Misterio y cine. Elfriede Jelinek (Austria 1946): Una de mis películas favoritas es Carnival of souls. Guión: John Clifford. Producción y dirección: Henry Harvey (EEUU, 1962). Una mujer blanca sale del río donde, ocho horas antes, se había hundido con el coche y en el que le acompañaban otras dos mujeres jóvenes. Nadie entiende cómo sigue viva y se queda en blanco, y así seguirá a lo largo de toda la película, como una mancha blanca con pelotas de tenis, con unos ojos mucho más blancos que penetran vorazmente en los nuestros. Una sonámbula de la nada (algo en cine equiparado con no ver), empujada por un estímulo, una mecánica que ella y los espectadores desconocen. Aunque el público intuye algo, está en una sala diferente a la de la protagonista, su lámpara está en rojo, y tampoco pueden dejarle un espacio libre a la mujer blanca de la pantalla o ¿acaso teme la señora a los espectadores? Huye de nosotros lanzando constantes miradas de pánico a sus observadores. La pantalla se despeja para la protagonista, que recorre trayectos cada vez más largos. Nosotros la vemos huir constantemente, a decir verdad, en cada uno de los enfoques. En el largometraje, apenas se utilizan los trucos típicos de estas cintas. La aparición y desaparición de los fantasmas es de una enternecedora sencillez, sólo con un poco de pintura oscura alrededor de los ojos y embadurnados con pintalabios están arreglados. Esos muertos de los que se deconoce la causa de su muerte. Todos parecen sanos y salvos, e incluso visten elegantemente y se mueven como si estuviesen bailando en una antigua piscina. El automatismo que sigue la protagonista (que, por cierto, es organista como yo), ese mecanismo que la impulsa, no encaja dentro de un cuerpo humano. Salvo en las huidas, con sus zapatos de tacón, su figura adquiere algo así como huesos, miembros. Y en esa carne casi desmayada debe entrar el empuje, la energía, como si de un reloj de música se tratara, que siempre hay que darle cuerda hasta que se rompe. Es sorprendente ese estímulo, sin cuerpo, como la llama de una cerilla que se mantiene en el celuloide y consigue que las denominadas personas, es decir, los vivos en la película, aparezcan como quemadas, como si tuvieran un contorno oscurecido por el hollín que les hace más irreales que los fantasmas que salen en escena. Ese contorno, en que los vivos parecen sujetos y los muertos muestran gran vitalidad, no cuadra. ¿O hemos sido nosotros, con nuestra mirada, los que hemos hecho los agujeros en la película? El espacio del celuloide, un espacio técnico, se transforma en uno abstracto, en el que los muertos tienen más fuerza que los vivos, encerrados juntos en ese lugar, y cuya limitación/estrechez nos transmiten a los espectadores, subyugándonos. No importa el que estemos o no: los genuinos, los reales, han rodado y descansan, y existen también sin nosotros. Y especialmente aquellos que no existen, los fantasmas, y sobre todo la joven protagonista de la cinta, su luminosidad, esa piel que aún le queda, parece presionarla como si fuera una gabardina transparente bajo una lluvia torrencial a su huida en la oscuridad. Y la gente, las vendedoras, el cura, el médico, las camareras, los jóvenes en el coche, los pájaros sobre el puente no se mueven como en otros largometrajes de fantasmas a través de su protagonista, sino que están, por ejemplo, junto al despacho de billetes de autobús, tranquilos a su lado; es ella la que huye. Ella, que vive y deja de vivir, que en vida tampoco había vivido, y el gran atractivo de este filme es mostrar una viva como muerta y, otras veces, más llena de vida que los vivos. Sólo el espectador lo ve todo, sabiendo que está despierto, que una figura está delante de él, pero ésta no sabe si está o no. Y esto es un ataque a la propia visión del espectador, que le asegura que tiene que estar allí, porque así puede ver cómo alguien no es observado. Las escenas son los vagones de un tren que circula a gran velocidad a través del tiempo y, nosotros, tras la barrera, miramos fijamente (la música es el tiempo) y los actores son colocados como en una estantería. No podemos saltar pero, al reunirnos en el cine, se crea un lugar común que abarca tanto a los vivos como a los muertos, y todos ellos se componen sólo de luz. También podemos cerrar los ojos. Lo singular es posible, los cuerpos mostrados son nuestros mientras dura la proyeccion, después pertenecerán a otros. Las cosas y los protagonistas de la película son sus propios lugares, que se han traído consigo como si fuera una silla plegable. En esta cinta, la protagonista no quiere encontrar su lugar, pero el lugar se encuentra en ella misma. Durante el filme quiere huir, pero está encerrada con nosotros. El lugar ya lo había escogido, cuando al principio se hunde en el río. Y, a lo largo del largometraje, es ella el lugar, intentando escapar, y al que pertenece desde el comienzo. Y los vivos, al igual que el erizo ante el conejo, no tienen ningún refugio a dónde ir, a pesar de estar allí. A pesar de que sólo se contienen a sí mismos sin poder determinar nada. La figura principal sigue su propia huella. Sólo nosotros, los espectadores, certificamos, en un acto casi religioso, el lugar al que pertenecen, que es compartido: a la pantalla, una vez sentados en las butacas, donde las emanaciones no se pueden ocultar. De tal suerte que ellos nos pertenecen casi de forma real y nosotros a ellos, en una especie de celebración eucarística, recibiéndolos hasta que se disuelven finalmente como sombras en nosotros. La pantalla determina su espacio y, a veces, chocan con los márgenes. También los muertos viven. Cuando al final de la película sacan el coche del río, se ve a las tres mujeres tranquilas, sentadas en la parte delantera. Y, una de ellas, situada a la izquierda junto a la puerta, está igual de apacible que las otras, como si no se hubiera movido del lugar y aparecido ante nosotros. Claro que la conocemos mejor que a las otras dos. Hemos tenido hora y media para ello.
