Jerusalén la ciudad dorada:
[Nehemías reconstruye las murallas]
El rey Artajerjes de Persia tenía como copero y consejero jefe a un hebreo de la cautividad, llamado Nehemias. Sucedió un día que ciertos viajeros pasaban por la ciudad de Susa, y Nehemías les preguntó «¿Cómo está mi pueblo en Jerusalén?» Los viajeros respondieron «La gente que ha vuelto a Jerusalén está en una situación desgraciada. Son pobres de cuerpo y de espíritu. Es verdad que han edificado un hermoso Templo sobre, el monte Moriah, pero el muro de la ciudad está aún en ruinas, como Nabucodonosor lo dejó hace ciento cuarenta años.
Jerusalén era un lugar sagrado para Nehemías. Por eso cuando oyó esto, se sentó en el suelo y se puso a llorar. Y el rey se dio cuenta de la tristeza que embargaba a su copero. Así, pues, cuando Nehemías estaba escanciando vino para su rey, éste le dijo: «¿Por qué estás tan triste? Seguramente alguna pena pesa sobre tu corazón.»
A lo que replicó Nehemías, «Oh rey, ¿cómo no voy a estar triste cuando Jerusalén, la ciudad en que fueron enterrados mis antepasados, yace en ruinas? Hasta las grandes puertas de la ciudad han sido destruidas por el fuego cuando Nabucodonosor conquistó mi pueblo. »
Nehemías hizo una pausa, y después añadió: «¡Oh, cómo me: gustaría volver a Jerusalén y reedificar la muralla de la ciudad!»
El rey, que amaba a Nehemías, se conmovió con estas palabras Y dijo a Nehemías que volviera a Jerusalén para cumplir sus deseos. Y después de darle unas cartas oficiales de recomendación le bendijo.
Unos días después Nehemías, con unos cuan tos amigos se puso en camino, en un recorrido de casi dos mil kilómetros, hacia Jerusalén. Y cuando al fin llegó Nehemías a la ciudad santa, se puso a trabajar sin demora. Estaba tan impaciente que recorrió a caballo las murallas por la noche, y, a la luz de la luna, supervisó las obras que estaban hechas antes.
Al día siguiente sé presentó a los sacerdotes y dirigentes de la ciudad y les comunicó su plan, mostrándoles las cartas oficiales de Artajerjes, el rey de Persia. Y añadió: «¡Vamos , edifiquemos las murallas de Jerusalén!»
A lo que respondieron ellos: «Levantémonos y edifiquémoslas!»
Así, pues, se convocó al pueblo de Jerusalén, y se le presentó el plan. Y todos estaban de acuerdo. Cada familia aceptó hacer su parte. El sumo sacerdote dijo que quería reconstruir una de las puertas de la ciudad. Otros aceptaron trabajar en las torres. Algunos ricos emprendieron la reconstrucción de las grandes brechas, mientras los pobres reconstruían las pequeñas brechas. Los mercaderes de la ciudad edificaron una sección, mientras que los joyeros y los vendedores de medicinas reconstruyeron otras partes. Todos los hombres de la ciudad, y muchas mujeres, muchachos y muchachas contribuyeron a la gran obra.
Pero cuando las tribus enemigas del desierto, incluidos los árabes, se enteraron de que se reconstruían las murallas de Jerusalén, se enojaron. Y se juntaron para atacar la ciudad antes de que fueran terminadas. Pero Nehemías, al oír esto, armó a su gente. Y así trabajaban con espadas al cinto, y muchos llevaban una lanza en una mano, mientras con la otra extendían el mortero. Y para estar preparados para un ataque durante la noche, dormían con sus vestidos y las armas al lado. En estas terribles condiciones continuaron día tras día. Y después de cincuenta y dos días, la gran muralla de Jerusalén quedó terminada.
Luego, Nehemías convocó a los hijos de Israel tanto a los que habían residido en Jerusalén como a los que estaban en la región circundante. Y ajando estaban reunidos en el espacio abierto delante del Templo, presentó a uno de los profetas, un hombre de edad llamado Esdras.
