La historia de la música de Cuba:
La historia de la música cubana es un vasto, intrigante, dinámico, fascinante, sugestivo, excitante y a menudo avasallador fresco. De sus nebulosos orígenes al reconocimiento universal de que goza hoy en día, la música cubana ha crecido en estatura y sus aspectos folklóricos y populares han influenciado progresivamente el modo de hacer musical de otras culturas.
Tras sus inicios a mediados del siglo dieciocho, y su formalización y desarrollo durante el diecinueve, la música cubana literalmente explota con gran fuerza en la escena internacional durante la década que va de 1920 a 1930. Como en el caso de la música de otros países, la música cubana exhibe claramente dos caras de una misma moneda: una formada por elementos folklóricos y formas de expresión populares (que se transforman luego en comerciales), y otra, más abstracta y compleja, dentro de la cual algunos compositores cubanos han recorrido la difícil ruta de la música de arte. Esta última forma o manera de comunicación, llamada también música clásica, música erudita, música culta, música seria, o música de concierto, es la menos reconocida en el mercado internacional, y por su falta de exposición y por su innata complejidad ha sido casi totalmente ignorada por los propios cubanos, del escritor al obrero, del político al industrial, de las clases pudientes a las pobres, de historiadores a ávidos amantes de la música popular.
Como usualmente ocurre con los países que poseen un rico y variado folklore -los cuales consecuentemente son voraces productores de canciones populares y de música bailable- la música popular cubana, de muchas maneras y por caminos distintos, ha opacado en gran medida a la música cubana de arte.
Las primeras composiciones realmente creadas en suelo cubano, como lo son las obras de Esteban Salas (1725-1803) o de Juan París (1759-1845), son de carácter litúrgico y vocal, a las que se añaden algunos ejemplos de música sinfónica y de cámara de tipo simplista. Se trata, claro, de una música totalmente enraizada en las tradiciones musicales europeas, que va de dosis pequeñas de formas polifónicas derivadas de Palestrina, Orlando di Lasso, Victoria o Handel, a numerosos ejemplos homofónicos que toman como ejemplo a Haydn y a Telemann. Hay que esperar hasta los albores del siglo diecinueve para encontrar finalmente las primeras expresiones de una música que suena diferente a los modelos europeos, primordialmente en lo que se refiere a los aspectos rítmicos. De la contradanza "San Pascual Bailón" (anónima, 1803) a las contradanzas de Manuel Saumell (1817-1870), que vienen a ser los primeros acentos, a veces exquisitos, de una música verdaderamente cubana, un modo de sonar realmente autóctono toma cuerpo en pocos años. A partir de este momento y de este desarrollo, la fertilidad y la influencia de la música cubana estarán aseguradas.
La riqueza de la música cubana, principalmente en lo que se refiere al color instrumental y a la opulencia poderosa de sus patrones rítmicos, la hace contagiosa. Históricamente, muchas injusticias, inexactitudes y omisiones han sido cometidas en lo tocante al reconocimiento de la gran influencia que ha ejercido la música cubana en el desarrollo de la música de los Estados Unidos. Por ejemplo, olvidándose de que las proto-formas del ragtime fueron traídas a Norteamérica desde el Caribe por el compositor estadounidense Louis Moreau Gottschalk (1829-1869), quien las introdujo por Nueva Orleans, muchos no reconocen y meramente ignoran la extensa influencia de la música cubana en el desarrollo del jazz, y a menudo las fórmulas rítmicas afro-cubanas son errónea y maliciosamente clasificadas como giros puramente jazzísticos. Durante las décadas de 1920, 1930 y 1940, el bolero cubano, el son, la rumba y la conga viajaron por el mundo entero, a menudo como fórmulas comercializadas de tipo barato y vulgar promovidas por Hollywood y por las casas editoras norteamericanas, que producían de contínuo cantidades astronómicas de música bailable para un público creciente e insaciable. Del lado positivo, sin embargo, está el hecho de que compositores estadounidenses de la talla de Aaron Copland o de Leonard Bernstein, pasando por Gershwin, escribieron obras basadas en los diseños rítmicos del danzón y de la rumba.
