El compositor Wolfgang Rihm y el cine:
Las imágenes forman. Hemos sido moldeados por imágenes. Algunos piensan que deformados por ellas. Pero eso depende de la representación de las formas. Antes de haber tenido a los profesores que yo llamo oficiales, estudié con los maestros Valentin, Stan Laurel y Oliver Hardy. Los tres reconocidos apocalípticos. El primer largometraje que realmente me iluminó y que aún perdura es éste: un señor mayor y envejecido, al que constantemente se le cae el sobrero, acompañado de una persona más joven, sin especificación de sexo, llena de flores una botella de aguardiente (¿quizás ponía spaghetti en un florero? Más tarde sabremos que en realidad eran macarrones con jamón) que se encuentra sobre un mantel colocado sobre las patas de una mesa.
Naturalmente, el mantel se hunde, ya que está colocado encima de las patas de una mesa puesta boca abajo. El paraguas del susodicho -¡ay este paraguas!- sirve, al igual que todo
lo demás, para provocar el traspiés, la caída y el derribo.
La escena se desarrolla en un local donde es obligatorio tomar vino, hecho este que yo descubriría mucho más tarde. Porque entraba en el cine, acompañado por mi abuela, justo
en el momento que introducían las flores (¿o macarrones?) en la botella (¿o florero?).
Al fondo de la imagen, en la pantalla, se ve un camarero tratando a regañadientes con los clientes. Todo se rompe de forma natural, el viejo derrengado balbucea algo en el suelo. Sigue un final rápido: es recogido por personas jóvenes, entre risas y lloros, amenazado de diarrea
y queriendo fumar sus cigarros. Un gran velón acompaña al grupo.
Estoy entusiasmado. Aún sigo estándolo mientras lo recuerdo. En el cine cambiaban rápidamente los protagonistas. A veces eran dos: un gordo y un flaco -entoces era incorrecto resaltar a uno con una imagen corporal y a otro por su capacidad intelectual- huyen gritando delante de un avión.
Sus sombreros aleteaban y finalmente terminaban yendo a parar a la legión extranjera. Pero ésta es otra historia.
También podíamos ver proyectados en esa pared a animales de Africa, a políticos de todo el mundo y al Pato Donald, al que ya conocía y que me gustaba mucho. Después de casi una hora, entraban en un local el viejo derrengado y un individuo, que se me ha quedado grabado en la memoria como si fuera el limbo.
Antes aparecía escrito en pantalla: El confirmado y los dos nombres, Karl Valentin y Liesl Karstadt (textual) así lo leí entonces: Karstadt. Uno lee lo que conoce. El lugar donde ocurría todo esto era el Regina de Karlsruhe, durante el día conocido como «Non-Stop», y prometiendo mucho: «60 minutos felices por 60 céntimos», y realmente era eso. Estaba sentado en la sala con ocho años y junto a mi abuela. Entonces fui echado a perder para siempre.
El camarero y los ofendidos clientes fueron, misteriosamente, mantenidos en jaque por el decrépito viejo.
Su pregunta sobre cómo entró el queso suizo en la botella dejó sin palabra al experto. Después aprendí más: que son siempre los hábiles y listos los que se envalentonan cuando
persiguen al viejo y es sólo por casualidad que, en ese instante, no se aparece ningún ciclista y tampoco ningún aviador.
La palabra se ha hecho imagen y ha vivido en la conciencia -donde aún vive-, inolvidable.
El dedo levantado, la inclinación de la cabeza, el golpe sobre la mesa con la palma de la mano abierta, el coger la solapa, la transformación de esa persona en una distinguida.
Eso aumenta el doloroso contrapunto de la figura de Fassbinder de la doble sexualidad. ¿Confirmación, amenaza, pregunta?
Y mientras él/ella salta en el cuerpo, se escucha una melodía inimitable: acentuar la a: la, como un preludio con pausa de aire, coma, como en Mahler.
Macarrones, genciana, y queso suizo... caída, cigarros, caos, diarrea, vómitos, las imágenes y la luz trémulas, el paraguas, el ritornelo, lo distinguido, de nuevo la caída, la prolongación (además la película daba un pequeño salto) como un perverso desprendimiento... ¿Por qué en clase me aburrían tanto los dramas de Brecht? ¡Porque me había echado a perder años antes el cine! Por culpa de Karl Valentin y Liesl Karstadt, que me dejaron ver el abismo en el que habían crecido sólo Laurel y Hardy.
