IGM
Fin de la guerra


Fin de la Gran Guerra: Errores aliados:

En septiembre de 1918 Bulgaria sufre motines revolucionarios en unidades del ejército y solicita el armisticio. La situación también era ya insostenible para los imperios en el frente occidental. Tras el fin de la guerra se sucedieron hechos y actuaciones reprobables y graves errores diplomáticos y políticos. Las negociaciones sobre el tratado de paz se llevaron a cabo en París entre 1919 y 1920. En total se firmaron cinco tratados independientes, uno con cada una de las naciones perdedoras: Alemania, Austria, Hungría, Turquía y Bulgaria. El acuerdo con Alemania se denominó el Tratado de Versalles. La forma de proceder de la conferencia y los tratados estuvieron controlados casi en su totalidad por los llamados Cuatro Grandes, que incluía al primer ministro italiano Vittorio Orlando (1917-1919). En Alemania se promocionó activamente la idea de la puñalada por la espalda, señalando a judíos influyentes como artífices protagonistas en la traición en la retaguardia. Excombatientes que se sentían agraviados ingresaban en agrupaciones llamadas Stosstrupps, que llegaron a llevar a cabo actuaciones violentas propias de grupos paramilitares. Se continuó alimentando la idea de la necesidad de expansión a través de la adquisición de un espacio vital. Las menciones a que la actuación de Alemania tuvo un papel determinante como causa del inicio de la guerra eran acogidas con indignación.

El egoísmo induce a grandes errores colectivos:
Woodrow Wilson fue reelegido en 1916 sobre la base de un programa de paz. Los franceses habían ocupado todas las cabeceras de puente en el Rin hacia el 6 de diciembre de 1918. Los británicos aplicaban un bloqueo junto a la costa, pues los alemanes habían entregado sus flotas y sus campos de minas alrededor del 21 de noviembre. Por lo tanto, podía imponerse una paz por diktat. El káiser Guillermo II fue derrocado sin la más mínima vacilación el 9 de noviembre de 1918, apenas se advirtió que una república alemana podía obtener mejores condiciones de paz. Carlos, el último emperador Habsburgo, abdicó tres días después, y así terminó un milenio de matrimonios sensatos e inspiradas manipulaciones. Los Romanov habían sido asesinados el 16 de julio y fueron sepultados en una tumba anónima. De modo que las tres monarquías imperiales de Europa oriental y central, el trípode de legitimidad sobre el que había descansado el ancien régime tal como era entonces, desaparecieron en el plazo de un año. Hacia fines de 1918 había escasas posibilidades de restablecer sólo una de ellas y mucho menos las tres. Al margen de lo que pudiera valer, el sultanato turco también estaba acabado (aunque no se proclamó una república turca hasta el 1 de noviembre de 1922).

Heterogeneidad de etnias del imperio a fracturar:
De un solo golpe, la disolución de estos imperios dinásticos y apropiadores abrió racimos de pueblos heterogéneos, que habían sido agrupados paso a paso y asegurados cuidadosamente a lo largo de siglos. El último censo imperial del imperio de Habsburgo demostró que estaba formado por una docena de naciones: 12 millones de alemanes, 10 millones de magiares, 8,5 millones de checos, 1,3 millones de eslovacos, 5 millones de polacos, 4 millones de rutenos, 3,3 millones de rumanos, 5,7 millones de serbios y croatas, y 800.000 ladinos e italianos. De acuerdo con el censo imperial ruso, los grandes rusos formaban sólo el 43 por ciento de la población total; el 57 por ciento restante estaba formado por pueblos sometidos: suecos y alemanes luteranos, lituanos ortodoxos, rusos blancos y ucranianos, polacos católicos, uniatos ucranianos, musulmanes shiítas, sunnitas y curdos de una docena de nacionalidades, e innumerables variedades de budistas, taoístas y animistas. Salvo el Imperio Británico, no existía otro conglomerado imperial que incluyese tantas razas diferentes. Incluso por la época del censo de 1926, cuando muchos de los grupos occidentales se habían separado, aún quedaban aproximadamente doscientos pueblos y lenguas. En comparación, los dominios de los Hohenzollern eran homogéneos y monolingües, pero también ellos incluían enormes minorías de polacos, daneses, alsacianos y franceses. Lo cierto es que durante el período de asentamiento en Europa Central y Oriental, entre los siglos IV y XV, y durante la fase intensiva de urbanizacion que se desarrolló desde principios del siglo XVIII en adelante, aproximadamente la cuarta parte del área había sido ocupada por distintas razas (incluso más de diez millones de judíos) cuya fidelidad había sido hasta entonces religiosa y dinástica más que nacional. Las monarquías eran el único y principal unificador de estas sociedades multirraciales, la única garantía (aunque a menudo bastante tenue) de que todos serían iguales ante la ley.

