TV o en las pantallas de los cines, forman parte de su vida cotidiana. El bombardeo de imágenes al que se ve sometido un niño es tal que tememos que su carácter y comportamiento sea modificado por ese ingente trasiego de imágenes indigeribles. La confusión realidad -realidad virtual es cada vez mayor y quizá lo sea más en el futuro. En ese paroxismo de imágenes es difícil discernir lo que hay de valioso y útil, o de inútil y pernicioso. Existe una lejana posibilidad de agotamiento por exceso, por cansancio, por falta de interés, o porque otros alicientes más estimulantes nos inclinen hacia otras apetencias, pero hoy por hoy parece difícil huir de esas imágenes que se nos proyectan a diario. En los juegos electrónicos de los niños, las imágenes perversas se caricaturizan: los malos son malvados en estado puro, que pelean y matan sin razón alguna; en el reverso, los héroes lo son también en estado puro. Estamos más allá del cuento primitivo de los buenos y los malos, porque aquí no hay sentimientos, ni causas, ni razones para luchar o para matarse. Desde siempre se supo que esa separación lineal entre bondad y maldad es altamente productiva y un aliciente importante en la venta de los productos y allí están las películas del oeste o de guerra de antaño.

Hoy el cine que alimenta la mente de los jóvenes está lleno de seres infrahumanos que manejan naves espaciales, y por supuesto hacen y deshacen en la tierra y en los cielos. Estos seres poderosos omnipotentes, representaciones de un dios que simboliza el poder, un dios robótico, universal, que no conoce ni el dolor ni los sentimientos se alejan sustancialmente de aquellos dioses de la antigüedad que poseían nuestros vicios y virtudes y se encarnaban en formas humanas: amaban, sufrían y sus carencias nos emparentaban con ellos. Los dioses de ahora son de metal y plástico, producto de la cibernética, de los computers, de las memorias ram, expandidas y extendidas, de una tecnología cada vez más refinada y de las avisadas mentes de los comerciantes que saben que por ahí va el gusto de los niños y de algunos mayores. La atracción que ejercen las imágenes de violencia y especialmente la violencia gratuita, debería ser estudiada con mayor seriedad. Se sabe de la capacidad hipnótica que tiene el cine y la TV. Son muy interesantes en ese aspecto las reflexiones de mi amigo y profesor Agustín Sánchez Vidal sobre Buñuel, él y otros cineastas han buscado esa capacidad hipnótica del cine, haciendo de ella la base misma de su obra.

Es tal la cantidad de imágenes que recibimos cada día, que ya no sabemos dónde meternos para huir de ellas, empezamos a ser incapaces de seleccionar lo que queremos ver y aceptamos sin asombro que el sueño nos invada en medio de la turbulencia de unas imágenes que subrepticiamente van adueñándose de nuestra mente. Ya no nos atragantamos, ni siquiera dejamos de comer ante el espectáculo terrible de la bomba masacrando cuerpos, de los niños que se mueren de hambre, del terremoto que asola una parte querida de la tierra sembrando la muerte y la destrucción. La primera vez que vimos esas imágenes estremecedoras dejamos de comer, nos sentimos mal y pensamos que el mundo estaba enfermo, pero después el hábito nos ha vuelto insensibles al dolor ajeno, detenemos un momento la mirada y seguimos comiendo como si tal cosa, o simplemente aceptamos esas imágenes brutales porque forman parte de nuestro mundo: nuestro mundo es así y en él sólo hay violencia, muerte, enfermedad, crueldad, y poco más... Parodiando a Luis Buñuel que afirmaba que la imaginación es inocente, yo digo que también las imágenes en sí son inocentes, pero no su manipulación, ni la intención de que nos produzcan su aceptación o rechazo; la imagen es inocente, pero no la imagen pervertida. Tengo la sensación de que toda la teoría cinematográfica se ha ido al cuerno en estos últimos años y muchas de las películas que vemos huelen a cadáveres enterrados hace años. La renovación que todos esperábamos se ha quedado a medio camino y ni los avances tecnológicos, ni las modas oportunistas, ni el feísmo como fórmula narrativa, o la aceleración imaginativa que exige la publicidad y el videoclip, parecen renovar la narración cinematográfica. El lenguaje de la TV, del vídeo y del cine es -con algunas excepciones- tan plano y monótono como falto de inspiración.