La música cubana nace de una amalgama de las fórmulas del folklore musical español y de los ritmos africanos, éstos últimos traídos a Cuba por los esclavos negros. Una mínima influencia francesa -consistente principalmente en modelos basados en las danzas de Rameau- apareció en Santiago de Cuba trasladada por esclavos hatianos y por terratenientes franceses que habían huido a la parte oriental de Cuba tras las insurrecciones en Haití, pero pronto se diluyó y despareció, no dejando casi huella. La riqueza fenomenal del folklore español, mezclada con el vigor de la música africana, creó velozmente una exhuberante y explosiva urdimbre musical. Si bien desde el punto de vista de la armonía y de la forma la música cubana no ha inventado nada original, melódica y rítmicamente ha producido una colección asombrosa de procedimientos de fácil identificación, los cuales, como se ha apuntado anteriormente, se han paseado por el mundo entero.
Finales del Siglo XVIII y el Siglo XIX:
Ya al final del siglo dieciocho esta mezcla musical hispano-africana produce una música bailable de poderosas raíces populares que, dentro de la órbita social secular, lentamente desplaza a las danzas europeas que habían constituido hasta entonces el entretenimiento fundamental de la nueva y emergente burguesía criolla. El compositor e investigador cubano Carlo Borbolla (1902-1990) afirma que el básico, seminal y siempre presente "tresillo cubano" (una semifusa, una fusa y otra semifusa, que en realidad no son sino la primera mitad de un compás de dos por cuatro, seguida ésta por dos fusas) apareció cuando los músicos populares interpretaban erróneamente, desde un punto de vista rítmico, el tresillo europeo, el cual era un enunciado rítmico de dos contra tres en cómputo de tiempo igual. El siglo diecinueve es testigo de la rápida evolución de esa música danzable rítmicamente diferente de los modelos europeos, la cual cual ejerce una influencia decisiva en las sofisticadas obras de piano de Manuel Saumell y de Ignacio Cervantes (1847-1905), así como en la música fuertemente romántica de Nicolás Ruiz Espadero (1832-1890). Es también durante este siglo diecinueve que Cuba produce sus primeros instrumentistas de renombre internacional, del pianista José Manuel (Lico) Jiménez (1855-1917) y de la pianista y compositora Cecilia Aritzi (1856-1930) a los violinistas Claudio José Domingo Brindis de Salas llamado en Alemanis "el Paganini negro" (1852-1911) y José White (1836-1912). Jiménez, tras muchos viajes de conciertos por todo el mundo, emigró a Alemania. Activo en la Corte de Weimar, fue amigo de Liszt, se casó con una dama alemana y murió en Hamburgo, donde está sepultado. White escribió obras de piano, para clavicordio y orquesta, y para cuarteto de cuerdas, y su fama como compositor se asienta principalmente en un excelente "Concierto para Violín y Orquesta" y en la siempre popular "La Bella Cubana", para violín y piano, transcrita posteriormente para voz y piano. Desde un punto de vista artístico-sociológico es importante hacer notar que Jiménez, Brindis de Salas y White eran músicos mulatos y negros -educados por poderosas familias blancas- que tuvieron carreras nacionales e internacionales triunfantes, lo cual atestigua con gran fuerza que sus pujantes e importantes personalidades musicales lograron imponerse más allá de barreras raciales y económicas.
Compositores cubanos del siglo diecinueve que crearon obras aún bajo fuerte influencia europea son Gaspar Villate (1851-1891) y Laureano Fuentes Matons (1825-1898), ambos autores de óperas que seguían los patrones italianos y franceses, y algunas de cuyas piezas fueron estrenadas en París y en Madrid; a José Mauti (1855-1937), autor de numerosas zarzuelas y de varias piezas sinfónicas, y a Guillermo Tomás (1868-1937). Tomás fue el único compositor cubano de esa época cuya música exhibe una fuerte influencia alemana. Como director de orquesta no sólo tocó a Wagner por primera vez en Cuba sino que expuso a las audiencias cubanas, también por primera vez, a la música de Richard Strauss -cuyo poema sinfónico "Así hablaba Zaratustra" fue escuchado en La Habana sólo 13 años después de su estreno en Frankfurt (ocurrido en 1896)- y a la música de Max Reger.
