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Stevenson



R.L.Stevenson (1850-1894) Robert Louis Balfour Stevenson (1850-1894):
Robert Louis Balfour Stevenson nace en la ciudad portuaria de Edimburgo el 13 de noviembre de 1850. Como hijo único de un eminente ingeniero especializado en faros marítimos, Stevenson entra en la escuela de ingenieros de Anstuthen. Tras cursar los estudios de derecho, se inscribe en el Colegio de Abogados en 1875. Cuando contaba 16 años su padre le había pagado la impresión de 100 ejemplares de un pequeño libro de 22 páfinas. Colabora en el Cornhill Magazine donde publica un Llamamiento al clero de la Iglesia Escocesa en 1875 y poco a poco va a abandonar el derecho en beneficio de la literatura. Frecuentó círculos progresistas, lo que posteriormente le movió a luchar por la igualdad de las clases. Se sintió especialmente atraído por la vida de las tabernas y la callejera. Aquejado de tuberculosis, diagnosticada cuando tenía 23 años, se dedica a viajar en busca de un clima que favorezca su salud.

Estancia en Francia y EE.UU.:
Recorrió Francia con mucho interés y detenimiento. En 1878 publica Un voyage dans les terres, seguido en el mismo año de Voyage avec un âne à travers les Cévennes. En Francia (1876) conoce a Fanny Osbourne, 10 años mayor, en trámites de divorcio y con dos hijos. La familia Stevenson se opone fuertemente a la relación pero él está convencido de que es la mujer de su vida. Sigue a Fanny a los EE.UU y la encuentra en California, a donde llega sin medios y en un estado lamentable. Se casan en 1880 y pasan la luna de miel en una cabaña de mineros. Durante su etapa en América toma excelentes notas de la vida de los mineros y el ambiente de expansión hacia el oeste. Fanny le asesora en la redacción de su obra de terror El Doctor Jekyll y M. Hyde publicada en 1885. El primer manuscrito, que causó mala impresión a su esposa, se perdió o fue destruido y volvió a escribir esta gran obra en tres días. Sus cuentos de las Nuevas noches árabes, aparecidos en 1882, están impregnados de ese mismo misterio.

La Isla del Tesoro:
El enorme éxito de La Isla del Tesoro (Treasure Island, 1883) se debe a la poesía de un realismo fantástico que renueva el género del relato de aventuras. La venta de un gran número de ejemplares le permitió independizarse económicamente de su padre. Los ingredientes de este relato de aventuras los tomó de una propuesta de su hijastro con el que se llevaba muy bien. Entre las condiciones mencionadas figuraba el que no salieran chicas. En su continua lucha contra la enfermedad, Stevenson vive en las islas Marquesas, Tahití y Honolulú, instalándose por último en Samoa, donde escribe En los mares del Sur en 1896 y Le Barrage d'Hermisson, obra inacabada que se publica en 1896. Muere en Vailima, Samoa, en 1894, fulminado por una crisis de apoplejía. Siguiendo sus deseos, es enterrado en el Pico Vaea donde su tumba domina una amplia panorámica sobre Pacífico.


Vigilando la costa La isla del tesoro:
El huésped marino de la Almirante Benbow:
[...] Era un hombre reservado, taciturno. Durante el día vagabundeaba en torno a la ensenada o por los acantilados, con un catalejo de latón bajo el brazo; y la velada solía pasarla sentado en un rincón junto al fuego, bebiendo el ron más fuerte con un poco de agua. Casi nunca respondía cuando se le hablaba; sólo erguía la cabeza y resoplaba por la nariz como un cuerno de niebla; por lo que tanto nosotros como los clientes habituales pronto aprendimos a no meternos con él. Cada día, al volver de su caminata, preguntaba si había pasado por el camino algún hombre con aspecto de marino. Al principio pensamos que echaba de menos la compañía de gente de su condición, pero después caímos en la cuenta de que precisamente lo que trataba era de esquivarla. Cuando algún marinero entraba en la «Almirante Benbow» (como de tiempo en tiempo solían hacer los que se encaminaban a Bristol por la carretera de la costa), él espiaba, antes de pasar a la cocina, por entre las cortinas de la puerta; y siempre permaneció callado como un muerto en presencia de los forasteros. Yo era el único para quien su comportamiento era explicable, pues, en cierto modo, participaba de sus alarmas. Un día me había llevado aparte y me prometió cuatro peniques de plata cada primero de mes, si «tenía el ojo avizor para informarle de la llegada de un marino con una sola pierna».

