CINE
La Strada
Wole Soyinka



La Strada. Wole Soyinka:
Fue mi iniciación en el cine un «momento de verdad». No me cabe duda. Sin embargo, resulta paradójico, o al menos ambiguo, que, como ocurre con las imágenes más inolvidables de la historia del cine, tales momentos conlleven siempre la sensación de un tiempo detenido. Quizá también se detuvo, en el instante al que me refiero, mi desarrollo como crítico, ya que, desde mi primer encuentro con este arte en mis años de estudiante, el cine se ha convertido en un medio más complejo, más atrevido e innovador, más sensual y, en ocasiones, incluso más sutil. En cualquier caso, aún conservo el recuerdo de aquella experiencia, de la misma manera que sigo convencido de que La Strada, de Fellini, es la película más exquisita que he visto. Empleo la palabra «exquisita» por falta de un término más apropiado. Hay una buena dosis de patetismo en La Strada, además de cierta objetividad moral que se impone sin tregua a lo largo del filme, principalmente a través de los escenarios: el circo como fábrica de ilusiones, pero también como el reverso sórdido de un mundo mágico y rutilante. En este caso, su enérgico defensor es el personaje principal de la película, interpretado por Anthony Quinn: un buscavidas producto de su época, un ser compulsivo y amoral, inmisericorde explotador de sus inocentes víctimas. No, no hay nada «exquisito» en los papeles que suele desempeñar Anthony Quinn. Entonces, ¿por qué he empleado el término? Lo hago en un intento de definir el punto de encuentro de una infinidad de experiencias sensoriales, ese instante que la mente y los sentidos recrean una y otra vez para deleitarse con la indisolubilidad de los elementos que lo hacen posible. En La Strada se consigue una penetrante superposición del mundo del más allá, representado por el vidente, con una vida cotidiana dura, mercantil y deshumanizada, efecto que se obtiene gracias a la interpretación que hace Giuletta Massina de la idiota: un personaje frágil, en perpetuo estado de asombro, de aparente afabilidad, leal, dotado de un fuerte sentido moral. Una chica traviesa también, incluso irreverente y astuta. Un auténtico bufón sacado del teatro de Shakespeare y llevado a un exótico -al menos lo era entonces para mí-, escenario italiano. Anthony Quinn no es un actor refinado -merece un lugar aparte, de todos modos, su magnífica actuación en Zorba el griego, eso si pasamos por alto su torpeza al bailar-, y en La Strada le tocó hacer otra vez de forzudo, si bien su presencia llena la pantalla. Sin embargo, en la película da muestras de gran sensibilidad.

La transformación que experimenta cuando descubre que su fuerza brutal, fingida en el espectáculo circense, tiene consecuencias fatales en la vida real, es sin lugar a dudas uno de los momentos más memorables de esta viñeta rústica, pero ésta no es la escena que tengo en mente. El instante memorable al que me refiero no es obra de ningún actor, ni siquiera de la víctima que lo propicia, cuyo nombre no recuerdo: la muerte cruda, carente de emoción, del joven actor de circo se presenta con transparencia, a modo de arquetipo. Si bien pensarán algunos espectadores que el personaje merecía la violencia de la que fue objeto, no había necesidad de un desenlace tan terrible. Su metafórica reacción ante la muerte, el gemido ahogado que deja escapar cuando yace moribundo, se asemeja, creo, al aria trágica de una ópera, si es que cabe pensar en un aria reducida a un mínimo absoluto, desprovista de todo virtuosismo. De esta sencilla escena, comedida y desconcertante, no recuerdo ninguna música de acompañamiento, ningún recurso externo que subraye el «lamento» resignado y lleno de dolor de nuestro héroe, ningún «efecto especial» ni cualquier otro elemento visual que cree un aura de tragedia.

Se trata de un enfrentamiento con la muerte contenido, de la impresión que nos produce la violencia, retratada hábilmente en el rostro de Massina y contrastada con la expresión de triunfo, venganza y satisfacción en la cara del asesino. Por fin ha saldado sus cuentas con el adversario que lo atormentaba, pero no es consciente de que su venganza ha sido extrema. Anthony Quinn se soprende, de forma convincente, de que su fuerza descomunal lo haya llevado tan lejos, y esta inocencia, hecha añicos de repente, encuentra su reflejo en la neutralidad idílica del paisaje rural. Herido de muerte, el joven moribundo consigue esbozar una sonrisa triste, levanta la mano y dice: «Se me ha roto el reloj». Acto seguido se abandona, para sorpresa del espectador, a una muerte apacible.