Autodeterminación de los pueblos:
Una vez desechado ese principio, ¿qué podía sustituirlo? Lo único disponible era el nacionalismo, y su subproducto de moda, el irredentismo, un término derivado del risorgimento italiano, que significaba la unión de un grupo étnico entero en un mismo estado. A esta palabra se agregaba ahora una nueva frase de la jerga, la «autodeterminación», con la que se aludía a la modificación de las fronteras mediante el plebiscito, de acuerdo con las preferencias étnicas. Gran Bretaña y Francia, los dos principales aliados occidentales, inicialmente no deseaban ni proyectaban promover una paz basada en la nacionalidad. Todo lo contrario. Ambas tenían imperios ultramarinos multirraciales y poliglotas. Además, Gran Bretaña afrontaba un problema de irredentismo propio en Irlanda. En 1918 estaban gobernadas por exprogresistas, Lloyd George y Clemenceau, que en el sufrimiento de la guerra habían aprendido Realpolitik y habían adquirido un renuente respeto por los antiguos conceptos de «equilibrio», «compensación» y cosas por el estilo. Durante las conversaciones de paz, cuando el joven diplomático británico Harold Nicolson destacó que era lógico que Gran Bretaña concediese la autodeterminación a los griegos de Chipre, fue refutado por sir Eyre Crowe, jefe del Foreign Office: «Tonterías, mi estimado Nicolson […] ¿Está dispuesto a conceder la autodeterminación a la India, Egipto, Malta y Gibraltar? Si no está dispuesto a llegar tan lejos, no tiene derecho (sic) a afirmar que su posición es lógica. Si está dispuesto a llegar tan lejos, será mejor que regrese inmediatamente a Londres». (Podía haber agregado que en Chipre había una considerable minoría turca, y que por esa razón aún no había alcanzado la autodeterminación en la década de los ochenta). De buena gana Lloyd George hubiera tratado de mantener unido el Imperio Austrohúngaro todavía en 1917, o incluso a principios de 1918, a cambio de una paz separada. Con respecto a Clemenceau, su meta principal era la seguridad francesa y, por eso mismo, deseaba recuperar no sólo Alsacia-Lorena (la mayoría de cuyo pueblo hablaba alemán), sino también el Sarre, y desgajar la Renania de Alemania para convertirla en un estado títere orientado por los franceses. Más aún, durante la guerra, Gran Bretaña, Francia y Rusia habían firmado una serie de tratados secretos (con el propósito ulterior de inducir a otras potencias a unírseles) que contrariaban directamente los principios nacionalistas. Los franceses obtuvieron la aprobación rusa a la idea de una Renania dominada por Francia; en compensación, se le concedía a Rusia mano libre para oprimir a Polonia, de conformidad con un tratado firmado el 11 de marzo de 1917. Según el Acuerdo Sykes-Picot de 1916, Gran Bretaña y Francia convenían en despojar a Turquía de sus provincias árabes para dividírselas entre ellas. Italia se vendió al mejor postor: según el Tratado Secreto de Londres, firmado el 26 de abril de 1915, se le otorgaba la soberanía sobre millones de tiroleses de habla alemana, y de los serbios y los croatas de Dalmacia. Un tratado con Rumania, firmado el 17 de agosto de 1916, le entregaba la totalidad de Transilvania y la mayor parte del Banato de Temesvar y la Bucovina, la mayoría de cuyos habitantes no hablaba rumano. Otro tratado secreto, firmado el 16 de febrero de 1917, cedió a Japón la provincia china de Shantung, hasta ese momento parte integrante de la esfera comercial alemana. Sin embargo, en vista del derrumbe del régimen zarista y la negativa de los Habsburgo a firmar una paz por separado, Gran Bretaña y Francia comenzaron a alentar el nacionalismo y a convertir la autodeterminación en uno de los «fines de la guerra». El 4 de junio de 1917, el gobierno provisional de Kerenski, en Rusia, reconoció la independencia de Polonia; Francia comenzó a formar un ejército de polacos y el 3 de junio de 1918 proclamó que la creación de un poderoso estado polaco era un objetivo principal. Mientras tanto, en Gran Bretaña, el grupo de presión eslavófilo encabezado por R. W. Seton-Watson y su periódico, The New Europe, estaban impulsando eficazmente la división de Austria-Hungría y la creación de nuevos estados étnicos. Se promovieron actividades y se formularon promesas a muchos políticos eslavos y balcánicos exiliados, a cambio de la resistencia frente al «imperialismo germano». En Medio Oriente, el arabófilo coronel T. E. Lawrence fue autorizado a prometer reinos independientes a los emires Feisal y Hussein como recompensa a la lucha contra los turcos. En 1917, la llamada «declaración Balfour» prometió a los judíos un hogar nacional en Palestina, con el fin de alentarlos a abandonar la causa de las potencias centrales. Muchas de estas promesas eran mutuamente incompatibles, además de contradecir los tratados secretos que aún estaban vigentes. En efecto, durante los dos últimos años de lucha desesperada, los británicos y los franceses emitieron desaprensivamente títulos de propiedad que reunidos representaban una extensión mayor que el territorio disponible, de modo que se podía suponer que no sería factible convalidarlos a todos cuando llegase la paz, por dura que ésta fuese. Algunos de estos cheques con fecha adelantada rebotaron ruidosamente. Para complicar más las cosas, Lenin y sus bolcheviques asumieron el control de Rusia el 25 de octubre de 1917 e inmediatamente tomaron posesión de los archivos diplomáticos zaristas. Entregaron copias de los tratados secretos a los corresponsales extranjeros y el 12 de diciembre el Manchester Guardian comenzó a publicarlos. Este paso estuvo acompañado por una vigorosa propaganda bolchevique destinada a fomentar las revoluciones comunistas en Europa mediante la promesa de la autodeterminación para todos los pueblos.

