Kerkaporta, la puerta olvidada:
A la una de la madrugada, el sultán da la señal para comenzar el ataque. Agitando los estandartes y al grito de ¡Alá!, repetido por tres veces, cien mil hombres se lanzan con armas, escalas de cuerda y garfios contra las murallas, mientras suenan simultáneamente charangas, címbalos, y atabales, mezclando sus estridentes tonos al terrible griterío de los combatientes y al tronar de los cañones. Despiadadamente son lanzadas de momento contra los muros las tropas bisoñas, los bachibozucos, cuyos cuerpos semidesnudos, según los planes del sultán, han de servir, hasta cierto punto, de víctimas propiciatorias, sin otro objeto que el de cansar y debilitar las fuerzas del enemigo antes de que las tropas escogidas entren en acción para el asalto definitivo. Con centenares de escalas corren en la oscuridad estos soldados adelantados, suben por las almenas, caen rechazados por heroica defensa de los sitiados, pero vuelven a subir una y otra vez, pues saben que les está cortada la retirada: tras ellos, que sólo son deleznable material humano, destinado al sacrificio, van las tropas escogidas, encargadas de empujarlos hacia una muerte casi segura. Los sitiados siguen todavía resistiendo, pues las incontables flechas y piedras no penetran en sus cotas de malla. Pero su verdadero peligro -Mohamed lo ha calculado bien- está en el cansancio. Forzados a combatir con su pesado armamento contra las cada vez más agobiantes tropas ligeras, que saltan continuamente de un punto de ataque a otro, consumen en forma agotadora buena parte de sus fuerzas. Y cuando, al cabo de dos horas de lucha, empieza a apuntar el alba y entran en batalla los anatolios, la batalla resulta más peligrosa aún para los cristianos. Estos anatolios son guerreros disciplinados, bien adiestrados, provistos también de cotas de malla, pero, sobre todo, lo importante es que son superiores en número y que están completamente descansados, mientras los defensores tienen que atender ora un lugar, ora otro, para protegerlo contra los asaltantes. Sin embargo, los turcos son repelidos, de tal manera, que el sultán tiene que echar mano de sus últimas reservas, los jenízaros, la flor y nata de sus tropas, lo más escogido del ejército otomano. Se pone en persona a la cabeza de estos doce mil jóvenes y aguerridos soldados, los mejores que Europa conoce a la sazón, y prorrumpiendo en un solo grito se lanzan contra los exhautos adversarios. Es más que hora de que suenen las campanas de la ciudad llamando a los últimos hombres útiles o semiútiles para que acudan a las murallas, y de que los marinos salgan de sus barcos, pues ahora sí que se ha entablado la batalla decisiva. Con desesperación de los defensores, una piedra lanzada con honda hiere gravemente al caudillo de las tropas genovesas, el arrojado condotiero Giustiniani, que tiene que ser transportado a un barco. Aquella desgracia hace que se tambalee momentáneamente la energía combativa de los defensores. Pero entonces aparece el emperador, que trata de evitar que el enemigo penetre en la ciudad. Y otra vez consiguen hacerle retroceder. La decisión se enfrenta a la desesperación, y durante un instante aún parece que Bizancio se va a salvar; la más extrema desesperación ha conseguido repeler el más feroz de los ataques.
Pero entonces acontece una trágica casualidad, uno de esos enigmáticos incidentes que a veces provoca la Historia en sus inescrutables resoluciones. Ocurre algo incomprensible. Por una de las múltiples brechas de las murallas exteriores han entrado unos cuantos turcos, no lejos del lugar donde se desarrolla lo más fuerte de la lucha, y no se atreven a atacar la muralla interior. Mientras, curiosos y sin ningún plan determinado, vagan por el espacio que media entre la primera y la segunda muralla de la ciudad, descubren que una de las puertas menores del muro interno, la llamada Kerkaporta, ha quedado abierta por un incomprensible descuido. Se trata de una pequeña puerta por la cual entran los peatones en tiempos de paz durante las horas que permanecen cerradas las mayores, y precisamente porque carece de la menor importancia militar se olvidó su existencia durante la excitación general de la última hora. De momento sospechan los jenízaros que se trata de un ardid de guerra, ya que no conciben por absurdo que mientras ante cada brecha y cada puerta de la fortificación yacen amontonados millares de cadáveres, corre el aceite hirviendo y vuelan las javalinas, se les ofrezca allí libre acceso, en dominical sosiego, por esta puerta, la Kerkaporta, que conduce al corazón de la ciudad. Por lo que pudiera ocurrir, piden refuerzos, y, sin hallar ninguna resistencia, la tropa penetra en el interior de Bizancio, atacando por detrás a sus defensores, que jamás hubieran sospechado tamaño desastre. Unos cuantos guerreros descubren a los turcos detrás de las propias filas y de un modo aterrador surge el grito que en cualquier batalla resulta más mortífero que todos los cañones, sea o no la divulgación de un falso rumor: "¡La ciudad ha sido tomada!" Los tucos repiten aquellas terribles palabras con estentóreas voces de triunfo tras las líneas de los sitiados: "¡La ciudad está tomada!, y este grito acaba con la resistencia. Las tropas, que se creen traicionadas, abandonan sus puestos, para salvarse a tiempo acogiéndose a los barcos. Resulta inútil que Constantino, con algunos incondicionales, haga frente a los atacantes. Como otro combatiente cualquiera, cae en el fragor de la batalla, y ha de llegar el día siguiente para que, por su purpúreo calzado, que ostenta un águila de oro, se pueda reconocer entre los apilados cadáveres de los heroicos defensores de Bizancio al último emperador que honrosamente dio su vida, perdiendo al mismo tiempo con ella el Imperio Romano de Oriente. Un hecho insignificante, el que la Kerkaporta, la puerta olvidada, estuviese abierta, decidió el rumbo de la Historia.
