Arte y cine. Javier Tomeo:
Se califica a la Cinematografía de Séptimo Arte, y no hay duda de que hay algunas películas (a mi juicio, no demasiadas) que merecen el calificativo de mensajes artísticos de primera
magnitud. Sólo de vez en cuando, en efecto, la suma de los diversos elementos que configuran el polinomio cinematográfico (la historia que se narra, los actores que la interpretan, la música que subraya y potencia las diversas situaciones, el embrujo silencioso de la fotografía y, en suma, el genio del director que, convertido en una especie de taumaturgo, lo canaliza todo) nos dan el resultado apetecido y el milagro se produce. Junto a ese cine con mayúsculas, sin embargo, está el que nos imponen -algunas veces sin la menor misericordia- las implacables leyes del márketing, pero también ese cine con minúscula cumple ahora sus primeros cien años. Un cine de segunda o tercera división que, respecto al cine de calidad, puede estar en la misma relación que las hamburguesas y el Ketchup respecto a la refinada cocina francesa, pero cuya importancia social es aún mayor -por su mayor número de consumidores- que el de ese otro cine de calidad que, sobre todo, florece en el reducido valle de las filmotecas. Lo que decimos ahora del cine, de todas formas, puede aplicarse también a cualquier otro quehacer artístico. En este tipo de cine-evasión, sin embargo, lo de Séptimo Arte me parece excesivo, aunque nos cuente historias interesantes o se nos ofrezca con una técnica impecable. Técnica y arte, al fin y al cabo, pertenecen a dos esferas que no siempre se superponen.
Resumiendo: un cine para concienciar, en el que lo que menos priva son los objetivos comerciales, y otro cine para entretener, pero incluso en esta especialidad de objetivos más prosaicos
hay un cine bien hecho y otro deleznable. Si lo que queremos, sin embargo, es psicoanalizar a la sociedad que produce y consume películas, cualquiera de esas dos concepciones nos parece igualmente importante. Para quienes nos creció el bigote durante el franquismo, además, las películas eran también mensajes que había que interpretar debidamente a pesar de las manipulaciones de una censura que no dejaba títere con cabeza. Unos censores celosos, pero tal vez no demasiado sutiles que, por poner un ejemplo, convirtieron en hermanos a los esposos mal avenidos de Mogambo, para que de ese modo ella pudiera acostarse sin demasiado escándalo con el apuesto cazador profesional, o que, al decir de algunos maldicientes, fueron incluso
capaces de convertir a las innumerables mujeres desnudas que aparecían en la versión original de Cuando ruge la marabunta en un ejército de terroríficas hormigas que lo arrasaban todo a su paso. Ni siquiera aquellos censores, sin embargo, pudieron impedir que la famosa bofetada que Gleen Ford sacude a Rita Hayworth en Gilda marcase para siempre la vida de un compañero de clase que, a partir del día en que vio aquella famosa secuencia, adoptó para siempre el aire entre desencantado y aburrido del protagonista, a pesar de que por entonces mi amigo no había cumplido todavía los diecisiete años.