Wilson y los nacionalismos:
Las iniciativas de Lenin, a su vez, gravitaron profundamente sobre el presidente norteamericano. Woodrow Wilson ha sido ridiculizado durante más de medio siglo con el argumento de que su ignorante persecución de ideales imposibles impidió alcanzar una paz razonable. Esto es a lo sumo una verdad a medias. Wilson era un decano, un científico político, el expresidente de la Universidad de Princeton. Tenía conciencia de su propia ignorancia acerca de los asuntos exteriores. Poco antes de asumir el cargo, en 1913, expresó a sus amigos: «Sería una ironía del destino que mi gobierno tuviese que ocuparse principalmente de los problemas exteriores». Los demócratas no habían ganado la presidencia durante un período de cincuenta y tres años, y Wilson consideraba republicanos a los diplomáticos norteamericanos. Cuando estalló la guerra, Wilson insistió en que los norteamericanos fuesen «neutrales de hecho y de derecho». Fue reelegido en 1916, sobre la base del lema: «Nos mantuvo fuera de la guerra». Tampoco deseaba desmembrar el antiguo sistema europeo; preconizaba la «paz sin victoria». Hacia principios de 1917 había llegado a la conclusión de que Estados Unidos ejercería más influencia sobre el acuerdo definitivo como beligerante que como neutral y, en efecto, trazó una delgada línea divisoria de carácter legal y moral entre Gran Bretaña y Alemania; el empleo de submarinos por parte de Alemania violaba los «derechos humanos»; en cambio, el bloqueo británico violaba únicamente los «derechos de propiedad», una falta menor. Cuando Estados Unidos entró en la guerra, Wilson la impulsó vigorosamente, pero a sus ojos Estados Unidos no era un combatiente común. El país había entrado en la guerra, dijo en su mensaje de abril de 1917 al Congreso, «para reivindicar los principios de paz y justicia» y para promover «un concierto de paz y acción que en lo futuro garantice la observancia de estos principios». Movido por el vivo deseo de encontrarse bien preparado para la concertación de paz, en septiembre de 1917 creó, bajo la dirección de su ayudante, el coronel Edward House, y del doctor S. E. Mezes, una organización de 150 expertos, conocida como «la investigación», alojada en el edificio de la Sociedad Geográfica Americana de Nueva York. El resultado fue que durante el proceso de paz la delegación norteamericana se convirtió en el grupo mejor informado y documentado, e incluso en muchos puntos fue a menudo la única fuente de información exacta. «Si el tratado de paz hubiera sido redactado exclusivamente por los expertos norteamericanos», escribió Harold Nicolson, «habría sido uno de los documentos más sensatos y discretos jamás redactados». Pero el grupo de investigación se basaba en la suposición de que la paz sería un compromiso negociado y de que el mejor modo de obtener un resultado duradero era asegurar que se atuviese a la justicia natural y, por lo tanto, fuese aceptable para los pueblos afectados. El enfoque era empírico, no ideológico. Sobre todo en esta etapa, Wilson no veía con buenos ojos la Liga de las Naciones, una idea británica formulada por primera vez el 20 de marzo de 1917. Consideraba que el asunto provocaría dificultades con el Congreso. Pero la publicación por los bolcheviques de los tratados secretos, que ponía a los aliados de Estados Unidos bajo la peor luz posible, como depredadores de viejo estilo, dejó consternado a Wilson. El llamado de Lenin a favor de la autodeterminación general también contribuyó a forzar la mano de Wilson, pues consideró que, en su condición de custodio de la libertad democrática, Estados Unidos no podía ser aventajado por un régimen revolucionario que había asumido de manera ilegal el poder. De modo que se apresuró a redactar, y el 8 de enero de 1918 presentó públicamente, los famosos «catorce puntos». El primero repudiaba los tratados secretos. El último contemplaba la creación de una liga. La mayor parte del resto incluía garantías específicas en cuanto a que, si bien debían devolverse los territorios conquistados, los vencidos no serían castigados con la pérdida de poblaciones y la nacionalidad sería el factor determinante. El 11 de febrero Wilson agregó sus «cuatro principios», que ratificaban el último punto, y el 27 de septiembre coronó el conjunto con los «cinco aspectos específicos», el primero de los cuales prometía justicia tanto a amigos como a enemigos. El conjunto de veintitrés asertos fue formulado por Wilson independientemente de Francia y Gran Bretaña.

