Realidad. Ivan Klima:
Pertenezco a la generación a la que el cine encandilaba y que alcanzó a ver grandes obras de arte precisamente en la que quizás sea la más comercial de las artes.
No estoy en condiciones de calcular cuántas películas he visto en mi vida, pero seguro que han sido muchas más de mil. Una película no es como un libro, que, si uno le toma afición, puede sacarlo siempre que quiera de la librería (el vídeo es relativamente nuevo). Intentaré extraer de
la memoria unas cuantas películas que he visto -y no por casualidad- más de una vez. Pues bien, he visto tres veces Blow-Up de Antonioni, La Strada y Amarcord de Fellini, y también Los amores de una rubia, de Forman. Blow-Up es una magnífica parábola del mundo de nuestra era y del destino humano, presidida por la inolvidable imagen de un partido de tenis sin pelota. La Strada me cautivó -como a muchos otros-, por la genial interpretación de los actores Giulietta Massina y Anthony Quinn. Sin embargo, puede que la más cercana a mi corazón sea Amarcord. Digo corazón y, al decirlo, pienso en las dos cosas que son fundamentales en el arte: ver y sentir. Ahí se compenetran realidad y sueño, amor, muerte, sexo, política y vida cotidiana. Cuando el tío Leo se sube a la espléndida y espesa copa del árbol y grita: «¡Mujer!», ahí está todo: anhelo, desesperación, absurdo, realidad, comicidad
y tragedia, y, además, la atmósfera de un verano caluroso en el campo. Sí, así es la vida, sí, ésa es la multiplicidad en la unidad que esperamos del arte.
He mencionado también a Forman no porque sea paisano mío, sino porque en Los amores de una rubia se despide de lo que había comenzado en Si no tuviéramos esas músicas, a saber, su visión documentalista. Nunca he podido entender por qué, cuando se habla de cine, se habla sobre todo del cine argumental, pues los primeros pasos del cine fueron más bien avances de reportaje filmado o noticias de sucesos (esa conmovedora filmación del pobre y trágico soñador,
Icaro moderno, que espera descender con éxito de la torre Eiffel), y más avances de documento filmado. Recuerdo cómo, sobre todo después de la guerra, me tragaba todas las películas
documentales que se referían a los recientes combates, quizá porque esa guerra era decisiva en mi vida. Pero también en años posteriores y sobre todo hoy, sólo rara vez veo otra cosa que no sean películas documentales, tanto en televisión como en el cine. Las filmaciones de destinos reales de la gente o la naturaleza me conmueven más que los destinos o sucesos inventados. (El cine documental checo actual es espléndido; no puede compararse con el argumental, que intenta
en vano competir con Hollywood.)
Cine argumental:
En la actualidad, al menos así me lo parece, rara vez aparecen obras de arte que cautiven de verdad en el campo del cine argumental. Incluso las películas cargadas de Oscar me parecen demasiado ficticias, arregladas, premeditadas, calculadas. Por supuesto, la escena final de Alguien voló sobre el nido del cuco, de Forman, me conmueve casi hasta las lágrimas, pero al mismo tiempo soy consciente de que es una escena dirigida precisamente a mis sentimientos, y eso me fastidia un poco. Luego oigo en un documento filmado el relato de doña Vera G., a la que salvó un comerciante inglés, junto
con otros seiscientos niños judíos, al facilitarle la huida del Protectorado de Bohemia y Moravia a Inglaterra. Veo cómo al cabo de cincuenta años abraza al anciano al que debe la vida, y me conmueve hasta las lágrimas, y al mismo tiempo siento que esa vivencia es más profunda. El problema del cine es el mismo de todas las artes. ¿Es el arte la visión de una verdad relativa sobre la vida o, por el contrario, es una mentira escenificada acertadamente que sólo percibimos
como una verdad (relativa)? Soy consciente de que eso mismo vale doblemente para el cine documental, puesto que su autenticidad siempre sugiere que se trata de una filmación de la vida,
aunque no hay nada que se manipule tan fácilmente como precisamente un suceso de la vida. Eso me pasó sobre todo de niño, cuando los nazis rodaron una película en Terezina sobre nuestra
brillante y lujosa vida en el campo de concentración, y con ello lograron confundir por un instante al público de los países democráticos. «Documentos» semejantes produjeron los comunistas sobre sus campos de concentración, el entusiasmo de los campesinos colectivizados o el bienestar social.