El asalto a la empalizada:
[...] -¡Dad la vuelta al fortín! ¡Hacia el otro lado! -gritó el capitán, y me pareció percibir un cambio en su voz. Obedecí sin pensarlo dos veces, y corrí hacia el este con el machete dispuesto a golpear, y de improviso me di de bruces con Anderson. Escuché su rugido infernal y vi levantarse su garfio que brillaba al sol. No sentí miedo siquiera. Y no sé ni qué pasó: vi aquel garfio que caía sobre mí, di un salto y rodé por la duna fuera de su alcance. Cuando escapaba del fortín, había visto a los amotinados escalar la empalizada, acudiendo en auxilio de los primeros asaltantes. Uno de ellos, con un gorro de dormir rojo y el cuchillo entre los dientes, se había encaramado y estaba a horcajadas en la empalizada. Pues bien, tan corto debió ser el intervalo en que yo me zafé de Anderson, que, cuando volví a ponerme en pie, el hombre del gorro rojo aún estaba en la misma posición; otro asomaba la cabeza por entre los troncos. Y sin embargo ese instante había presenciado el fin de la batalla y nuestra victoria. Y así sucedió. Gray, que corría detrás de mí, había batido de un solo tajo al corpulento contramaestre, antes de que éste hubiera podido reaccionar ante mi salto. Otro pirata había recibido un balazo por una aspillera en el momento en que iba a disparar hacia el interior del fortín, y ahora agonizaba con la pistola aún humeante en su mano. Un tercero -el que yo había visto- cayó de un solo golpe del doctor. De los cuatro que habían alcanzado la empalizada, sólo quedaba ya uno, y lo vi correr, tirando su cuchillo, hacia la cerca e intentar subir a ella.

Ben Gunn traslada el tesoro:
Resulta que Ben, en sus largas y solitarias caminatas por la isla, había encontrado el esqueleto, y había sido él quien lo despojara de todo; había localizado el tesoro y lo había desenterrado (suyo era el pico cuyo astil partido vimos en la excavación) y había ido transportándolo a cuestas, en larguísimas y fatigosas jornadas, desde aquel gigantesco pino hasta una cueva que había encontrado en el monte de los dos picos, en la zona noreste de la isla, y allí lo había almacenado a buen recaudo dos meses antes de que nosotros arribásemos con la Hispaniola. Cuando el doctor logró hacerle confesar este secreto, la misma tarde del ataque, y después de descubrir, a la mañana siguiente, que el fondeadero estaba desierto, fue a parlamentar con Silver, le entregó entonces el mapa, puesto que ya no servía para nada, y no tuvo reparo en entregarle las provisiones, porque en la cueva de Ben Gunn había bastante carne de cabra, que él mismo había conservado; así le entregó todo, y más que hubiera tenido, con tal de poder salir de la empalizada y esconderse en el monte de los pinos, donde estaba a salvo de las fiebres y cerca del dinero.

[...] Con todo este equipaje nos pusimos en camino -incluido el hombre del cráneo roto, que mejor hubiera hecho quedándose a descansar- y en la fila alcanzamos la orilla donde nos aguardaban los dos botes. En la insensatez de sus borracheras, no los habían dejado a salvo los piratas: uno de ellos tenía un banco roto y ambos estaban llenos de agua y de barro. Como medida de seguridad, debíamos conservarlos con nosotros. Así, después de dividirnos en dos grupos, bogamos sobre las transparentes aguas de la bahía. Al mismo tiempo que se remaba, se discutía sobre el mapa. La cruz roja era, naturalmente, demasiado grande para servir de referencia precisa, y los términos anotados al dorso adolecían , como vais a verlo, de alguna ambigüedad. Como tal vez recuerde el lector, así rezaba la nota:

    Arbol alto, estribación de El Catalejo, en dirección al NNE.,
    A un cuarto al N.
    Isla del Esqueleto, ESE., cuatro al E.
    Diez pies.

El principal punto de referencia era, por tanto, un árbol. Justo delante de nosotros, la bahía aparecía dominada por una meseta de doscientos o trescientos pies de altura, uniéndose al norte con la pendiente de la estribación sur de El Catalejo, y elevándose al sur hacia la altura rocosa y abrupta denominada la Colina de Mesana. La cima de la meseta estaba cubierta de pinos de diferente altura. Aquí y allá un pino de una especie distinta rebasaba en unos cincuenta pies a sus vecinos, pero para distinguir el "árbol alto del capitán Flint había que estar en el sitio, con la brújula en la mano. No obstante, cada cual, a bordo de los botes, tenía su árbol favorito antes de que hubiéramos recorrido la mitad del trayecto. Sólo Long John se encogía de hombros y decía que había que aguardar. Remábamos con lentitud, según las órdenes dadas por Silver, para no cansar a los hombres antes de tiempo. Tras una larga travesía, nos acostamos a la desembocadura del segundo río, que desciende de El Catalejo por un barranco tupido. Desde ahí, yéndonos hacia la izquierda, iniciamos la ascensión de la pendiente, en dirección a la meseta. (R.L.Stevenson)

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