Gran Bretaña y Francia fuerzan el desvío de los 23 puntos de Wilson:
Llegamos ahora al centro del equívoco que destruyó cualquier posibilidad real de que el acuerdo de paz tuviese éxito y que, por lo tanto, preparó un segundo conflicto general. Hacia septiembre de 1918 fue evidente que Alemania, después de ganar la guerra en el Este, estaba en vías de perderla en el Oeste. Pero el ejército alemán, con nueve millones de hombres, aún se mantenía intacto y estaba retirándose ordenadamente de los territorios conquistados en Francia y Bélgica. Dos días después que Wilson publicara sus «cinco aspectos específicos», el todopoderoso general Ludendorff asombró a los miembros de su gobierno cuando les dijo que «la condición del ejército exige un armisticio inmediato para evitar una catástrofe». Debía constituirse un gobierno popular que se comunicara con Wilson. El motivo de Ludendorff era, sin duda, conseguir que los partidos democráticos cargaran con la responsabilidad de entregar las conquistas territoriales de Alemania. Pero también resulta evidente que pensaba que los veintitrés puntos de Wilson eran, en conjunto, una garantía de que Alemania no sería desmembrada o castigada y que en cambio conservaría, básicamente intactos, su poder e integridad. Dadas las circunstancias, era todo lo que podía desear razonablemente; aún más, ya que el segundo de los catorce puntos, acerca de la libertad de los mares, implicaba la suspensión del bloqueo británico. Las autoridades civiles adoptaron la misma posición y el 4 de octubre el canciller, príncipe Max de Baden, inició negociaciones con vistas a un armisticio con Wilson sobre la base de sus declaraciones. Los austríacos, que se basaron en una suposición todavía más optimista, imitaron el ejemplo tres días después. Wilson, que ahora disponía de un ejército de cuatro millones de hombres y que, según se creía universalmente, era todopoderoso, con Gran Bretaña y Francia bajo su firme dominio financiero y económico, respondió de manera favorable. Después de varios intercambios de notas, el 5 de noviembre propuso a los alemanes un armisticio sobre la base de los 14 puntos, sujetos únicamente a dos salvedades de los aliados: la libertad de los mares (aquí Gran Bretaña reservaba su derecho de interpretación) y la indemnización por daños de guerra. Sobre este acuerdo, los alemanes convinieron en deponer las armas. Lo que los alemanes y los austríacos no sabían era que el 29 de octubre el coronel House, enviado especial de Wilson y representante norteamericano en el Supremo Consejo de Guerra Aliado, había celebrado una prolongada reunión secreta con Lloyd George y Clemenceau. Los jefes francés e inglés manifestaron todas sus dudas y reservas acerca de los pronunciamientos de Wilson y lograron que House las aceptara y que les diera después la forma de un «comentario», cablegrafiado inmediatamente a Wilson en Washington. Ese comentario, que nunca fue comunicado a los alemanes y los austríacos, de hecho anulaba todas las ventajas de los puntos de Wilson, en cuanto éstas afectaran a las potencias centrales. Sin duda, preanunciaba todos los lineamientos del ulterior Tratado de Versalles, que merecieron las más enérgicas objeciones, incluyendo el desmembramiento de Austria-Hungría, la pérdida de las colonias por parte de Alemania, la separación de Prusia por un corredor polaco y las reparaciones. Lo que es todavía más notable, se basaba no sólo en la premisa de la «culpabilidad en la guerra» de Alemania (lo que se podía sostener que estaba implícito en los veintitrés puntos de Wilson), sino que giraba alrededor del principio de las «recompensas» a los vencedores y los «castigos» a los vencidos, una actitud que Wilson había repudiado de manera específica. Es cierto que durante las negociaciones de octubre, Wilson, que antes nunca había tenido que tratar con los alemanes, había llegado a adoptar frente a ellos una actitud cada vez más hostil. Sobre todo lo irritó el torpedeo del ferry civil irlandés Leinster, con la pérdida de 450 vidas, incluyendo muchas mujeres y niños, el 12 de octubre, más de una semana después del pedido alemán de armisticio. De todos modos, es extraño que aceptara el comentario y, por cierto, asombroso que no diese a entender nada a los alemanes. Por su parte, éstos se mostraron incompetentes al no solicitar que se les aclarasen algunos de los puntos, pues el estilo de Wilson, como dijo al gabinete A. J. Balfour, secretario británico de Asuntos Exteriores, «resulta muy impreciso. Es un retórico de primera clase y un pésimo redactor». Pero la responsabilidad principal de esta falla fatal de comunicación correspondió a Wilson. Y no fue un error por exceso de idealismo. El segundo gran error, que agravó el primero y lo convirtió en catástrofe, tuvo que ver con la organización. No se asignó una estructura definida a la conferencia de paz. Simplemente se la inició; adquirió forma e impulso propios y, en el proceso, cobró un sesgo cada vez más antigermano, tanto por la sustancia como por la forma misma. Al principio, todos habían supuesto imprecisamente que los aliados acordarían entre ellos los términos preliminares, después aparecerían los alemanes y sus asociados, y se negociaría el tratado de paz. Esto es lo que había sucedido en el Congreso de Viena. De hecho, los franceses, siempre lógicos, elaboraron un programa de la conferencia basado en estos criterios, y el documento fue entregado a Wilson por el embajador francés en Washington el 29 de noviembre de 1918. Este documento tenía, además, el mérito de que estipulaba la anulación inmediata de todos los tratados secretos. (Johnson)