Esdras apareció con algunos grandes rollos en los que estaban escritos muchos de los libros sagrados de los judíos. Y de pie en un púlpito que había sido levantado especialmente para esta ocasión, Esdras leyó una plegaria al Señor, y después comenzó a leer las leyes de Moisés. Habló con voz clara, y los sacerdotes del Templo, que estaban cerca de él, explicaban el sentido de las leyes. Y el pueblo se conmovió de tal manera, que empezó a llorar, echándose al suelo ante el Señor su Dios, y gritando: «¡Amén, amén!»
Después entonaron cánticos y subieron a la cima de la nueva muralla de Jerusalén forma dos en dos procesiones. Una caminaba en una dirección, y la otra iba en dirección contraria. Y mientras caminaban en torno a Jerusalén, entonaban sus alabanzas al Señor Dios. Cantaban con alegría. Allí estaba el nuevo Templo sobre el monte Moriah, y la gran muralla, caída en ruinas durante tantos años, se convertía de nuevo en anillo de defensa, protegiendo a la ciudad contra sus enemigos.
Jerusalén, la hermosa Jerusalén, la Ciudad de David, se levantaba de nuevo sobre sus alturas, rodeada de las verdes colinas de Judea y bañada con el sol dorado del cielo. (Manuel Komroff, 1970)
El destierro en Babilonia:
Entre 597 y 582 a.C., el rey Nabucodonosor de Babilonia redujo a escombros el rebelde reino de Judá, destruyó el Templo de Salomón y envió al destierro a miles de judíos de todas las clases sociales. Los judíos perdieron su independencia durante más de cuatro siglos, y su territorio se convirtió en botín de varios imperios sucesivos. Cuando Ciro II de Persia conquistó Babilonia en 539 a.C., 47 años después de la destrucción de Jerusalén, permitió a los judíos sobrevivientes emprender la repatriación. Muchos lo hicieron, pero otros permanecieron en Babilonia y formaron una próspera comunidad. La dura experiencia del exilio ayudó a los judíos a fortalecer su identidad ante el paganismo prevaleciente; además, se inició la canonización y difusión de las Escrituras hebreas y se fundaron muchas sinagogas.
Legado arquitectónico de Herodes el Grande (m. 4 a.C.):
Empleó muchos recursos para hacer de su reino uno de los más bellos del mundo antiguo. Las ciudades que Jesús y sus discípulos recorrieron estaban llenas de edificios públicos; en el interior había espléndidos palacios y villas para el rey, y por iniciativa de Herodes se remodelaron y construyeron muchos templos, entre ellos el de Jerusalén.
Renovó gran parte de la Ciudad Santa, y en ella erigió la más importante de sus construcciones: el templo que Jesús visitaría a los 12 años de edad y hacia el final de su vida. El primer Templo, edificado por Salomón, fue destruido por los babilonios en 586 a.C., y el segundo, una modesta estructura erigida en 520 a.C. por iniciativa de Zorobabel, se había deteriorado hasta quedar casi en ruinas. La ambiciosa renovación emprendida por el rey dio origen a un recinto muy modificado que en los días de Jesús se llegó a conocer como el Templo de Herodes.
Se siguieron las direcciones bíblicas en el plan de reconstrucción, la estructura del edificio tenía dimensiones relativamente pequeñas. Pero el monte del Templo -la plataforma de piedra sobre la que fueron erigidos el recinto y sus anexos- era monumental y convirtió el complejo en una verdadera maravilla arquitectónica.
Entre sus decisiones contradictorias está su acatamiento de las estrictas restricciones farisaicas al reconstruir el Templo, y a la vez permitir que en la entrada del recinto fuera colocada un águila romana, lo que le valió fuertes críticas y abundaba en la sospecha de que promovía el judaísmo por mera conveniencia mientras se inclinaba por la cultura griega como la mayoría de los aristócratas judíos.
Todavía perdura una parte del conjunto original, el llamado Muro de las Lamentaciones, donde los judíos devotos se reúnen a guardar duelo por la destrucción del Templo en 70 d.C. por los romanos.
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