Cuando vi La Strada, hace ya unos treinta y cinco años, era estudiante de la Universidad de Leeds, situada en el norte de Inglaterra. Desde entonces la he visto quizá tres o cuatro veces, la última, ¡ay de mí!, hace más de quince años. En todas ellas, me he encontrado inmerso en una realidad que me es familiar. No, esta sensación no es producto de haber visto la película muchas veces, simplemente me identifico con el pequeño pueblo que, negando sus valores, se somete a su propia muerte como colectividad y a la pérdida del espíritu comunitario, doblegándose ante una mundanería de oropel, y que, seducido por un refinamiento superficial, persigue ante todo la supervivencia económica, sin importarle el precio que ha de pagar por ello. Unos padres discuten el precio de su hija, la venden a un actor de circo ambulante. Y no es la primera, su hermana mayor, a quien ha venido a reemplazar, fue «vendida» de la misma manera. La familia no está interesada en el paradero de la hija mayor. Les dicen que murió de alguna enfermedad en un lugar indeterminado, si bien luego nos enteramos que la obligaron a trabajar hasta la muerte, ¿o fue asesinada? Debo confesar que no recuerdo. Lo que conservo en la memoria es la frialdad de la familia al realizar la venta, que se muestra muy dispuesta a deshacerse de una boca más que alimentar, una imbécil que sólo les causa problemas. Tampoco he olvidado la inocencia de la chica abandonada a su suerte, por lo visto contenta de salir a un mundo amplio, misterioso, que le promete felicidad y aventuras, pero que sólo le deparará sufrimientos y congojas. ¿Hasta qué punto la actuación de Massina está inspirada en el bufón que aparece en la obra de Shakespeare, El Rey Lear? Me sorprende que no le hayan hecho varias veces esta pregunta a Fellini. No obstante, con ello no insinuo que la valoración del ser humano sea uno de los temas principales de la película. Todo lo contrario, ya he hecho hincapié en la amoralidad de La Strada. Su perspectiva veraz y desinteresada es tan notable que se convierte en su sello distintivo. La vida, la lealtad, la traición y la muerte... el microcosmos donde cualquier comunidad puede verse a sí misma y el arquetipo del forastero depredador que se vale de la venalidad de las personas, trayéndoles ilusiones y desesperación.

Después de ver La Strada, las películas de Fellini fueron para mí imprescindibles. Sus éxitos posteriores son, en mi opinión, ampliaciones, a menudo extravagantes, de temas contenidos en La Strada. Nunca me ha sorprendido que un motivo recurrente de sus películas -La Dolce Vita, Satyricon y otras-, gire en torno a los aspectos entrañables, absurdos y grotescos, escandalosos y patéticos de la vida y la muerte. El presentador del circo es una vuelta -claro está, con distinto grado de lujo y de autocomplacencia- al tema central que ha ocupado su genio creador desde, probablemente, la primera vez que se sentó a escribir un guión: la paradoja del tiempo detenido, incluso cuando se pretende una celebración orgiástica del paso del tiempo. Hace muchos años, me encontraba extasiado ante el recuerdo de mi escena predilecta, cuando alguien me preguntó si tenía en mente la película de Fellini cuando titulé una de mis obras teatrales, The Road (El camino), que se estrenaba en esos días. Fue entonces que caí en la cuenta -nunca había estudiado italiano en profundidad, si bien di clases de latín en la escuela secundaria- de que «strada» significa camino. Sorprendente, quizá increíble, pero cierto. Bueno, los temas, la trama, los personajes y los «leit motiv» son completamente diferentes, pero también es verdad que The Road es la obra de teatro que siempre he deseado con fervor no sólo verla llevada a la pantalla, sino dirigirla yo mismo. Quizá lo haga algún día, antes de que mi reloj se detenga para siempre. «Se me ha roto el reloj». No conozco en la historia del cine una escena que se amolde mejor para representar el carácter evanescente, absurdo, de la vida y del tiempo, árbitro de la mortalidad.

Autor: Wole Soyinka (nac. 1934 en Abeokuta, Nigeria). Premio Nobel de Literatura 1986. Se trasladó a Inglaterra en 1954 y estudió en la Universidad de Leeds. Allí empezó a dirigir sus primeros textos dramáticos, pero su teatro más político lo hizo al volver a Nigeria en 1960 ("era teatro de guerrillas, que se podía hacer en cualquier parte, lo mismo en los mercados que delante de una asamblea de políticos"). Pasó una larga temporada en la cárcel, entre 1967 y 1969, durante la guerra civil que asoló a su país. Salió al exilio donde estuvo cinco años, enseñó en diversas universidades, regresó a Nigeria para convertirse en activista político (y siguió enseñando como profesor invitado en Harvard, Yale, Cornell y Cambridge). Escribe en inglés y ha cultivado todos los géneros. Viaja de un lado a otro, impartiendo conferencias. Su libro Clima de miedo (Tusquets, 2007), reúne cinco textos, los que pronunció en 2004 en el prestigioso ciclo de las Conferencias Reith que organiza la BBC. Tratan de la violencia

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