Grandes pérdidas materiales y humanas:
Durante el conflicto se continuó ideando métodos industriales para matar a gran escala. La suma total de caídos ascendió a más de 9.000.000. Unos 20.000.000 quedaron mutilados o heridos de diversa consideración. ● La mayor destrucción se había producido en Bélgica, Francia, Polonia, Rumanía, Serbia e Italia, aunque el carácter estático de muchos de los combates hizo que la devastación fuera menos generalizada que en 1945. Bélgica perdió el 6 por ciento de las viviendas, dos tercios de los materiales rodantes y la mitad de los centros siderúrgicos. Francia perdió menos en proporción a su riqueza, aunque más en términos absolutos. Polonia perdió gran parte del ganado y de las infraestructuras ferroviarias, y Gran Bretaña barcos por valor de casi 8 millones de toneladas. [...] Seis millones de alemanes eran excombatientes con algún tipo de invalidez, familiares suyos o familiares dependientes de algún caído: había 2,7 millones que sufrían alguna invalidez permanente, 533.000 viudas y 1.192.000 huérfanos. (Stevenson) ● De los ocho millones de hombres movilizados, más de dos millones habían resultado gravemente afectados; de ellos, 1.360.000 muertos: casi uno de cada cuatro hombres, uno de cada dos jóvenes. Ningún otro país beligerante había padecido, en proporción a su población, tan enormes pérdidas. A esto hay que añadir que la guerra se había desarrollado, principalmente, en territorio francés. Nunca en la historia del mundo, ninguna ciudad, ninguna patria, había pagado semejante precio por su supervivencia. Los campesinos resultaron diezmados. Cuando se recorre las aldeas de Francia, en los monumentos a los muertos se pueden leer decenas de nombres: no falta ni una sola familia... También la burguesía resultó afectada de un modo similar, desaparecieron centenares de estudiantes de los centros de estudios superiores, de militares de academia, decenas de escritores, entre ellos el autor de El gran Meaulnes, Alain-Fournier, Péguy y Apollinaire. (Barreau)


Amplio resentimiento en las masas germanas:
El número de estados independientes de Europa pasó de veintiséis a treinta y ocho. Y la longitud total de las fronteras aumentó en casi 20.200 kilómetros. Se produjo un enorme trasiego de desplazados por motivos étnicos a través de las nuevas fronteras. En 1918 la organización de excombatientes KDL nombra a Hindenburg presidente de honor y desarrolla una agresiva campaña a favor de una «guerra de rectificación». En 1919 la organización nacional de estudiantes empieza a organizar ceremonias de carácter recordatorio con un tono intranquilizador y una forma de enfocar el combate y los hechos de forma tendenciosa. En 1920 por presión de los países aliados se prohíben las asociaciones paramilitares que estaban autorizadas. Millones de veteranos pasan a una actividad clandestina. Durante la década de 1920 EE.UU. presionó a Gran Bretaña y Francia para que disminuyeran la presión respecto a los plazos de los pagos que Alemania debía realizar. En 1922 el KDL tiene 2,2 millones de miembros. Denuncia abiertamente a Francia y Polonia por el robo de territorios alemanes. La República de Weimar, que debía hacer frente a una deuda de guerra muy poco realista sin respaldo de oro u otras reservas, entró en una espiral de inflación tan alta que en un solo año, 1923, el marco pasó de 17.972 marcos por dólar a 43.200.000.000.000 de marcos por dólar. En 1920 el valor más alto de un sello era de 4 marcos, en 1923 subió a 50 mil millones de Marcos. Los precios de los productos básicos subían en apenas unas horas. En 1925 Hindenburg es elegido presidente, un indicio de que buena parte del pueblo alemán no había ni olvidado ni condenado la guerra. Hacia 1925 aparecen varias asociaciones paramilitares legales. Está presente la violencia de orientación política. Los tribunales absuelven por sistema a los grupos violentos de derechas. Los nuevos grupos reclamaban un gobierno autoritario y una guerra de liberación contra Francia, después de ocuparse de los enemigos internos. En 1927 Hindenburg inaugura el monumento a los guerreros de Tannenberg con un discurso belicoso. En 1929 los efectos de la Gran Depresión tienen un alcance mundial y fuerzan a los Estados a tomar medidas económicas radicales y dolorosas para la población.


