Alegría:
La alegría no es puro éxtasis sino actividad:
Poseer un sentido del humor desarrollado es un signo de inteligencia. Elegir el lado oscuro de las cosas es un error de fatales consecuencias. En el humor el horno siempre está para bollos. No pierde el humor quien no es superado por los acontecimientos.
Consolar al prójimo. Giovani Papini:
Una de las más extravagantes extravagancias del siglo XVIII... fue la idea fija de la felicidad. Según los filosofazos y los filosofillos de aquella feliz edad, que debía concluir con el beneficio de la guillotina, los hombres habían nacido para la felicidad, tenían derecho a la felicidad y la razón podía servir para reconocerla y conseguirla. Los paganos la habían imaginado en el amanecer del género humano; los cristianos esperaban encontrarla en la segunda vida; los iluministas, por el contrario, la querían enseguida, en el momento, aquí mismo, en esta vida, en la tierra.
Tamaña estupidez originó, por desgracia, un influjo nefasto sobre el joven Leopardi, que, habiendo bebido ávidamente en las fuentes iluministas, pasó la mitad de su vida enfurecido con la Naturaleza, madrastra y maligna, que no había conseguido mantener la promesa de darles, a él y a todos los hombres, una felicidad permanente. Parecía, en su sentir, que la Naturaleza -la cual, entre otras cosas, no es una entidad personal y consciente- hubiera firmado una escritura en regla con los antepasados del conde Giacomo Leopardi, en la que se hubiera comprometido a suministrar oportunas cantidades de felicidad efectiva a todos los inquilinos de la tierra, pero que después no hubiera mantenido el pacto, con manifiesta lesión de los legítimos derechos de Giacomo Leopardi. Este, como sabemos, desahogó su furiosa contrariedad por aquella falta de palabra cubriendo a la traidora Naturaleza de amargas acusaciones y duros reproches.
El Evangelio:
[...]
Que aquellos buenos redactores de la Constitución de los Estados Unidos hubieran extremado su ingenua cauda hasta el punto de incluir el derecho a la felicidad entre los derechos naturales del ciudadano se puede comprender y excusar; pero que una mente europea, más aún, italiana, heredera de una civilización tan antigua y tan completa, pudiera acercarse a tan estúpida estupidez, prueba que Leopardi no era un pensador tan profundo como imaginaban sus poco profundos admiradores.
Si no hubiera preferido el estudio del mediocre pedante Frontone a la meditación del Evangelio habría descubierto que el cristianismo podía enseñarle, en torno a la felicidad, doctrinas de mucha mayor importancia.
Lo primero de todo que la felicidad no puede ser un don, ni mucho menos un derecho, aunque sí una conquista. Una conquista nada fácil, que no puede ser duradera y que se ha de recomenzar, en consecuencia, día tras día y hora tras hora.
El cristiano sabe que no existe sobre la tierra beatitud perfecta sino por breves instantes; pero, en compensación, conoce un maravilloso secreto que consiste en aquel arte de alquimia espiritual por el que se logra cambiar el dolor en alegría. Los dos himnos a la alegría más inspirados que el mundo conoce fueron obra de un poeta y un músico, ambos adversarios de la enfermedad y de la desventura: Federico Schiller y Ludvig van Beethoven.
El que no sabe destilar la voluptuosidad del tormento ignora lo que quiere decir ser felices. Fue Dostoyevski, según creo, quien escribió que la causa principal de la infelicidad de los hombres estriba en el hecho de que ellos no se dan cuenta de lo felices que son.
Pero el Evangelio hubiera podido enseñarle a Leopardi una verdad aún más importante. Una de las más divinas paradojas del cristianismo es ésta: disminuir la infelicidad del hermano es el medio más seguro de disminuir la nuestra. Cuando consolamos a los otros, tenemos nuestro consuelo; para aliviar nuestra carga es necesario aligerar las penas de los otros y el consolar las penas de los otros es el mejor medio para mitigar nuestras propias tribulaciones. Se obtiene así un doble beneficio, porque el que alivia los dolores de otro, alivia a la par los suyos. El camino más derecho hacia la felicidad es el que lleva a mitigar amorosamente la infelicidad de los que son más infelices que nosotros. El que, por el contrario, pasa su vida, como lo hizo Leopardi, lamentándose de sus desventuras y compadeciéndose del linaje humano en general, no hace otra cosa que aumentar su tristeza y la de los demás. La verdadera receta de la felicidad está en ayudar a los caídos a levantarse, a los que lloran a sonreír, a los desesperados a esperar.
El que no conoce y no practica estas enseñanzas que constituyen quizá, la esencia de todo el cristianismo, es un corazón encerrado en sí mismo, sin generosidad de imaginación y sin sentimiento de caridad, y, por ello, se condena por sí mismo a una solitaria tristeza.
(Giovani Papini. Artículo La receta de la felicidad. Sobre Leopardi)
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