Cartas dispersas. José Guillermo Anjel R.:
2. A RABELAIS: Sabio y divertido François, he releído parte de su Gargantúa y Pantagruel y algunas esperanzas han vuelto a renacer o, al menos, a tomar otro color. Quizás se deba a la acción del pantagruelyón, arbusto que acredita buena savia y corteza para que, al ser usado, los acontecimientos sean vistos desde su parte positiva y así dejen algo bueno para quienes lo tocan, besan o se cobijan bajo su sombra. Porque, amigo François, hay que apostarle a todo aquello que nos haga reír y engordar y no a las anorexias de pensamiento y de carnes, que el hombre es de acuerdo a la dieta que se dé en libros y en la mesa. En otros términos, dependemos de la digestión. Y de los preámbulos a ésta, que en los platos que vemos y en los que comemos es donde dibujamos nuestro mundo, como dice Octavio Paz en un artículo nombrado Mesa y Harmonía (entendiendo por Harmonía -con h-, las partes que se desprenden de una cosa para darle otro significado o el que realmente escondía).
Hay un todo (pan en griego), que siempre es bueno al inicio. Y se convierte en malo, cuando se usa indebidamente. Como pasó con Pandora (a la que usted encierra en una botella de la que bebe su personaje), que antes que dadora o regadora de males, lo fue de bienes. Claro que la codicia, la envidia y la ignorancia; las malas mañas, la torpeza y el deseo de vidas distintas (en otras partes) a esta que nos tocó, le hicieron desbordar atropellos y dolores para quejas y malestar estomacal. En términos de Baruj Spinoza, creamos el mal y consideramos como bien lo contrario a esa criatura. O sea, nos salimos de la realidad para comenzar a dar pasos en falso.
Reír es natural al hombre, dice usted, mon ami, así como es natural que el estómago reclame bebida y comida para que los sentidos se activen y la vida no sea tan nefasta. ¿Qué se le puede ocurrir a alguno con hambre o que hace dieta? Sólo cosas horribles. ¿Y al que se niega la realidad y hace cursos de positivismo o de esos para andar con los ojos tapados? Ídem. Al que come mal y al que piensa negándose lo que pasa, lo ronda la brutalidad. Es que le falta un sano ejercicio de la digestión, como sostiene sir Gaster, hombre de panza y cerebro funcionando mediante la masticación y la bebida abundantes, y la buena risa.
Dicen que usted, François Rabelais, era un desmesurado. Pero no es cierto: usted era médico y no torturador, observador y seguro de buen paladar, aunque se asegura que era flaco. Es posible que se aplicara las recetas de Maimónides para evitar las hemorroides, desarreglo venoso arterial que, cuando penetra en los pensamientos, conduce a odios inmensos. Debe ser por aquello que sostenía Sartre y Omar Jayam: la plenitud de libertad (o su carencia) sólo es posible en el baño, donde realmente se sabe qué pasa en uno.
7. A MONTAIGNE:
Apreciado y debatido, Miguel (otros preferirán su nombre francés, Michel), se discuten hoy en todos los foros internacionales las soluciones a los problemas grandes que aquejan a los gobiernos y los bancos (la guerra, la inmigración, la deuda etc.). Y en esos debates, que unen a unos y dividen a otros, todo se centra en los efectos (en los que llegan, en las cosas que explotan, en la plata que se debe) y no en las causas que generaron los problemas. Así, volvemos al famoso sofá persa que un hombre vendió porque su mujer había pecado en él. Es increíble que después de cuarenta siglos de historia escrita, donde tantos han pensado para que nosotros tuviéramos mejores opciones de entendimiento, todavía nos peguntemos qué pasa y no, por qué pasa. Como en la máquina del tiempo, de H.G. Wells, nos devolvemos, y no para tomar impulso sino para quedarnos atrás. La palabra que usa el diccionario español para esta acción es recular, aunque no está bien definida. Recular tiene otros alcances, si bien groseros, más precisos para leer la situación. Queda a su discreción, don Miguel (nombre el suyo muy propicio para lo que pasa, porque Miguel fue el arcángel que luchó con el gran demonio y, dice la tradición, lo venció o al menos lo dejó sin conocimiento. Se habla de una esmeralda perdida).