Europa de la posguerra:
La Gran Guerra tumbó cuatro imperios y dejó tras de sí nueve millones de muertos. La muerte atravesó fronteras, ideologías, clases y generaciones; afectó a antiguas mansiones, ciudades industriales, pueblos y granjas de toda Europa y sus dominios en el exterior. Destruyó vidas y futuros, tambaleó valores apreciados y pilares de estabilidad, y produjo inquietantes revelaciones de brutalidad. La aceptación de las pérdidas incalculables de la guerra deparó gran variedad de reacciones, desde esfuerzos tenaces por recuperar la «normalidad» anterior a la guerra hasta la experimentación cultural, el repudio del pasado o la fragmentación de viejos regímenes y disposiciones políticos. Desde el punto de vista de finales de la década de 1930, la novedad más impresionante del período de entreguerras fue que la democracia casi llegó a desaparecer. En aquella época quedaban pocas democracias occidentales. Y hasta en ellas, entre las que destacaban la de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, los regímenes sufrieron un desgaste por las mismas presiones y tensiones que en otros países hundieron la democracia por completo. Las razones del deterioro de la democracia variaron de acuerdo con circunstancias nacionales particulares. Sin embargo, cabría identificar algunas causas generales. La más importante radicó en una serie de alteraciones continuadas en la economía mundial, las cuales se debieron a su vez a trastornos causados por la Primera Guerra Mundial y los acuerdos de reparación de daños de Versalles, y, más tarde, por la Gran Depresión de 1929-1933. Otra causa de la crisis de la democracia estribó en el aumento del conflicto social. En todo Occidente, las tensiones de la guerra ensancharon las eternas divisiones sociales, y las decepciones de la posguerra generaron una polarización severa. Mucha gente abrigó la esperanza de que la paz conllevara cambios. Tras los sacrificios de los años de guerra, gran parte de la ciudadanía obtuvo en recompensa el derecho a votar. Sin embargo, no estaba nada claro que su voto contara, o que las élites tradicionales que dominaban la economía y parecían sostener las riendas de la política, hubieran perdido un ápice de poder. Grandes sectores del electorado se sintieron cada vez más atraídos por los partidos políticos, muchos de ellos extremistas, que prometían defender sus intereses. Por último, el nacionalismo, aguzado por la guerra, supuso una fuente clave de descontento tras ella. En Italia y Alemania, el sentimiento nacionalista frustrado se volvió en contra de los gobiernos. En países nuevos como Checoslovaquia, y en el este y el sur de Europa, los roces entre minorías nacionales plantearon problemas enormes a los regímenes democráticos más bien frágiles que las gobernaban. El caso más espectacular de decadencia de la democracia llegó con el auge de nuevas dictaduras autoritarias, sobre todo en la Unión Soviética, Italia y Alemania. Como se verá, las experiencias de estos tres países presentan diferencias significativas como resultado de las diversas circunstancias y personalidades históricas. Pero en todos los casos, muchos ciudadanos se dejaron convencer de que sólo medidas drásticas conseguirían poner orden a partir del caos. Esas medidas, que incluyeron la eliminación del gobierno parlamentario, restricciones estrictas de la libertad política y una represión cada vez más virulenta de los «enemigos» del estado, se aplicaron con una mezcla de violencia, intimidación y propaganda. El hecho de que tantos ciudadanos se mostraran dispuestos a sacrificar sus libertades fue un síntoma de su alienación, impaciencia o desesperación. (Coffin)

La Alemania de Weimar:
El 9 de noviembre de 1918 (dos días antes del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial) miles de alemanes tomaron las calles de Berlín para derrocar el gobierno imperial casi sin derramamiento de sangre. Aquella concentración, o levantamiento masivo y en buena medida inesperado, se dirigió hacia el Reichstag, en el centro de la ciudad, donde un miembro del Partido Socialdemócrata (SPD) anunció el nacimiento de una nueva república alemana. El káiser había abdicado sólo horas antes, lo que dejó el gobierno en manos del líder socialdemócrata Friedrich Ebert. La revolución se extendió con rapidez por el país devastado por la guerra; consejos de trabajadores y soldados asumieron el control en la mayoría de las ciudades grandes en un par de días, y cientos de ciudades a finales de mes. La «Revolución de Noviembre» fue rápida y generalizada, aunque no tan revolucionaria como temieron muchos conservadores de clase media y alta. La mayoría de los socialistas siguieron un curso cauteloso y