Corte: Siete años después se añadió al trío de Gottfried Benn, algo antes que Alfred Hitchcock. Y desde entonces yo quedé definitivamente, en el buen sentido, para el estilo moderno.
De joven, ya anticuado, no lo percibía, ya que para un compositor vivo de la así llamada música seria uno es considerado un «revolucionario». Pero esto es también otra historia. Porque la verdad es que sí respondo a una imagen antigua: la de Karl Valentin en guerra con mesa, flores, floreros y paraguas. Sin parar.
Autor: Wolfgang Rihm (Karlsruhe, 1952). Uno de los compositores alemanes de más prestigio internacional y fructífero de su generación. Ha compuesto obras para todos los géneros musicales. Entre sus creaciones más destacadas de los últimos tiempos se encuentran La conquista de México y Séraphin, ambas para Antonin Artaud.
Ver, oir, sentir: ordenar el caos. Por Juan Antonio Bardem:
En junio de 1936 el cine Capitol de Madrid anunciaba sus proyecciones en la novísima pantalla «magnoscópica»; consistía en que en determinados momentos de la película -en general eran películas americanas de la Metro- las cortinas laterales y verticales de la pantalla se corrían -derecha e izquierda, arriba y abajo- y la imagen se proyectaba sobre una superficie más grande que la inicial, es decir más ancha y más alta (en lenguaje matemático diríamos que se conseguía
una imagen homotética de la primitiva).
En cualquier caso era un espectáculo insultante ver zarpar a la Bounty de Portsmouth rumbo a los mares del sur bajo el mando del capitán Blight (Charles Laughton) con Fletcher Christian (Clark Gable) de segundo. Ver, oír, sentir. El clandestino del IRA tiene que escapar por una ventana, precipitadamente, ahora que alguien (Victor McLaglen) le ha delatado. Abajo, los soldados ingleses le esperan y le ametrallan. Las manos resvalan por el alféizar y las uñas
rascan la cal de la pared, mientras el cuerpo ya muerto se resiste a caer. Ver, oír, sentir. Mi primo hermano Manolo, Manuel Soto, venía a casa tres veces por semana, por las
tardes, una horita, para repasarme las Matemáticas. Pero, a veces, en vez de darme clase, me llevaba al cine. Como hoy. Cine Callao: Sucedió una noche. Las buenas gentes del
autobús «Greyhound» cantaban a coro, The daring youngman in the flying trapeze, caían las murallas de Jericó y uno aprendía a comer «daughnots». O sea los donuts de hoy, cincuenta
años después. El imperio viste, hace comer, hace ver y hace oír su propia ropa, comida, películas y música, a sus obligados súbditos. Ver, oír, sentir.
Me es imposible precisar en qué momento exacto de mi vida tomé la decisión de probarme a mí mismo de que eso que yo veía, oía y sentía, también podía hacerlo yo. O por lo menos, trataría de intentarlo.
Recuerdo, en cambio, con gran precisión la desilusión que me produjo ver en proyección las «tomas» positivadas del primer día de rodaje del primer largometraje que yo realizaba
(aunque fuese al alimón con otro «loco» como yo mismo, L.G.B.).
Lo que yo veía en la pantalla era exactamente lo que yo había elegido que se viese a través de la cámara: exactamente eso y nada más. Es decir, nadie insuflaba un soplo mágico y misterioso que pudiera convertir lo que yo había hecho en algo sublime o tremendo. Nadie. Yo -como cualquier cineasta, como cualquier «filmmaker», hacedor de film- estaba solo, con la cuota de talento que me había tocado en suerte, frente a ese caos que es la «realidad» que está delante de la cámara, caos que yo tenía que ordenar según mi personal criterio para que los demás pudieran ver, oír y sentir lo que yo quisiera que viesen, oyeran y sintiesen. En ese momento me convencí de dos cosas: a) que hacer cine no es nada fácil;
b) que el oficio que yo había elegido es el oficio más semejante al oficio de Dios.
Y tal como Johnny Walker, nací hace muchos años y aún sigo.
(Juan Antonio Bardem)
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