[Arte:]
La obra extrema, personal, la película que sorprende por su belleza y armonía o por su vigor y violencia, sigue siendo la mayor parte de las veces inexplicable. Ese es el milagro y esa la grandeza de cualquier forma de arte: por encima de las modas, de las escuelas, de la rutina, surge el rompimiento, el desgarro y lo imprevisible. Durante algunos años fui profesor de la antigua Escuela de Cine en su rama de Dirección, primer curso, un curso teórico que yo intenté fuera eminentemente práctico. Las cosas que enseñaba entonces no las enseñaría ahora, o las enseñaría de otra manera. Y sin embargo sigo creyendo que todos los que quieran hacer cine deberían tener unos conocimientos técnicos mínimos. También creo que en cine, como en el arte en general, las normas valen cuando no se tienen otros recursos. Tan tonto es defender el plano y contraplano como negar su validez. No está allí el secreto de la narración, ni está sólo en los buenos guiones, ni en tener el mejor equipo, ni la fotografía espléndida, ni en la calidad del sonido, ni siquiera en la perfección de la interpretación, aunque todo ello colabore sin duda para el mejor resultado de la obra. ¿Dónde está el secreto entonces? La respuesta es obvia: está en el talento, en la capacidad de invención, en esa peculiar visión de quien hace que unas historias que se han contado mil veces sean diferentes y adquieran ahora vida propia.

Hay directores que estructuran sus películas como videoclips -no olvidemos que en el cine ruso de los 20, Diziga Vertov y el mismo Eisenstein ya elaboraban inmensos videoclips- y otros que manejan con suficiencia el plano secuencia, quienes utilizan el angular y la profundidad focal y quienes lo detestan. Por suerte en estos años se han derrumbado la mayor parte de los tabúes. A pesar de ello permanecen en pie algunas obras maestras, películas que han marcado la breve historia del cinema: narradas a veces a hachazos; a veces con la sabiduría de los pintores flamencos que mezclan colores y grasas con la habilidad del artesano. El cine que es artificio, teatro, ópera, pintura, narración, arte de síntesis o simplemente el producto de muchas cosas que se cocinan en la misma olla, es desde luego el arte de nuestro siglo, abriendo a la imaginación un recuadro luminoso de sombras y colores en donde nos vemos representados. La grandeza de ese arte está en la sabia adecuación de los medios expresivos, en el sensible tratamiento de las imágenes, de la sabiduría y habilidad de los artesanos que colaboran en el proyecto común, y sobre todo en el talento de quienes han utilizado el cine como una segunda personalidad, desentrañándose como las arañas para ofrecer a quien quiera apreciarla una parte de la vida: reflejo, espejo, laberinto. Me gusta pensar que es una forma de expresión personal, me gusta pensar que a través del cine podemos expresar nuestros temores, nuestras limitaciones, bondades y mezquindades, ensanchando nuestra visión y enriqueciendo nuestra mente.

El temor ancestral, el miedo a la noche y a sus fantasmas, tan bien expresado por Stanley Kubrick en Odisea 2001: esos monos que se refugian durante la noche en la caverna no pueden dormir, permanecen alerta y en sus ojillos que brillan en la penumbra, hay miedo, terror a la oscuridad y al desconocido enemigo que agazapado espera el momento para atacar... Esa permanente duermevela en la caverna, último reducto del hombre-mono: casa, único espacio controlado y dominado por él, es también el lugar para inventar el cine: las imágenes de Platón, los espejos múltiples de la noche, los cuentos para exorcizar el miedo, ¿quién inventó la palabra para explicar las imágenes de un cine aún en su balbuceo? Yo creo que el cine, con su elasticidad en la expresión de tiempos y espacios, es lo más semejante a la duermevela y al sueño, a las imágenes que se entremezclan antes del definitivo fundido en negro. Desgraciadamente el cine no ha caminado por esos derroteros que se presentaban tan fértiles y expresivos adocenándose en caminos más fáciles. El comercio y la aceptación del camino más fácil, ha minimizado la capacidad expresiva del cine, degradando un medio de expresión que es capaz de los más altos vuelos.

Desde el principio el cine ha sido para mí una forma de extroversión, de liberación: obligándome su ejercicio a ordenar mis pensamientos y a buscar en la memoria y en los recuerdos. A través del cine he contado a los demás algunas historias que me preocupaban, tratando de dejar constancia de imágenes-imaginadas que no quería tirar a la basura: recuperando espacios, luces, fantasmas que a través de la magia de la interpretación adoptaron nuevos rostros y actitudes: escenas reavivadas a través de la cámara y melodías que adquirían otros acentos al fundirse con las imágenes... Para terminar: proyectada en la pantalla de un cine, o en la más humilde pantalla de una televisión, todavía se puede ver una hermosa película, una sólida, bien interpretada, bien hecha película, una inteligente y sensible película que nos emociona y habla de la permanente vitalidad del cine.
Carlos Saura. Discurso de Investidura como doctor honoris causa por la Universidad de Zaragoza (1994)

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