democrático: querían reformas pero también aspiraron a mantener intacta buena parte de la burocracia imperial existente. Sobre todo, querían una asamblea nacional elegida por el pueblo que redactara una constitución para la nueva república. En cambio, pasaron dos meses antes de que pudieran celebrarse las elecciones, un período de crisis que casi derivó en guerra civil. Cuando retomaron el control, los socialdemócratas otorgaron al orden la máxima prioridad. El movimiento revolucionario que llevó al SPD al poder ahora lo amenazaba. Los socialistas independientes y un partido comunista incipiente reclamaban reformas radicales y, en diciembre de 1918 y enero de 1919, organizaron levantamientos armados por las calles de Berlín. Temeroso de una revolución al estilo bolchevique, el gobierno socialdemócrata volvió la espalda a sus aliados de antaño y mandó bandas militantes de trabajadores y voluntarios a aplastar las rebeliones. Durante el conflicto, los combatientes del gobierno asesinaron a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, dos dirigentes comunistas alemanes que se convirtieron en mártires inmediatos. La violencia prosiguió hasta 1920 y creó una amargura duradera entre los grupos de izquierdas. Pero fue más importante aún que el revolucionario período posterior a la guerra diera origen a bandas de contrarrevolucionarios militantes. Nacionalistas ex combatientes y otros más jóvenes ingresaron en los llamados Freikorps («cuerpos libres»). Estos cuerpos aparecieron por todo el país y llegaron a captar varios centenares de miles de miembros. Los ex oficiales del ejército que dirigieron estas milicias dieron continuidad a su experiencia bélica luchando contra «bolcheviques», polacos y comunistas. Los Freikorps se regían por criterios políticos muy de derechas. Como antimarxistas, antisemitas y antiliberales, sentían escasos afectos por la nueva república alemana o su democracia parlamentaria. Muchos de los primeros líderes nazis habían luchado durante la Primera Guerra Mundial y participado en unidades de Freikorps. El nuevo gobierno alemán, conocido como la República de Weimar en honor a la ciudad donde se había redactado su constitución, consistió en una coalición de socialistas, centristas católicos y demócratas liberales, un arreglo necesario, puesto que ningún partido obtuvo por sí solo una mayoría de votos durante las elecciones de enero de 1919. La constitución de Weimar se basó en los valores del liberalismo parlamentario y forjó un marco abierto y pluralista para la democracia alemana. A través de una serie de acuerdos, la constitución estableció el sufragio universal (tanto para mujeres como para hombres) y una declaración de derechos que no sólo garantizó libertades civiles, sino también una serie de derechos sociales. Sobre el papel, al menos, el movimiento revolucionario había triunfado. Pero el gobierno de Weimar duró poco más de una década. En 1930 entró en crisis, y en 1933 se desmoronó. ¿Qué ocurrió? El fracaso de la democracia alemana no era previsible. Sobrevino como consecuencia de una confluencia de crisis sociales, políticas y económicas que por separado eran manejables, pero juntas resultaron desastrosas. Muchos de los problemas de Weimar nacieron con la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, no sólo devastadora sino también humillante. La pérdida ignominiosa ante los aliados conmocionó a muchos alemanes, quienes no tardaron en oír rumores de que el ejército no había sido derrotado en la batalla, sino que había sido «apuñalado por la espalda» por los dirigentes socialistas y judíos que ocupaban el gobierno alemán. Los mandos del ejército alimentaron esta versión antes incluso de que finalizara la guerra y, aunque no era cierta, ayudó a sanar el orgullo herido de los patriotas alemanes. En la década siguiente, los buscadores de un chivo expiatorio acusaron también a la aparente laxitud del régimen republicano, tipificada en lo que ellos consideraban la moderna decadencia de Berlín en los años veinte. Según muchos críticos, lo que hacía falta era un liderazgo autoritario para guiar la nación y recobrar el respeto ante el mundo. El Tratado de Versalles aumentó la sensación alemana de deshonra. Alemania se vio obligada a entregar la décima parte de su territorio, a aceptar toda la responsabilidad de la guerra y a reducir el tamaño de su ejército a la exigua cifra de cien mil hombres, un castigo que irritó a los mandos militares, con gran peso político. Pero lo más importante es que el tratado gravó Alemania con unas reparaciones abrumadoras. La gestión de los 33 mil millones de dólares adeudados creó problemas al gobierno y sólo provocó el enfado del público. Algunos detractores