Textos
Música de cine



Música para camaleones. Por Fernando Baeta:
A veces no lo quiero evitar y me acuerdo de los camaleones que Truman Capote conoció en las Antillas. De esos camaleones que absortos se arremolinan junto al piano cada vez que lo hace sonar la señora con pelo plateado de Fort de France, en la Martinica. A veces me siento un poco como aquellos camaleones que se duermen entre notas, que se sienten acariciados por teclas y sonidos. Yo también me siento profundamente acariciado por sonidos e imágenes, unidos entre si, fundidos en la memoria sin saber con el tiempo dónde empieza el cine (porque es de cine de lo que estamos hablando) o acaba la música, ni tan siquiera qué fue primero, si el huevo o la gallina. A veces, especialmente después de las recientes Azul o El piano, me planteo qué recordaré mañana si la pelicula o la música. Voy algo más lejos y me pregunto si es posible concebir lo uno sin lo otro, si hubieran sido obras completas y redondas sin la sensibilidad de sus músicos, o si estos hubieran podido componer sin las imágenes que les proporcionaron los realizadores de los films. ¿Qué hubiera sido de Campion y Kieslowski sin Nyman y Preisner? ¿Qué hubiera sido de Nyman y Preisner sin Campion y Kieslowski? ¿Que hubiera sido de Casablanca sin El tiempo pasará? ¿Hubiera pasado el tiempo sin Ilsa o Rick? Me cuesta imaginar el cine sin estos binomios, sin estos matrimonios de conveniencia. Posiblemente no recordaria la poesia de Johnny Guitar sin el beso bajo la cascada mientras suena su canción, pero también es seguro que esa melodia no me haria sentir nada especial si no la uniera inexorablemente al miénteme más famoso de la historia del séptimo arte. Cierta música (cinematográfica) nos acerca aún más a la historia que quieren contarnos; ciertas historias son como queremos que sean porque nos llegan a través de los sentidos, se escapan de lo racional; cierta música nos acompaña toda la vida, forma parte de ella, se mete en nosotros, nos trae recuerdos, se pega, nos sigue a todas partes. Borja, mi hijo de 7 años, no deja de tararear Indiana Jones desde que escuchó por primera vez la banda sonora de esta pelicula de aventuras a la vez que veía las andanzas de Harrinson Ford con su sobrero, su raida cazadora y su látigo, lo mismo le sucede con el Cuento de Navidad de Walt Disney y con Robin Hood, principe de los ladrones. El cine seria otra historia sin Johnny Guitar, sin El tiempo pasará, sin Nyman, sin la sinfonia inacabada de Preisner seria un libro de fotografias de esos que se agolpan en las estanterias familiares; la música le da vida a esas imágenes, les confiere movimiento, las aleja de la memoria muerta y las empuja hacia el interior de nuestras entrañas. Alli, se quedan para siempre. (Fernando Baeta)


