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Pedro Blanco, el negrero



Lino Novás Calvo: Pedro Blanco, el negrero:
Pedro vió brotar entonces de las escotillas un mar negro y cansado. Los negros iban saliendo con esfuerzo, la boca abierta, la lengua negra, las bembas blancas, jadeantes. La cubierta se cubrió de ellos. Muchos no podían tenerse en pie y los marineros los arrastraban a un montón de obra muerta. Cuando los vivos hubieron estado fuera, los guardianes dieron en sacar los muertos que quedaban en el fondo. Una jauría de tiburones había seguido al barco, ahora parado, el alma caída, y sacaban las cabezotas de batea fuera del agua. Al echar un muerto le pescaban a flor de agua. El capitán paseaba por el puente con los ojos desorbitados. -¡A bañarlos! -gritó García. Los marineros dieron en arrojar baldes de agua salada sobre el rebaño desnudo. A sentir el chorro, los negros abrían la boca como pájaros sofocados, sedientos, y la cerraban luego tosiendo, vomitando agua, ronquidos y sangre. Algunos se retorcían en el suelo y gritaban "¡Agua!" en portugués, inglés y francés (según de la factoría que procedían). Querían decir agua dulce. El tonelero del Veloz, envuelto en las atenciones que Cha-Cha les había hecho, se había olvidado de reponerla en Ajuda y la que llevaban se habla corrompido. Cuando esto ocurre, los marineros se convierten en sombras vagarosas, desorientadas por el barco, como soldados de un ejército desbaratado. Las órdenes del capitán son nulas, y el mismo capitán no sabe qué ordenar. Pedro se movió atontado como los demás, mirando a aquella masa agonizante de hombres, niños y mujeres mezclados. Entonces vino a hacer otro descubrimiento. Todavía los guardianes no habían acabado de sacar los muertos. Uno de ellos apareció por la escotilla arrastrando una mujer con un último lampo de vida en los ojos; creyéndola muerta, el guardián le había clavado el gancho en el costado y la arrastraba con él. La sangre que manaba estaba aún caliente, y sus ojos miraron a Pedro antes de cuajarse. Pedro la vió caer al agua, con todo lo que iba en su cuerpo, y flotar un momento boca abajo y hundirse luego a solicitud de una tenaza que tiraba hacia abajo. La oftalmía estaba a bordo. Las islas de Cabo Verde eran la tierra más próxima; pero los cruceros andaban ya por allí y el capitán no quería caer en sus garras. -¡Más vale morir abrasados! -gritó García-. ¡Para atrás, no! Todo aquello era delirio. No había aire que los llevara hacia atrás ni hacia adelante. Los negros, que no se habían amotinado al principio porque venían de tribus distintas, estaban demasiado débiles para hacerlo. No se oía sino sus lamentos, el chasquido de los látigos y los gritos del capitán. El tonelero había preparado un bebedizo extraño para engañar la sed, compuesto de agua salada, agua dulce corrompida, ron y sangre extraída a algún negro sano. Los marineros se chupaban los brazos llamando la saliva. Todas las horas moría algún blanco y algún negro. El capitán seguía bramando. De noche levantaba un poco la brisa, pero con el sol todo quedaba desmayado. García mandaba rascar los mástiles para llamar el aire; un marinero tiró un zapato y una chaqueta al agua para despertarla; el contramaestre mandó un marinero al mastelero de gavia con una escoba a barrer el cielo. El capitán prohibía escupir al mar, pues ello enojaría a la brisa que se escondía en las aguas, pero ningún marinero tenía ya saliva que escupir. Cuando soplaba un poco, el Veloz navegaba al noroeste, alejándose de tierra. Los guardianes sacaron el tambor para despertar el alma de la negrada. El látigo era el complemento. Los negros comenzaron a danzar pesadamente. El veterinario no se cuidaba ya de darles brebajes. Había que estirar las raciones, y los más enfermos iban al agua antes de morir. La escasez de víveres y la inseguridad del viaje obligó al cocinero a... sacrificar algún sano para obtener carne para el resto. La historia de la trata está llena de estos casos. Los cautivos miraban a la luna.