del tratado de indemnizaciones exigieron una política obstruccionista de suspensión de pagos con el argumento de que la ingente suma condenaría la economía alemana durante todo el futuro previsible. De hecho, según una estimación, la deuda no se habría saldado hasta 1987. En 1924 Alemania aceptó un calendario nuevo de compensaciones trazado por un comité internacional dirigido por el financiero estadounidense Charles G. Dawes. El canciller alemán Gustav Stresemann había encauzado el país hacia una política exterior de cooperación y reconciliación que duró toda la década de 1920. Muchos alemanes, en cambio, siguieron resintiéndose de las indemnizaciones, los acuerdos de Versalles y el gobierno que siguió acatando el tratado. Las grandes crisis económicas también desempeñaron un papel central en el derrumbamiento de Weimar. El primer período de emergencia llegó a comienzos de los años veinte. El gobierno, tambaleante aún por la inflación durante el período bélico, recibió fuertes presiones para conseguir ingresos. La financiación de los programas de desmovilización después de la guerra, la asistencia social y las indemnizaciones obligaron al gobierno a seguir acuñando moneda. La inflación se volvió casi imparable. En 1923, tal como escribe un historiador, la situación económica había «adquirido unos tintes casi surrealistas». El kilo de patatas rondaba nueve marcos en enero, y 80 millones de marcos en octubre. El precio de la ternera se acercó a 4 billones de marcos el kilo. El gobierno adoptó al fin medidas drásticas para estabilizar la moneda en 1924, pero millones de alemanes ya se habían arruinado. A quienes dependían de ingresos fijos, como pensionistas y accionistas, se les esfumaron los ahorros y los títulos. La crisis económica asestó un duro golpe a los empleados de clase media, agricultores y obreros, y muchos de ellos abandonaron los partidos políticos tradicionales como protesta. A su entender, los partidos que afirmaban representar a las clases medias habían creado los problemas y se habían revelado incapaces de arreglarlos. A primeros de 1925, en cambio, la economía y el gobierno de Alemania parecieron recuperarse. A través de préstamos monetarios, el país logró pagar sus indemnizaciones rebajadas y ganar dinero mediante exportaciones baratas. En las ciudades grandes, los gobiernos socialistas municipales patrocinaron proyectos de construcción que incluyeron escuelas, hospitales y viviendas obreras de bajo coste. Pero aquella estabilidad económica y política era engañosa. La economía siguió dependiendo de grandes inyecciones de capital procedente de Estados Unidos fijadas por el plan Dawes como parte del esfuerzo para saldar las compensaciones. Aquella dependencia tornó la economía alemana especialmente vulnerable a la evolución económica estadounidense. Cuando la bolsa del país americano cayó en 1929, y comenzó la Gran Depresión, el flujo de capital hacia Alemania quedó prácticamente paralizado. La Gran Depresión empujó el sistema político de Weimar al borde del desplome. En 1929 había dos millones de desempleados; en 1932, seis millones. En esos tres años, la producción descendió un 44 por ciento. Los artesanos y pequeños comerciantes perdieron nivel económico e ingresos. A los agricultores les fue aún peor, ya que nunca llegaron a recuperarse de la crisis de principios de los años veinte. El campesinado organizó manifestaciones multitudinarias contra la política agraria del gobierno incluso antes de la depresión. Para los oficinistas y funcionarios, la depresión significó sueldos más bajos, unas condiciones laborales pésimas y la amenaza constante del desempleo. El propio gobierno derivó hacia una crisis y encontró oposición desde todos los frentes. Agobiado por unos ingresos tributarios que cayeron en picado y un aumento vertiginoso de alemanes necesitados de subvenciones, recortó repetidas veces las ayudas sociales, lo que desmoralizó aún más al electorado. Por último, la crisis brindó una oportunidad a los detractores de la República de Weimar. Muchos industriales eminentes apoyaron la vuelta a un gobierno autoritario y se aliaron con terratenientes igualmente conservadores, unidos por el deseo de políticas económicas protectoras para estimular la venta de artículos y alimentos nacionales. Estas fuerzas conservadoras ejercían un poder considerable en Alemania que quedaba fuera del control del gobierno. Lo mismo sucedía con el ejército y los funcionarios del estado, sectores formados por contrarios a la república, hombres que rechazaban los principios de la democracia parlamentaria y la cooperación internacional que Weimar representaba. (Coffin)

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