Florecimiento en el Siglo XX:
Pero es en el siglo veinte que la música cubana finalmente florece. Hasta los años de la Segunda Guerra Mundial, toda una falange de compositores cubanos de música popular habían creado enormes colecciones de canciones, danzones, sones, boleros, guajiras, guarachas, pregones, sones montunos, guaguancós, cha, cha chás, mambos, rumbas, congas y tangos congos. De Jorge Ankermann (1877-1941), María Cervantes -la hija de Ignacio Cervantes- (1885-1981), Manuel Corona (1880-1950), Osvaldo Farrés (1902-1985), Sindo Garay (1887-1968), Eliseo y Emilio Grenet (1893-1950 y 1901-1941, respectivamente), Miguel Matamoros (1894-1971), Benny Moré (1920-1963), Dámaso Pérez Prado (nacido en 1922), Rodrigo Pratts (1910-1980), Antonio María Romeu (1876-1955), Moisés Simons (1844-1944) y René Touzet (nacido en 1916) a Celia Cruz, Willy Chirino, Paquito D'Rivera, Chano Pozo, Israel López (Cachao) y Gloria Estefan, la cantidad, variedad, resonante éxito e influencia de los miles de obras por ellos compuestos, y las tendencias estilísticas que han creado con sus actuaciones como cantantes y/o instrumentistas, son realmente notables.
Antes de explorar el mundo de la música de arte cubana deben mencionarse dos compositores quienes, aunque primordialmente actuaron dentro de las fronteras de la música popular y comercial, se aventuraron a crear obras musicales de mayor envergadura y quienes por tanto, ocasionalmente, se adentraron en el campo de la música cubana clásica. Fueron ellos Gonzalo Roig (1890-1970), cuya opereta –zarzuela- cubana "Cecilia Valdés" (1932) y cuyo "Quiéreme mucho" (1911) han circunnavegado el globo, y Ernesto Lecuona (1895-1963), cuyas obras de teatro lírico crearon una importante colección de zarzuelas cubanas, y cuyas mejores piezas para piano se han hecho mundialmente famosas.
Es también dentro del marco del siglo veinte que la música de arte cubana se desarrolló como una de las contribuciones importantes a la historia de Cuba. Los dos primeros compositores cubanos de música de arte que abrazaron las técnicas contemporáneas (en este caso la música de Stravinsky y de Bartók) son Amadeo Roldán (1900-1939) y Alejandro García Caturla (1906-1940), cuyas ricas y atrevidas paletas armónicas, su uso de las grandes formas sinfónicas, y su magnética manipulación de las fuerzas orquestales lograron situar por vez primera a la música cubana dentro de la música de arte contemporánea universal. Los dos ballets de Roldán "La Rebambaramba" (1928) y "El Milagro de Anaquillé" (1929), y el poema sinfónico de Caturla "La Rumba" (1933) permanecen siendo imponentes y valiosísimos documentos de la música de arte cubana.
Del binomio Roldán-Caturla al presente, la música culta cubana ha continuado creciendo en poder e imaginación, despertando un creciente respeto y admiración internacionales. Tras estos dos compositores mencionados, la música de arte cubana se mueve a través de los años de actividad de José Ardévol (1911-1981), compositor catalán radicado en Cuba desde los años 30 que fue fundador y mentor del primer grupo integral de compositores cubanos de música de arte. Ardévol y este grupo de compositores jóvenes compartían credos estéticos y técnicos comunes, creando así una verdadera escuela de compositores que se agruparon bajo el nombre de Grupo de Renovación Musical. El Grupo de Renovación incluyó a algunos de los compositores que actualmente son los decanos de la música de arte cubana. Muchos de ellos permanecieron en Cuba tras el triunfo de la revolución castrista, y entre éstos hay que mencionar al también musicólogo y crítico musical Edgardo Martín (nacido en 1915); a Harold Gramatges (nacido en 1918), quien recientemente fue galardonado con un prestigioso premio internacional creado por la Sociedad General de Autores y Editores de España; a Gisela Hernández (1912-1971); a Hilario González (nacido en 1920); y a Argeliers León (1918-1988), quien fue también un importante musicólogo e investigador.
Dos compositores que crearon su música independientemente de los postulados estéticos de Ardévol y su grupo, son Julián Orbón (1925-1991), quien vivió en Ciudad México y Nueva York, y murió en Miami, y Aurelio de la Vega (nacido en 1925), quien reside en Los Angeles desde 1959. Ambos son, según afirma el musicólogo Gérard Béhague, los dos más conocidos compositores cubanos de música de arte de la segunda mitad del siglo veinte. Orbón, de modo muy efectivo e interesante, mezcló Canto Gregoriano, viejas formas musicales españolas, modalidad, avanzadas armonías contemporáneas y meloritmos cubanos para crear una música poderosa enmarcada por una magnífica y refinada excelencia técnica. Entre otros honores, Orbón fue elegido como miembro de la prestigiosa Academia Norteamericana de Artes y Letras. De la Vega escribió las primeras composiciones cubanas atonales y de inmediato dodecafónicas, y ha compuesto varias obras electrónicas e importantes obras sinfónicas que son tocadas muy a menudo por numerosas orquestas a través de todo el mundo.