La música de fondo. Por Emilio Martínez-Lázaro:
Empezaré por advertir que no soy coleccionista de bandas sonoras, no tengo apenas discos de música de cine, y que cuando la escucho separada de su lugar natural, la sala de proyección o el televisor, termino por quitarla, a no ser que la esté oyendo con oídos profesionales. Esto, que no es generalizable, me sucede en la inmensa mayoría de los casos, y especialmente en el caso de El piano de Jane Campion. (Ignoro el criterio de mi colega para renunciar a utilizar toda la composición para piano libre de derechos de la historia de la música, y poner esos sonsonetes repetitivos del afamado compositor británico). Hace mucho tiempo, la primera película que vi con otros ojos fue Los cuatrocientos golpes. Debía de tener quince años, y desde hacía dos veía una media de ocho películas a la semana, la mayoría en programas dobles que no dudaba en repetir si alguno de los títulos merecía la pena. Mi tiempo se dividía entre el colegio y los cines de barrio, de todos los barrios de Madrid. Entonces la explotación de una película duraba muchos años, y estaba recuperando todos los títulos que podía. Seguramente vi otras películas tan buenas como la de Truffaut, pero ya digo que aquélla fue la primera vez que contemplé el cine con otra mirada. Debí de sentirlo por primera vez como modo de expresión y de creación personal. Pero lo que yo quería contar es la sensación más poderosa que permanecía en mi cabeza tras aquella proyección reveladora. Se trataba de ciertas escenas de la película formando un todo con la música que las acompañaba. Por ejemplo el plano interminable, o quizá son varios planos, de la parte trasera del furgón policial donde llevan detenido al joven protagonista, y durante el cual Truffaut, en una audacia narrativa que me impresionó, dejaba que sonara íntegro el largo tema principal de la música de fondo. Desde entonces siempre ha sido así: si me gusta una película, con frecuencia la asocio al clima sonoro, especialmente al musical de la misma. No importa la calidad de la música sino la de la película. No creo que el tema de Los cuatrocientos golpes fuera especialmente notable, lo importante es que era eficaz, y sobre todo, que estaba espléndidamente utilizado por Truffaut. Desde entonces he visto naufragar músicas excelentes en la mediocridad de una película, y por el contrario, convertir en excelsa una escena valiosa con el añadido de cuatro notas oportunas de un piano. ¿Cómo disociar Alien del clima de misterio y desolación que tan bien ayuda a crear la música de Goldsmith? ¿No está el aire trágico de Remando al viento unido para siempre al tema maravilloso de la Fantasía de Vaughan Williams? La música no redime a una película de su mediocridad, pero si la película es buena, una banda sonora adecuada puede convertirla en sobresaliente. El trabajo de un compositor de cine no adquiere sentido hasta que su música ha sido mezclada con los diálogos y los ruidos propios de las escenas (o que se quieran añadir artificialmente a las mismas). Sólo entonces cobra la música su sentido auténtico. De ahí la enorme importancia del proceso de mezclar las diferentes bandas de sonido, que dista de ser algo meramente técnico, o que puedan realizar especialistas asépticos.

Es justamente famosa la relación laboral entre Hitchcock y Berdnard Hermann, su compositor favorito. En una película como Vértigo es obvio lo que estoy diciendo. A pesar de ser Hitchcock el director más visual con que ha contado el cine sonoro, sería imposible recordar Vértigo sin unir las imágenes a la banda sonora (al menos en espectadores con un oído medianamente formado). Oída la música en un disco, el tema principal se convierte en una especie de Tristán wagneriano escrito por el alumno aplicado de un conservatorio. En la película resulta sublime, precisamente porque forma parte de un todo con las imágenes y el resto de los sonidos. El timbre instrumental puede cobrar un significado elocuente, con los registros más graves de la madera unidos a la idea de muerte, y los más altos de la cuerda al amor. (En Psicosis utilizaron la cuerda más aguda en sentido contrario, para caracterizar la locura de unos crímenes sin sentido).

Es cierto que hay magníficas películas en las que la música no existe o apenas cuenta, pero yo diría que todas las películas que me gustan tienen una especial cualidad musical, incluso si ésta no aparece por ningún lado. El ángel exterminador me parece un buen ejemplo. Puede parecer una afirmación extravagante (y no me importaría que lo fuera, por cierto) pero al fin y al cabo el cine y la música tienen en común el ser modos de expresión que se desarrollan precisamente a lo largo del tiempo. Músicos y guionistas, directores y montadores de cine conocen muy bien el valor del ritmo en su trabajo. O éste se desarrolla adecuadamente a lo largo de una duración, o no alcanzará la eficacia exigida. El ritmo interno de un plano, el del montaje, o el aún más difícil de alcanzar en el desarrollo de un guión, constituyen la obsesión de los profesionales del cine. No tiene nada que ver con la velocidad. Como en la música puede tratarse de un allegro o de un adagio, lo importante es que sea armonioso, que esté conseguido. (Emilio Martínez-Lázaro)

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