La noche anterior al asalto:
Después de seis semanas aproximadamente de lucha constante, el sultán está impaciente. Sus cañones han destruido las murallas en muchos puntos, pero los ataques que varias veces ha ordenado han sido hasta ahora sangrientamente rechazados. Para un general sólo quedan dos caminos: o bien levantar el cerco o, después de ataques aislados, realizar el gran asalto final. Mohamed reúne a sus bajaes en consejo de guerra, y su apasionada voluntad se impone a todas las dudas y consideraciones. Se acuerda la fecha del 29 de mayo para el gran asalto decisivo. El soberano se apresta a tomar sus últimas medidas. Se decreta un día de fiesta, en el que ciento cincuenta mil hombres, desde el primero al último, tienen que cumplir con todos los usos prescritos por el Islam: las siete abluciones y las tres oraciones diarias. Lo que queda de pólvora y proyectiles se destina para la artillería, que machacará la ciudad para el asalto final, y se reparten las tropas para ello. Mohamed no descansa de día ni de noche. Desde el Cuerno de Oro hast el mar de Mármara, recorre a caballo el colosal campamento, animando los jefes y enardeciendo a los soldados. Como buen psicólogo, conoce muy bien la manera de estimular hasta el grado máximo la acometividad de sus guerreros. Por eso les hace una horrible promesa, que luego cumplió acabadamente, sea dicho en su honor y descrédito a la vez. Promesa que lanzan sus heraldos a los cuatro vientos. Mohamed jura en nombre de Alá, de Mahoma y de los cuatro mil profetas; por el alma de su padre, el sultán Murad; por las cabezas de sus hijos y por su cimitarra, que sus tropas, después del asalto a la ciudad, tendrán derecho durante tres días al saqueo y al pillaje ilimitado. Todo cuanto se encierra tras aquellas murallas: mobiliario y bienes, joyas y objetos de valor, monedas y tesoros, hombres, mujeres y niños, pertenecerá a los victoriosos soldados, pues él renuncia a cualquier participación en el botín, a excepción del honor de haber conquistado aquel último baluarte del Imperio Romano de Oriente.
Con gran alborozo escuchan los soldados esta vil proclama. Con estrepitoso júbilo resuena por doquier el grito Alá-il-Alá entre los miles de combatientes que se hallan congregados ante la atemorizada ciudad. ¡Jagma, jagma! ("¡Pillaje, pillaje!"). Esta palabra pasa a ser el grito de combate, que resuena entre trompetas, címbalos y tambores. Por la noche, el campamento se convierte en un mar de luces. Amedrentados, los sitiados contemplan desde sus murallas cómo las miríadas de luces y antorchas brillan en la llanura y en las colinas, y cómo los enemigos celebran ya la victoria antes de conseguirla, con trompetas, tambores, silbatos y panderetas. Es como la ruidosa y cruel ceremonia de los sacerdotes paganos antes del sacrificio. Y luego, súbitamente, a media noche, por orden de Mohamed, se apagan de una vez todas las luces y cesa bruscamente el atronador griterío de aquellos millares de voces. Pero ¡ay!, aquel silencio y oscuridad repentinos pesan más dolorosamente en el ánimo de los cristianos que todas las anteriores explosiones de entusiasmo.
La última misa en Santa Sofía:
Los sitiados no necesitaron recibir ningún mensaje para enterarse de lo que va a acontecer. Saben muy bien que el ataque está ordenado y presienten la gran prueba y el terrible peligro que se cierne sobre ellos como nube anunciadora de una borrasca. La población, que antes estaba desunida y en lucha religiosa, se une ahora en estas últimas horas; la extrema necesidad es siempre la que depara el incomparable espectáculo de la unidad en esta tierra. A fin de que todos estén dispuestos a defender lo que les obligan la fe, el glorioso pasado, la cultura común, dispone el Basileus que se celebre una conmovedora ceremonia religiosa. Por orden suya se congregan católicos y ortodoxos, sacerdotes y seglares, niños y ancianos, en una única procesión. Nadie debe ni quiere quedarse en casa. Ricos y pobres, cantando el Kyrie Eleison, forman el solemne cortejo, que recorre primero el recinto interior de la ciudad y luego efectúa también el circuito de las murallas exteriores. Se sacan de las iglesias las sagradas imágenes y reliquias para encabezar el desfile. En las brechas que el enemigo ha abierto en la muralla se cuelgan cuadros de santos, con la esperanza de que logren, mejor que cualquier arma terrenal, que fracase el esperado asalto de los infieles. Al mismo tiempo reúne el emperador Constantino a los senadores, nobles y oficiales de elevada jerarquía, para alentarles con una última alocución. Claro está que no puede, como hozo Mohamed, prometerles un ilimitado botín. Pero sí glosa el honor que les corresponderá a ellos, a toda la cristiandad y al mundo occidental si logran resistir este ataque decisivo y el peligro que supone si sucumben ante los asesinos e incendiarios. Ambos, Mohamed y Constantino, saben que este día decidirá la historia de los siglos futuros.
Empieza entonces la última escena, una de las más conmovedoras de Europa, un inolvidable éxtasis del ocaso. En Santa Sofía, que es aun entonces, la más soberbia de las catedrales del mundo, y que desde el día en que tuvo lugar la unión de ambas Iglesias se ha visto abandonada por los seguidores de una y otra creencia, se reúnen ahora los que parecen destinados a morir.
Rodean al emperador toda la Corte, la nobleza, el clero griego y romano, soldados y marinos genoveses y venecianos vestidos y armados para el combate; tras ellos se arrodillan en reverente silencio miles y miles de devotos, sombras que murmuran sus oraciones: es el doblegado y maltrecho pueblo, presa del miedo y la preocupación. Las luces de los cirios, que luchan por rasgar las densas tinieblas de las bajas arcadas, iluminan aquella masa de fieles postrados en oración como un solo cuerpo. Es el alma de Bizancio la que eleva allí sus preces a Dios. El patriarca levanta la voz, solemne e impresionante. Cantando, le contesta el coro. Una vez más resuena la sagrada y eterna voz del Occidente, su mística música, en la grandiosa nave. Luego, uno tras otro, yendo en cabeza el emperador, van acercándose al altar para recibir la Sagrada Eucaristía, el consuelo de la fe, mientras llenan los ámbitos del templo el emocionado rumoreo de las plegarias. Ha empezado la última misa, más bien el funeral del Imperio Romano de Oriente, pues por última vez se celebran los ritos cristianos en la catedral de Justiniano.
Después de esta conmovedora ceremonia regresa por breve tiempo el emperador a su palacio, con el propósito de pedir perdóna a sus súbditos y servidores por todas las injusticias que contra ellos hubiera cometido. Luego monta a caballo y cabalga, como hace a la misma hora Mohamed, su gran adversario, de un extremo a otro de las murallas, para arengar a los soldados. La noche está muy avanzada. No se oye voz alguna ni se percibe el chocar de las armas. Con el alma en tensión esperan los millares de sitiados en las murallas a que llegue el día y con él la muerte. (Stefan Zweig)
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