Dos veces, De la Vega ha sido galardonado con el codiciado Premio Friedheim del Kennedy Center for the Performing Arts.
Otro compositor cuyas actividades profesionales tuvieron lugar fuera de Cuba es Joaquín Nin-Culmell (nacido en 1908), clasificado por muchos como un compositor cubano-español. Creador prolífico, sus obras, de corte neo-clásico, incluyen ballets, óperas, música coral, música de cámara, música vocal y composiciones para piano, guitarra y órgano.
Un valioso y variado grupo joven de compositores cubanos de música de arte continúan la tarea de expandir la dimensión y el alcance de este tipo de música. Constituyen una generación profundamente afectada por el triunfo de la revolución castrista. Este nuevo contingente de compositores cubanos de música culta incluye a Sergio Fernández Barroso (nacido en 1946), residente del Canadá por muchos años, cuya música para computadoras le ha traido mucho reconocimiento y triunfo; a Tania León (nacida en 1943), quien vive en Nueva York, es consejera de numerosas orquestas sinfónicas e instituciones musicales norteamericanas, actúa asimismo continuamente como directora de orquesta, y es autora de una ópera que se estrenó en Ginebra en 1999; y a Raúl Murciano, Orlando Jacinto García, Julio Roloff, Armando Tranquilino y Viviana Ruiz, todos residentes en Miami.
Entre los que permanecen en Cuba hay que mencionar al genial director titular de las sinfónicas de La Habana y Sevilla, Leo Brouwer (nacido en 1939), quien reside por períodos de tiempo en Córdoba, España, donde fundó y dirige una orquesta, y cuya importante carrera internacional como guitarrista y director de orquesta iguala su fama como compositor; a Alfredo Diez Nieto (nacido en 1918), cuyas composiciones incluyen obras sinfónicas, música de cámara y obras vocales; a Carlos Fariñas (nacido en 1934), cuyas composiciones orquestales son poderosas y bien realizadas; a Roberto Valera (nacido en 1938), creador de excelentes obras corales, y a Juan Piñera (nacido en 1950), autor de importantes obras para piano.
Estilísticamente, todos estos multifacéticos compositores cubanos de música de arte, de Roldán al presente, han colocado a Cuba en la vanguardia de la composición musical universal de nuestros días, utilizando politonalidad, atonalidad, procedimientos seriales, elementos aleatorios, medios electrónicos, formas abiertas, notación proporcional y gráfica, y medios de expresión post-seriales y post-modernistas.
Por encima de tendencias, modos de hacer, postulados estéticos y actitudes histórico-políticas, tanto dentro del marco de la música popular como dentro del de la música de arte, la música cubana permanece vigorosa, activa, pujante, importante, potente e influyente. Si se toma en cuenta las dimensiones físicas de Cuba y la cantidad de sus habitantes, contando todos los que están dentro y fuera de la isla, el número de compositores, instrumentistas, cantantes y conjuntos musicales que ha producido Cuba es realmente notable. Es de esperar que la intensidad y la expresividad de la música cubana y el prestigio mundial de que goza continúen creciendo en años venideros. Baste señalar que, en el presente, la música de Cuba, en todas sus manifestaciones, constituye una poderosa revelación de la originalidad de la cultura cubana.
Cuba en una tecla. Por Rafael Rojas:
Construida en el contacto con África y Europa, Estados Unidos y América Latina, la cultura cubana encuentra en el piano su expresión más cómoda.
En la obra completa para piano de Maurice Ravel, editada por la CBS y ejecutada por Robert Casadesus, hay una pieza que bien podría ser escuchada como una cifra de la sonoridad cubana. Me refiero a la Habanera -en el viejo LP de Odyssey, Columbia, aparece con la graciosa errata de Habañera- compuesta en 1895, cuando el compositor francés sólo tenía 20 años, y luego adaptada como un movimiento de la Rapsodia española. Ravel nació muy cerca de la frontera española de Francia y desde niño se familiarizó con el género de la "habanera" que los indianos gallegos y asturianos popularizaron en el Cantábrico a fines del siglo XIX.
