CINE
Henry Mancini



Adiós a Mancini (1924-1994). Por José María Latorre:
Trabajaba en el cine desde 1952. Sin embargo, pocos repararon en él hasta el estreno de Desayuno con diamantes (1961), versión brillante, pero no por ello menos suave y relajada, de la ácida novela de Truman Capote a cargo de Blake Edwards. Se trata, claro está, de Henry Mancini (nacido Enrico Nicola; Cleveland, Ohio, 16 de abril de 1924, y fallecido esta semana en Hollywood). Hasta entonces, Mancini había trabajado como compositor y arreglista a la sombra de los veteranos músicos contratados por los grandes Estudios (suyas son, por ejemplo, las músicas para filmes tan dispares como El gran impostor, Sed de mal y Soltero en el paraíso, este último a mayor gloria de Bob Hope y con el ahora vindicado, pero modestísimo, Jack Arnold a cargo de la dirección, así como los arreglos para los biopics Música y lágrimas y The Benny Goodman Story). El alza de su cotización comenzó precisamente cuando la estrella de aquellos compositores del Hollywood clásico empezó a declinar por motivos ajenos a ellos mismos. Pero a Mancini le sucedió algo que le marcó para el resto de su carrera: su asentamiento tuvo lugar en el ámbito de la comedia y gracias, precisamente, a una canción, Moon River, cuya inmensa popularidad le incitó a seguir casi siempre dentro de esa misma línea buscando repetir el éxito. Esto, unido al hecho de que en el cine americano estaba teniendo lugar un cambio estructural que era más bien una radical transformación de la oferta de contenidos y de envoltorios, hizo que Mancini el músico asociado a aquellos días de cambio: fue el sustituto de los viejos sinfonistas puesto al servicio de cierta idea de una modernidad de celofán. El músico tuvo que arrinconar otro camino expresivo para el que estaba dotado pero que no era tan comercial para la industria: quien haya visto (y escuchado) Sed de mal sabrá a lo que me refiero. Sólo Howard Hawks, que en su Hatari! sustituyó a Dimitri Tiomkin por Mancini, y Blake Edwards, con Chantaje contra una mujer y Días de vino y rosas, consiguieron en los primeros años sesenta que el músico trabajara un sonido sincopado, más ácido, menos comercial, y aún así la memoria popular no retuvo de esas músicas los fondos sino el más vulgar de los temas escuchados en ellas: el del baño del pequeño elefante en Hatari!

Hatari Mancini fue un compositor de canciones antes que un compositor de fondos musicales. Yo siempre lo he asociado con la clásica figura del pianista de club nocturno: la sonrisa a punto en la boca, esmoquin blanco con una flor en el ojal, teclado volatinero, una copa de champagne esperándole al concluir su actuación, hecha de melodías para hacer soñar. También con la imagen del pianista al que rodean las chicas en una fiesta. Tanto su propia figura como su música, un punto intrascendente, siempre de aire risueño, hacían pensar en locales de lujo neoyorquinos con abundancia de cortinajes y pedrería, en confidencias nocturnas en la barra del bar ante el vaso de whisky, en conversaciones etílicas con camareros cómplices habituados a la confidencia del cliente. Y en escenas a dos entre la «chica» y el «galán» (desnudos morales las llamaban), para las que Mancini reservaba unas tonadas sentimentales y pegadizas que contrastaban con los aires de comedia (enloquecida o sofisticada) musicada con ritmos de moda: así fue en La pantera rosa y sus numerosas continuaciones, en La carrera del siglo, en Charada, en Arabesco en El guateque, en Dos en la carretera, en Darling Lili. Mancini ofrecía la tradicional música de pareja para recordar en el sofá de la vejez algo próximo a la memoria sentimental. A la larga, esas conversaciones llenaron su música de tics: cuando Mancini intentaba salirse de ello, los resultados eran más chirriantes que graves: cuando Mancini intentaba ponerse trascendente, el ridículo despuntaba entre el papel pautado: Hawai y, sobre todo, Los girasoles fueron buena prueba de ello. En los años setenta, la estrella de Henry Mancini empezó a declinar tanto como declinaban las estrellas de sus directores-mentores o sus directores-fetiche (Blake Edwards, Stanley Donen, Richard Quine). El músico no cesó de trabajar, sobre todo orquestando músicas ajenas que admiraba, pero jamás llegó a recuperar aquella imagen que tuvo en los años sesenta. Se puede decir que, de alguna manera, fue el músico de cierta época del cine americano que empezaba en Nueva York y acababa en París después de haber pasado por St. Moritz, siempre con la sonrisa en los labios.


Nino Rota (Milán 1911-Roma 1979):
Procedente de una familia de músicos, comienza a estudiar piano con su madre, a los ocho años ya compone sus primeras piezas, y con 11 entra en el Conservatorio de Milán en el que estudia armonía y contrapunto con los profesores Delachi, Orefice y Bas, escribiendo allí su primer oratorio L'infanzia di San Giovanni Battista (1923), al que seguiría su comedia musical Il principe Porcaro (1926). En 1929 se diploma en composición en la Academia de Santa Cecilia de Roma, con Alfredo Casella, y dos años después se traslada a Filadelfia donde sigue un curso de composición, dirección de orquesta e historia de la música con Rosario Scalero y Fritz Reiner. (J.M.Carmona). En 1933 se graduó en literatura por la Universidad de Milán y se dedicó a la enseñanza musical. Su encuentro con Fellini en 1951 inició una de las uniones más creativas de la historia del cine. Son muy conocidas sus melodías bellas y melancólicas fruto de sus primeras colaboraciones. En etapas posteriores de Fellini consigue ambientar magistralmente su mundo onírico y delirante. En 1972 alcanza gran notoriedad por la banda sonora de El Padrino que utilizaba como tema central una melodía que ya aparecía en su película de 1957 Fortunella. Por su trabajo en la segunda parte del El Padrino recibió un Oscar después de que una comisión decidiera que los 40 minutos de música original de la banda no vulneraba las normas de la Academia. Su intervención en producciones internacionales anteriores como Guerra y Paz (1956), El Gatopardo (1962) y Waterloo (1970), no habían conseguido hacerle muy conocido y tardó en ser reconocido como uno de los grandes de la música contemporánea.

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