Pedro se encontró a Popo arrumbado sobre un montón de jarcia. -Me muero -dijo Popo-, me muero. Pero antes quiero decirte lo que vi ayer. Nunca creí que pudieran existir esas cosas. Ahora lo creo. Yo mismo lo vi. Era de noche. Era un negrero tripulado por mujeres blancas desnudas, rubias como soles, con cabelleras tendidas hasta la cintura, moviéndose por cubierta, agarradas a los cabos, desplegadas por el aparejo como peras en un peral y tan espesas. Y verlas luego a pleno sol de Dios, cantando una alborada, y debajo los negros, danzando y martillando en su maldito tambor, carbones del infierno. Y luego levantarse la brisa y el barco navegando tranquilo y las mujeres danzando por las velas como si fueran mariposas y salirles alas de seda a ellas mismas. ¡Palabra! Estos ojos no mienten. Estos ojos las vieron alejarse en su barco de plata, por que era de plata, con un viento que le salió al mar para ellas solas, y nosotros aquí, como ves, muriendo. Pues así fué. Bueno, hermano, creo que mi viaje ha terminado -dijo Popo. Al irse Popo vino la brisa y el Veloz siguió su marcha, pero los negros iban a menos y las raciones también. Varios marineros habían ido con ellos al agua, y los que quedaban se mostraban la lengua negra. El capitán se había vuelto loco y seguía dando órdenes extrañas. Durante varias horas hizo describir al barco una serie de rumbos en zigzag, y cuando al fin asomó una vela a babor se negó a pedir auxilio. El segundo reunió a los oficiales, encerraron al capitán en su cámara y asumió el mando. La vela era un negrero de Charleston que les facilitó agua y galleta, cobrando en esclavos. Pedro miró a aquel hermoso barco yanqui armado como un crucero y el alma se le alegró. Era uno de esos corsarios de la guerra de 1812 que luego se dedicaron a la trata, manteniendo en jaque a los cruceros ingleses. El capitán era un hombre flaco y alto, como García, con barba rubia de pirata y melena hasta los hombros sujeta al cráneo por un pañuelo rojo. Tras él asomaron dos negreros más, todos iguales. Iban en flotilla, unidos para la defensa, dispuestos a todo, y eran muy veleros, Pedro los vió alejarse luego, formados en ángulo, proa al sureste. García seguía gritando órdenes en su encierro.

El viaje del Veloz fué uno de los más trágicos de la trata. Mermada la carga y la tripulación, vencida al fin la sed, la calma y la oftalmía, sólo le faltaba vencer los ciclones errabundos de las Antillas. Pero éstos vencieron al Veloz. Navegando al norte de Santo Domingo, el mar comenzó a cabrillear, y algunas rachas negras procedentes de aquella isla pasaron silbando en los estayes. Esto dió a Pedro una ocasión de recordar sus estudios de náutica, y llamó la atención del segundo, ahora capitán. Este era inexperto en el mando, y el piloto desconocía el derrotero. La decisión con que Pedro advirtió el peligro dominó la indecisión de los oficiales, y en seguida metieron vela a escape, cerrando la capa, arriando las gavias y preparando la trinquetilla. El Veloz abatió hacia el norte, pasó rozando el oeste del cayo Ambergris y fué a recalar a la Gran Caicos. Ninguno de los que tripulaban el barco conocía estas islas, a no ser Noodt. El holandés había llegada una vez a la Isla Barbada en un pesquero de Terranova y- sabía por referencias lo que pasaba en todas aquellas islas. Pedro y Noodt hablaron del peligro; pero, visto que no tenía remedio, no quisieron asustar a los demás. El barco llevaba los palos rendidos, hacía agua por alguna costura y algunas velas habían echado a volar. Las últimas tres millas las habían corrido a palo seco y, finalmente, lograron echar el ancla sin más tropiezo junto a un cayo coralino al sur de la isla. -Las Caicos -dijo Noodt a Pedro- eran nidos de piratas. Estaban pobladas por colonos emigrados de las Bermudas y leales de Georgia que habían ido allí con sus esclavos, mezclándose con ellas y creando una población de mulatos libres. Estos mulatos pescaban esponjas, evaporaban el agua del mar para hacer sal y cazaban a los negreros que pasaban a Jamaica y Cuba. Todo negro que tocara aquella tierra se convertía automáticamente en esclavo. (Lino Novás Calvo.Pedro Blanco, el negrero)


