José Raúl Capablanca y Graupera (1888-1942): Nacido para matar -rápida y depuradamente, como ya se ha dicho-, Capablanca no sólo reinó sobre los ajedrecistas de la época -básicamente entre 1910 y 1930-, sino en la memoria auspiciosa de sus compatriotas [fue campeón de Cuba a los doce años. En 1911, ya en la veintena y sin más currículum que su victoria sobre el campeón americano Frank J. Marshall, ganó el torneo de San Sebastián por encima de figuras del calibre de Akiba Rubistein, Milan Vidmar, Aarón Nimzovich y otros pesos pesados. Entre 1916 y 1924 no perdió una sola partida]: Una marca que aún perdura imbatible. En Buenos Aires, en 1927, José Raúl Capablanca sufrió quizá el primer aldabonazo del ajedrez moderno, una disciplina basada en el análisis de nuevas variantes de apertura y su refutación, en el entrenamiento, la buena forma física y el uso compulsivo de literatura especializada. Confiado en su proverbial genialidad, el tercer campeón mundial sucumbió ante un Alejandro Alekhine al que los analistas no daban casi ningún chance -Rudolph Spielman llegó a pronosticar que el ruso no ganaría un solo encuentro-, pero que se había preparado concienzudamente para el match de su vida. Aún así, su triunfo lo sorprendió tanto que jamás brindó a Capablanca la oportunidad del desquite. Poco tiempo después, nuestro campeón muere de un derrame cerebral. Sin embargo, la estela dejada por Capablanca a su paso por el mundo de las 64 casillas no ha sido perseguida, en Cuba, a nivel práctico, con suficiente constancia. Una falta hasta cierto punto comprensible durante el período republicano (1902-1958), pero imperdonable tras 1959, cuando en la Isla todos los resortes del poder se complotaron para explayar, a nivel internacional, la leyenda del deporte "revolucionario". En las décadas del setenta y ochenta, luego de una serie de infructuosos intentos encaminados a fomentar la competitividad del ajedrez nacional -los torneos Capablanca in Memoriam, famosos en el período, reunieron a la crema y nata del juego ciencia, encabezada por la escuela soviética-, talentosos trebejistas cubanos como Guillermito García, Amador Rodríguez o Jesús Nogueiras avivaron la esperanza. La esperanza infundada. Egresar Grandes Maestros no se le dio del todo mal a la academia isleña (Cuba es el país del mundo donde más Grandes Maestros hay), pero convertirlos en estrellas internacionales era otra historia. La labor de divulgación ajedrecística desarrollada a ratos por el Instituto Cubano de Deportes, Educación Física y Recreación (INDER), rindió el fruto de la masividad -En Cuba el ajedrez se juega como en España el futbol, en todas partes- , pero no el de la contundencia. Así las cosas, la década de los noventa reveló lo que ya casi todo el mundo sabía: el ajedrez es hoy la cenicienta del deporte cubano. La mediocridad del ajedrez cubano, de cierta manera inexplicable en términos de subvención y tradición, tiene asiento en la actual naturaleza globalizada del juego ciencia. Pertenecer a la elite implica pertenecer a uno mismo, no a un gobierno o nación determinados: pertenecer a uno mismo implica disfrutar de libertad de movimiento y algún grado de solvencia, que podría traducirse en el libre y fluido acceso a la información (ajedrecística, se entiende). Los cracks de hoy en día pasan más tiempo en el avión que en el dormitorio, transitan Internet con el fervor de quienes saben a qué van y dónde convergen, manipulan una literatura expedita, minuciosa, que constantemente subvierte las líneas de juego y facilita que la vanguardia disponga de un activo imprescindible en el ajedrez moderno: el tiempo. La elite enfrenta una y otra vez a la elite, en una oscilación multiplicadora que dinamita los esquemas al uso y monta "las partidas de memoria" en las treinta movidas. Actividad y multiplicidad que los profesionales de la Isla no pueden concederse, a menos que -como ha sucedido puntualmente- abandonen el país. |