Don Miguel de Montaña (como alguno tradujo su nombre), usted tiene tres elementos muy importantes para la lectura de esto que llamamos lo moderno: 1. Tenía un gato con el que jugaba o al que usted le servía de juguete. 2. Fue alcalde en tiempos de la peste. 3. Se preguntó qué sabía de lo que estaba pasando. De esta suma, gato, peste y pregunta, salieron sus ensayos o intentos de entendimiento de las cosas y las relaciones que ellas generan cuando se juntan o tienen como intermediario al hombre. La palabra ensayo (acuñada por usted y que con el tiempo se ha convertido en un escrito sesudo que lee una situación), plantea que el hombre es ondulante y diverso, o sea cambiante (imprevisible) y distinto. Esta tesis, que la defiende el historiador Jacques Barzun en el libro Del amanecer a la decadencia, me hace pensar que la emoción, para usted, está por encima de la razón y que cualquier conciliábulo que realicemos se convierte más en un aquelarre (un montón de brujas cada una con su propia pócima de pelos de lobo y dientes de murciélago) que en una reunión de entendidos fríos y tolerantes, como se supone que debe ser. En los aquelarres, como en las discusiones de harem o de tantas juntas, la emotividad (lo que siento) está por encima de lo que sé y debería entender. Vista así la situación, don Miguel, de la búsqueda de soluciones a los problemas, nacería un problema mayor y la madeja, en lugar de convertirse en hilo, reforzaría el nudo. Somos buenos para hacer nudos en este mundo.
Don Miguel de Montaigne, me gusta lo del gato y la peste. Si no hay el uno, se da la otra. Pero ni aún así aprendemos.
10. A MAUROIS:
Respetado don André. Usted fue un hombre de buen gusto, de ahí la elegancia que se nota en su escritura y en el tratamiento de los temas que aborda. Leer su Historia de Francia o la biografía que hace de Marcel Proust o sus Memoires, sin hablar de sus novelas, conducen a un espacio libre de vulgaridad y posmodernismo, en el supuesto de que esta palabra opere para justificar a los parvenu que se han ido tomando los espacios sociales e intelectuales haciendo gala del más asombroso desquicie social y falta de educación, que educarse no es saber hacer cosas sino entender por qué se hacen y cuál es el papel de civilidad que debe tener la persona que supuestamente se educó y, con base en lo aprendido, ya es un ser civilizado.
Esto de la civilidad y educación (cosa que no se tapa con ropa o cargos) exige cumplir con dos normas básicas: 1. Ser modelo moral, o sea, ser sujeto de costumbres en las que es bueno vivir porque en ellas la vida no produce sustos ni envidias. Y 2. Tener delicadeza, lo que implica conocer una etiqueta mínima para poder convivir con los demás sin causar oprobios de ninguna clase. Entendiendo por oprobio aquello que demerita la condición humana porque lleva al hombre a conducirse como un cavernícola: hablar mal y duro, bostezar sin cubrirse la boca (igual que los cocodrilos), hacerse notar con el ruido del celular etc., que el inventario oprobioso es, no ya un ingreso a La historia de la estupidez humana (libro de Paul Tavori) sino un sumario de permanente exhibición en el museo del mal gusto.
André Maurois, la elegancia en el actuar y el pensar, es un logro de la civilización. Pero, como sucede con la razón, también hoy es un elemento que ya se está desmoronando. Y como se vuelve a los estados más primitivos, reaparece la violencia y el fanatismo, la falta de dignidad y, lo que es peor, la sensibilidad. Creo entonces, que si vamos a educar para la paz, lo primero que hay que hacer es enseñar a ser dignos. De lo contrario, lo que se diga y haga será tan feo y sucio como lo que hoy sucede en cuestiones de etiqueta. ¡Oh, mon Dieu!