Cae la Cruz:
A veces, La Historia juega con los números. Pues justamente mil años de que Roma fuera tan memorablemente saqueada por los vándalos empieza el saqueo de Bizancio. Mohamed, el triunfador, espantosamente fiel a su palabra, deja a discreción de sus guerreros, tras la primera matanza, casas, palacios, iglesias y monasterios, hombres, mujeres y niños en confuso botín. Corre la enloquecida soldadesca intentando adelantarse unos a otros para obtener una mayor ventaja en el pillaje. El primer asalto va contra las iglesias, pues saben que guardan cálices de oro y deslumbrantes joyas, pero si por el camino desvalijan alguna casa, izan inmediatamente su bandera, para que sepan los que vengan después que allí el botín se ha cobrado ya; y ese botín no consiste sólo en piedras preciosas, dinero y bienes muebles en general, sino en mujeres para los serrallos y hombres y niños para el mercado de esclavos. La multitud de infelices que han buscado refugio en las iglesias son arrojados de ellas a latigazos. A los viejos se los asesina, por considerárseles bocas inútiles y género invendible. A los jóvenes se los agrupa en una especie de manada y son conducidos como animales. La insensata destrucción no tiene freno. Cuanto de valioso encontraron en inapreciables reliquias y obras de arte es destruido, aniquilado por la furia musulmana. Las preciosas pinturas son desgarradas; las más bellas estatuas derribadas a martillazos. Los libros, sagrado depósito del saber de muchos siglos, todo lo que era la representación eterna de la cultura griega, es quemado o desechado. Jamás tendrá la Humanidad acabada conciencia del desastre que se introdujo en aquella hora decisiva por la abierta Kerkaporta, ni en lo muchísimo que perdió el mundo espiritual en los saqueos y destrucción de Roma, Alejandría y Bizancio. Mohamed espera a que llegue la tarde del gran triunfo, cuando la matanza ha terminado ya, para entrar a caballo en la ciudad conquistada. Pasa por las calles donde la soldadesca se entrega al pillaje sin volver la vista atrás, fiel a su palabra de no estorbar la acción demoledora de sus soldados. Altivamente se dirige a la catedral, la suprema joya de Bizancio. Durante más de cincuenta días había contemplado desde su tienda la brillante cúpula de Hagia Sophia, y ahora puede traspasar sus umbrales, cruzar la brocínea puerta como vencedor. Pero una vez más domina su impaciencia: primero quiere darle gracias a Alá antes de consagrarle para siempre aquella iglesia. Con humildad se apea del caballo e inclina profundamente la cabeza para orar. Luego coge un puñado de tierra y la esparce sobre ella, para recordarle que él también es un simple mortal y que no debe envanecerse por su triunfo. Y sólo entonces, cuando ha hecho el acto de humildad ante su dios, el sultán se yergue y penetra como el primer servidor de Alá en la catedral de Justiniano, la Iglesia de la Sublime Sabiduría, en Hagia Sophia.
Curioso y conmovido, Mohamed contempla la hermosura de aquella joya arquitectónica, sus altas bóvedas, donde lucen el mármol y los mosaicos, los delicados arcos que de las tinieblas se elevan hacia la luz, y tiene la impresión de que aquel maravilloso palacio de la plegaria no le pertenece a él, sino a su dios. Inmediatamente manda llamar a un imán, ordenándole que suba al púlpito y que anuncie desde allí la fe del Profeta, mientras que el padichá, de cara a la Meca, pronuncia por primera vez su oración, dirigida a Alá, al señor del mundo, en aquella catedral cristiana. Al día siguiente, los obreros reciben la orden de quitar todos los símbolos de la creencia anterior: se arrancan los altares, pintan los piadosos mosaicos y es derribada desde lo alto del altar mayor y cae con estrépito la Cruz inmortal que ha estado extendiendo sus brazos por espacio de mil años, como si quisiera abarcar el mundo para consolar sus penas.
Resuena estremecedoramente el tremendo impacto por el ámbito del templo y mucho más allá. Ante la horrible profanación se conmueve todo el Occidente. Espantoso eco encuentra la noticia en Roma, en Génova, en Venecia. Como el retumbar del trueno se extiende a Francia, a Alemania, y Europa ve, conturbada, que por culpa de su ciega indiferencia ha penetrado por la "Kerkaporta", la malhadada y olvidada puerta, una nefasta y devastadora potencia que debilitará sus fuerzas por espacio de siglos.
Pero en la Historia, como en la vida humana, el deplorar lo sucedido no hace retroceder el tiempo, y no bastan mil años para recuperar lo que se perdió en una sola hora. (Stefan Zweig)
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