La Habanera de Ravel, que guarda algunas semejanzas con otras de sus primeras composiciones para piano como la Pavana para una infanta difunta o el Menuet antique, es, además de las de Chabrier y Bizet, otra exploración de ese género hispano en la música decimonónica francesa. Sin embargo, de las tres Habaneras, la de Ravel es la que, por su cadencia y colorido tropicales, se aproxima más, como decíamos, a la sonoridad cubana que asociamos a la contradanza, el danzón y el son. En dos minutos y medio, las cuatro manos de Robert y Gaby Casadesus crean un universo rítmico que nos resulta demasiado familiar.
Esta sensación de cercanía se debe a que los dos grandes referentes del piano cubano, Ignacio Cervantes y Ernesto Lecuona, produjeron una obra genealógicamente conectada con Ravel. Cervantes, treinta años mayor, estudió en el Conservatorio de París con músicos románticos como Marmontel y Alkán, a quienes Ravel, de la mano de Fauré y Debussy, intentaría negar en su juventud. Pero en sus días parisinos, Cervantes debió conocer y admirar la muy española obra orquestal y para piano de Emmanuel Chabrier, quien, según Ravel, lograba una suerte de alquimia entre las tradiciones del barroco francés de Rameau y Couperin, y del romanticismo centroeuropeo de Liszt y Chopin. Algo de Chabrier hay en Fusión de almas, Serenata Cubana y Entreacto Capricho, de Cervantes.
En 1913, Ravel dedicó a su admirado maestro la pieza  La Maniére de Chabrier en la que el tono rítmico y percutivo del piano, la atmósfera española y el tema romántico remiten a la juvenil Habanera y hacen recordar algunas danzas de Cervantes como Ilusiones perdidas, La glorieta, Interrumpida, Soledad o Lejos de tí. Lecuona, en cambio, nació el año en que Ravel compuso su Habanera y se formó escuchando a los grandes maestros románticos e impresionistas. En algunos de sus valses, como Vals Gitano, Parisiana y Musseta, Lecuona intentó compensar la ascendencia vienesa del género con acercamientos al Ravel de los Valses nobles et sentimentales. Pero también en algunas de sus danzas, como ¡No hables más!, ¿Por qué te vas?, Arabesque y Los Minstrels, el gran compositor cubano no sólo hizo guiños a Ravel -quien, al igual que Gershwin, llegó a expresarle su admiración- sino a Debussy e, incluso, a Stravinsky.
El piano es un instrumento que conjuga, como ningún otro, ritmo y armonía, percusión y melodía. Cervantes y Lecuona aprovecharon esa confluencia de virtudes, tan cara al Erik Satie de las Gymnopédies, para cifrar la sonoridad cubana: un verdadero misterio, un auténtico milagro que debemos tanto a la cadencia como al lirismo. Quisiéranlo o no, todos los clásicos de la pianística cubana del siglo XX, Jorge Bolet y Jorge Luis Prats, Bebo Valdés y Rubén González, Chucho Valdés y Gonzalo Rubalcava, Ernán López-Nussa e Ivet Frontela son herederos de ese código. El más grande intérprete del piano cubano en la pasada centuria, el habanero Jorge Bolet, quien murió olvidado en Mountain View, California, en 1990, después de más de 50 años de exilio, imprimió esa sonoridad en sus ejecuciones -mundialmente aplaudidas- de Bach y Chopin, de Mendelssohn y Strauss, de Wagner y Rachmaninoff.
Una cultura occidental como la cubana, construida en el contacto con África y Europa, Estados Unidos e hispanoamérica, encuentra en el piano su expresión más cómoda. La percusión africana, la melodía europea, el lirismo hispanoaméricano y la armonía norteamericana se entrelazan en esa prestidigitación de teclas. Pero mientras más admiramos la sonoridad cadenciosa y cromática del piano cubano más despreciamos la historia de esa isla, que se dirime entre el ruido y el silencio, entre la cacofonía, el estruendo y la sordera. Por alguna razón inextricable, que le gusta invocar a Guillermo Cabrera Infante, el gran aporte de los cubanos a Occidente: la música, ha sido posible gracias a todas las virtudes que nuestra política ignora: el ritmo, la armonía, el lirismo, la flexibilidad, el tributo, la transacción, el pluralismo y la gracia.
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