Hugh Crow sobre el maltrato a bordo (s.XVIII):
En 1792 había muchas leyes que regularizaban el comercio de esclavos, y que todos los que conocían el negocio aprobaban con entusiasmo. Una de ellas estipulaba que solo se llevaran cinco negros por cada tres toneladas de carga; y, como el señor Wilberforce era uno de los promotores de estas normas tan acertadas, aprovecho la ocasión para felicitarle por primera y última vez. Su propuesta, sin embargo, para que los capitanes de África —que se juegan la vida para que nuestras colonias funcionen, y él y otros puedan quedarse tranquilamente en casa— llevaran un distintivo me pareció tan impertinente como descortés; y su regulación para que se den 100 libras a los capitanes y 50 libras a los médicos que desembarquen su carga sin haber perdido un número determinado de esclavos negros es totalmente ridícula. Nadie se acordaba de los esclavos blancos, los pobres marineros; ellos podían morir sin que nadie lo lamentara. Pero ¿a quién en su sano juicio se le ocurriría pensar que, después de pagar quizá 25 libras por un negro, sus propietarios no iban a preocuparse de él, y proporcionarle todo lo necesario para que su salud no se deteriorara? Mucho nos hemos reído otros capitanes y yo del señor Wilberforce y su partido al recibir nuestra gratificación de 100 libras. Y en relación con lo que se ha insinuado en este país sobre los capitanes de África, a saber, que algunas veces arrojan a los esclavos por la borda, no merece siquiera tenerse en cuenta, pues no solo va en contra de su propio interés sino del resto de la humanidad. En el comercio de esclavos, como en cualquier otro, había tantos individuos malos como buenos, y es de justicia diferenciarlos, y no condenar a todos por los delitos de unos pocos. (Recuerdos del capitán Hugh Crow de Liverpool. Su primer viaje negrero (1790) llevó la ruta Rotterdam, Annobón, Dominica, Liverpool)

Métodos de Zaldumbide a bordo de El Dragón:
Con esta tropa salíamos de Amsterdam en mayo, pasábamos en junio a la altura de las Canarias y cruzábamos por delante de las islas de Cabo Verde. Aquí nos deteníamos para la aguada y nos acercábamos a las costas de África. Solíamos ver en el viaje barcos que iban a la India, fragatas y bergantines; pero en aquella época la cordialidad marítima no era muy grande. Se temía el encuentro de barcos piratas, y los negreros, que eran muchos en aquellas costas, huían de todo buque, temiendo encontrar en cada uno un crucero inglés. Llegábamos a la costa de Angola; allí había agentes de todas las nacionalidades, sobre todo americanos y portugueses. Éstos se metían entre los reyezuelos y jefes de tribu y hacían negocio. A cambio de los negros daban fusiles, pólvora, instrumentos de hierro y brazaletes de latón y de cristal. Embarcábamos doscientos o doscientos cincuenta negros entre hombres, mujeres y chicos, y aprovechando los alisios del sudeste, íbamos casi siempre al Brasil. Allí vendíamos el saldo entero. Luego, el comerciante negociaba al por menor. Los hombres valían de mil pesetas hasta cinco mil; los niños, veinticinco duros antes de bautizar y cincuenta después; las mujeres se vendían a precios convencionales. Zaldumbide no regateaba fusiles ni pólvora para adquirir un buen género. A él no le daban un anciano venerable por un hombre joven, aunque estuviese teñido, ni un hombre con una hernia por un individuo bien organizado. Él, con el doctor Cornelius, miraba los dientes de los negros, estudiaba los músculos y las articulaciones; veía si tenían hinchado el vientre. -Cuando yo doy un negro, un buen negro por mil duros, es que es una cosa excelente -decía Zaldumbide, y añadía-: Ante todo la seriedad comercial. El género femenino de color no le gustaba al capitán, quizá, por razones de moralidad. Zaldumbide no era partidario de maltratar ni de pegar siquiera a los negros, no por nada, sino por no estropearlos. Los demás capitanes negreros trataban a fuetazos a sus negros. Estos fuetazos no eran más que el ligero prólogo de los que les darían después los bandidos de América. Hay que reconocer, en honor de la bella Francia, que los negreros franceses debieron dejar atrás a los demás en el arte de desollar negros, porque incrustaron en el lenguaje de las colonias el nombre del látigo francés, lo impusieron, y a todas partes donde había negros llevaron triunfante el fouet. Bien es verdad que, a cambio de esa pequeña molestia de arrancar a los negros algunas piltrafas insignificantes, de carne, se les bautizaba, y eso salían ganando. Zaldumbide era el san Francisco de Asís de los negros. No los tenía a todos en la misma cámara, sino en cuatro grandes cuadras, hechas con mamparos; les ponía camas de paja y les sacaba sobre cubierta para airearlos y lavarlos. -Es una mercancía delicada -solía decir. No era el capitán de los que consideraban que para cumplir como un buen negrero hay que maltratar al ganado humano. Prefería matar a un marinero que a un negro. Varias veces le reprocharon esto, y él contestaba: -¡Qué imbéciles! ¿Cómo quiere compararse un marinero con un negro? Un marinero no vale nada; lo reemplazo con otro en cualquier parte. Un negro puede valerme mil duros. (Pío Baroja, Las inquietudes de Shanti Andía, Cap.IV)