La manipulación cinematográfica no tiene ni necesita violencia (la empleada por nazis y comunistas): basta una selección y un montaje hábiles. La veracidad, la autenticidad del
cine, sea argumental o documental, garantiza únicamente la personalidad de su autor, que, a fin de cuentas, como en todas las artes, no hace más que de intermediario de su visión, de su imagen del mundo. Algo más al margen del cine. Toda nuestra cultura es un encuentro permanente con
los muertos. Los muertos aumentan conforme envejece nuestra cultura, conforme crece el múmero de obras mayores y menores en todos los campos del espíritu humano. Con todo, esos
encuentros eran siempre encuentros más bien con la obra y el pensamiento que con el personaje, con sus movimientos, sonrisas y gestos. La literatura nos conservaba el espíritu,
el cine conserva más bien (y a menudo debería decirse sólo) los rostros, gestos y movimientos. Si veo una película de hace cincuenta años, de repente siento un escalofrío al pensar en todos los rostros, movimientos, besos y abrazos que aparecen; son rostros, movimientos, besos y abrazos
de gente que ya no existe. Hay algo de extraño en que podamos ver cómo viven y se mueren incluso los que han muerto. Quizá en ello haya algo característico de nuestra época, en la que predomina cada vez más la imagen en sombras sobre la vida real, donde no es decente mencionar la muerte, aunque se extienda cada vez más amenazadora sobre nuestra civilización.
Autor: Ivan Klima (Praga 1931)
La importancia de ser formal. Por Antonio Drove:
Paseando por el patio del manicomio de Cha Reng Tong, Tai Mao le dijo a su discípulo Ton Tong: «Continuaré hablándote de la comedia. Es un género donde la forma perfecta es totalmente imprescindible. En drama, el contenido, la idea dramática, se transmite aunque la forma no esté lograda. Así, una actriz llorando ante su hijo muerto, puede hacer una mala interpretación y tú puedes notarlo y aunque no te creas su llanto, entiendes el contenido, la idea que quieren contarte y piensas: "Me quieren contar que este personaje está llorando, pero esta actriz es mala o está mal dirigida". La forma es mala pero el contenido se puede entender. Ahora bien, qué pasa con la comedia. Un chiste mal contado no se entiende. Si los rasgos exagerados de
la caricatura no se parecen a la persona, la caricatura no se entiende, no se sabe de qué va. En todos los buenos gags cómicos o la ejecución, la forma, es perfecta o no se entienden. Así, por ejemplo, el baile de los panecillos de La quimera del oro o aquel gag de Buster Keaton cuando se le cae encima la fachada de una casa y justamente coincide el marco de una ventana abierta con el lugar donde está Keaton etc. En la comedia si la forma no está lograda desaparece
el contenido. La comedia es un género seriamente formal y demuestra lo importante que es salvaguardar las formas y no me refiero a la cortesía. La doctrina estalinista de que lo importante es el contenido (la ideología) y que la forma debe adaptarse al contenido porque si no será un arte idealista, metafísico y antimaterialista dialéctico, es
una teoría muy simplista y sectaria. Así no es en la realidad. En arte el contenido se comunica por la forma, pero hay una interrelación: la forma configura el contenido lo conforma y éste prefigura la forma. La prueba está como hemos visto en el cine cómico mudo o en la poesía. También en el arte que no tiene contenido o cuyo contenido no se puede definir
con palabras: la música. Eso no quiere decir que no se pueda utilizar ideológicamente como mensaje. Baste recordar los signos patrióticos, religiosos, los de los partidos políticos,
los del fútbol, etc. La canción sí tiene palabras y, en ese sentido, se parece a la poesía o al cine cómico hablado.
Hay un caso ejemplar y muy poco conocido de cómo se puede utilizar la forma musical para transmitir un mensaje político. Fue una brillante idea del doctor Goebbels, el gran genio
maléfico de los medios de comunicación, el coreógrafo y orquestador de los grandes desfiles, arengas y discursos melodramáticos del III Reich. El jazz fue declarado música decadente de negros americanos y fue prohibido en Alemania. Pero, durante la guerra, Goebbels tenía en Berlín a quince o veinte músicos y compositores, encerrados en un búnker desde donde se retransmitían por radio canciones destinadas a los soldados americanos, jazz con letras pronunciadas con un perfecto acento yankee. Por ejemplo: "Soy un buen nazi. Hoy he matado a diez americanos. Mañana mataré a veinte. Daros cuenta de lo fuerte que soy, americanos". (Mensaje: acobardáos porque nosotros los nazis somos irresistibles).
O bien, todo lo contrario: "Tengo a mi chica en Chicago. Allí están mi familia y mis amigos. ¿Qué hago yo en esta maldita guerra de los europeos? ¿Para qué me estoy jugando la vida?". Y mañana seguiremos, Ton Tong».