Elfriede Jelinek (20/10/46):
La poética de mis queridos monstruos. Por Juan Tebar:
El recorrido abarca desde los años veinte hasta finales de los sesenta. Se han juntado verdaderos doctos en el tema para contarnos sus recuerdos y mostrar documentos de esta historia. Todos vivieron un amor loco con estos monstruos, y nos ofrecen las románticas evocaciones de su pasión. Para el que también pretendió a vampiras y asesinas con similar deseo, el desfile de imágenes es un festín. Estamos entre amigos. Ver los rostros es como recorrer un álbum familiar. Camaradas son Karloff, Lugosi, Lorre, Laughton, Chaney, Barrymore, Cushing, Lee, Price. Amantes son la chica del lago negro, la condesa Luna, la mujer pantera, Fay Wray, las diabólicas, ya saben, las lujuriosas chicas del horror. Ahora que los tengo, que las tengo, a todos y a todas, frente a mí, me van a permitir que conjure la presencia de algunas de estas criaturas con misivas personales. Seguiré cierto orden alfabético hasta donde me dé la extensión del artículo, y si no están todos los que son, para eso está el libro y los textos autorizados que acompañan a sus ilustraciones.
Querido «Doctor Frankenstein», ¿qué puedo decirte que no te hayan dicho ya James Whale, Terence Fisher, Gonzalo Suárez, y ahora, en estos momentos, te está diciendo Kenneth Branagh? Te atreviste a imitar a Dios, admirable osadía, y reproche que habrás oído muchas veces, y diste a luz un androide que acabaría siendo el más famoso de todos los tiempos. Y tu propia fama quedaría doblemente perpetuada porque a tu criatura sin nombre todo el mundo la llama con el tuyo. Estarás de acuerdo, supongo, en que el mejor de los actores que dio cuerpo y rostro a tu pobre hijo fue aquel inglés por nombre artístico exótico Boris Karloff, y con el que nos asustaron de niños. Aunque la bondad se le salía por los ojos. Como a tu monstruo, a quien tanto le gustaba la música de violín. Querido «Doctor Moreau», inventado por aquel tipo tan listo llamado H. G. Wells, y que bestializabas a los hombres, o quizá humanizabas a las bestias, en un mejunje peligrosísimo de locuras biológicas. Tomó tu nombre para el cine un actor tan excelente como Burt Lancaster, pero antes lo había hecho uno de los mejores villanos que prestaron su talento a las pantallas: Charles Laughton, que es uno de mis actores preferidos de todos los tiempos. Y director de una de las noches más memorables de la Historia del Cine. Queridos «Fantasmas», tendré que elegir sólo uno o dos de entre el amplio catálogo del cine de miedo y fantasía, cuidándome de que estén representados en este desfile de carteles que hoy nos convoca. Y me voy a dirigir al de la ópera, que puso careta ocultadora de horrores a Lon Chaney y a Claude Rains entre los mejores. En todos los teatros del mundo es posible soñar que dominas el fascinante secreto del subsuelo, y que tu música discurre con libertad por sus corredores misteriosos. Desde que tú la dejaste caer, nadie puede mirar ya sin pavor una lámpara de araña sobre un patio de butacas. Querido «Fantasma» de quien se enamoró La señora Muir. Tú no eres un monstruo, sino un lobo de mar con mal carácter, pero estás en este libro, y no he querido pasar por alto tu recuerdo. Te llamabas verdaderamente Rex Harrison, y enamorar a Gene Tierney desde la otra vida, es algo que te envidiaré incluso en esa otra vida cuando me toque. Querido «Hyde», querido «Jekyll», no debiera uniros aquí porque no sois el mismo, aunque se empeñen Stevenson y todos lo directores de todas las miles de versiones cinematográficas en decírmelo. Si yo me creyera eso estaría mucho más asustado de lo que normalmente estoy al mirarme hacia dentro. De niño siempre pensé que Hyde era un malo mentiroso y que al final le dan su merecido. Prefiero seguir pensándolo para dormir más tranquilo. Evocaciones de urgencia, no me vaya a quedar largo el documento: King Kong, pequeño; Norman Bates, infeliz; Novia de Frankenstein y mujer de Laughton, recién salida de la peluquería; Peeping Tom, criatura; vampiros todos tan solitos los pobres; chicas, chicas, ¿cómo me he olvidado de tantas chicas terroríficas...? Faltan muchísimos, ya lo sé, hubiera querido traeros a todos los que encendisteis mi vocación de escalofrío. No os enfadéis, es que no hay sitio para todos. En mis papeles. En el libro sí. Miraos en él como si fuera el espejo de Alicia. Dice Robert Bloch en este libro: «El nitrato se desmenuza; la piedra también. Las películas y los recuerdos parpadean y se apagan de modo similar...». Pero si la magia permanece en la memoria, podemos comunicarla, al menos, a través de los cromos que libros asi nos devuelven. (Juan Tebar)
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