Ralph Bullion, Juicio Universal:
Te enriqueciste con el más infame comercio que hubo en la tierra: comprabas y vendías hombres. Transportabas de un continente a otro dolorosas cargas de carne negra, de trabajo y de látigo. Eran hombres, eran inocentes y, sin embargo, los encadenabas como asesinos, los tratabas peor que a ganado de matadero ¿No pensaste nunca que también aquellas criaturas pertenecían a Dios y que un día habría podido pedirte cuenta de ellas?.
Bullion: Sabrás que fui, sí, negrero, pero por obediencia y no por vocación. Mi padre se dedicaba a la trata antes que yo naciese, y apenas fui jovencillo, hacia los dieciséis años, quiso que le acompañase, para tener una ayuda de confianza en sus arriesgados viajes. No todo era fácil en nuestro tráfico. No siempre se conseguía reunir número bastante de jóvenes que mereciesen la pena hacer el viaje, y no todo, a veces apenas la mitad, llegaban en buen estado a los puertos de desembarco y a las ciudades de mercado. La mercancía viva era más costosa y peligrosa que todas las demás. Estaban luego las tempestades, que aumentaban las molestias y los gastos de la travesía; los escrúpulos y las cavilaciones de las autoridades que era preciso calmar con el sonido de esterlinas; los desquites de la chusma; las epidemias de la carga; la obsesión de los corsarios; la reprobación de los puritanos. Era un trabajo que no me agradaba y cuando mi padre murió me retiré de los negocios para vivir tranquilo en Londres, donde podría leer las gacetas, escuchar música, tener mujeres y amigos, vivr, en suma, honrado y en paz, sin estorbos ni temores. Se hablaba mucho, entonces, de la abolición de la esclavitud y conocí en una taberna de moda ciertos moscones de periódico que entre sí se llamaban filósofos y que se desgañitaban para demostrarme el horror de mi antigua profesión. Conocía un poco el mundo, conocía un poco la historia y respondía a aquellos charlatanes de café con los argumentos que mejor sabía. Y ni siquiera hoy me parecen todos dignos de refutarse si por argumentos se entienden razones de hombre y no impulsos y desahogos sentimentales de mujerzuelas. Decía, por ejemplo, que la esclavitud había permitido el esplendor de las más gloriosas civilizaciones antiguas. Para que surja y florezca una gran civilización, es preciso que los pocos mejores estén libres de los cuidados y los trabajos materiales, libres para pensar solo en las cosas del espíritu. Platón no hubiera podido alzarse a los pensamientos más elevados y más bellos si los esclavos no hubiesen sudado antes para proveer de pan de trigo y de vino de uva su convite. (G.Papini)


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