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15. A PROUST:
Apreciado y educado Marcel. También leído y degustado, porque sus libros no sólo son para saber una historia sino para sentir lo que esa historia dice. Como una taza de té que se toma con ambas manos, sintiendo el calor y el paisaje, así hay que leerlo a usted. Por esto, pensando en lo que es delicado y fino, suave y propicio a la caricia, reivindico el derecho a la sensibilidad y al asombro. En otras palabras, el derecho a tener sentimientos y a ejercer la sentimentalidad, no en términos de aburrimiento, como tantos poetas de bar, sino de vivencia frente a los demás y lo que nos rodea.
El Romanticismo fue la respuesta sentimental al mundo de la razón. Y si bien la Ilusración (desde Descartes a Kant) nos hizo propicios a la inteligencia fría y analítica, los románticos le dieron a esa racionalidad el encanto de la poesía de un Byron, de un Flaubert, de un Kavafis, de un Pessoa, porque sin una educación sentimental es imposible que la razón tenga sabiduría. La racionalidad, con sus máquinas y sus balances precisos, con sus formulaciones invariables y resultados esperados, hace del hombre un robot que obedece sin cuestionarse. La sentimentalidad, el sentir lo que sucede con la razón, lleva a hacerse preguntas. Y en la pregunta, a obtener respuestas para vivir y darle sentido a la vida. Pero la sentimentalidad, en nuestros días, se ha perdido Marcel.
Hölderlin, el gran romántico alemán, reclamó la necesidad de sentir al otro (mirarlo, tocarlo, reír y llorar con él) para convertirlo en un ser de nuestra propia especie. Pero ese reclamo, que Ernesto Sábato reivindica como una forma de Resistencia a la falta de sentimientos, llega a oídos sordos. Pocos son los que se emocionan, los que se solidarizan, los que sueñan. Hoy, Marcel, asistimos a una masa fría que vive entre cálculos y sigue programaciones, que ve al otro desde la producción y el consumo y que confunde un llanto emocionado con una risa, como una forma de actuación o como parte de un chiste. Marcel Proust, perdido el sentimiento, perdido el sentido de vivir.
23. A DERRIDA: Estimado Jacques, como la democracia implica la presencia del otro, ya que el hecho democrático es colectivo y no individual, por estos días he reflexionado un poco sobre su teoría Sobre de la mentira en política. ¿Se miente en política? ¿Se debe mentir? A la primera pregunta, Hannah Arendt, en su texto Verdad y política, dice que si, que se miente, y que esta mentira, cuando manipula a las masas, lleva a toda clase de desmesuras y estragos porque anula lo democrático (el intercambio de verdades o al menos de intenciones de verdad) y legitima la intolerancia y, por efecto, la exclusión del otro. En este punto, la mentira en política destruye lo político, que es el debido gobierno de la ciudad, como dice Aristóteles.
Ahora, querido Jacques, ¿Se debe mentir en política? En términos kantianos, la mentira va contra la razón. A esto, usted responde: si, ¿pero como no mentir si se carece de una verdad completa? Porque decir la verdad exige decirlo todo, con lo positivo y lo negativo, con lo que ha pasado y podrá pasar. Y ya esto es imposible de lograr, porque no sabemos qué podrá pasar (no hay una certeza absoluta) sino que lo intuimos. Y la intuición es una verdad a medias, una mentira a medias.
La mentira, dice usted, tiene dos espacios: el que miente sabiendo que lo hace y por eso es consciente del engaño. Y el que miente porque carece de elementos de verdad (no los tiene todos, está en la incertidumbre) y por eso trata de decir lo que sabe tratando de entenderlo y de ajustarlo a lo que no riñe con el mayor bien. El primero es un mentiroso, el segundo es un político. Y ¿qué es un político? Aquel que no lo dice todo o evita decir sólo verdades, a fin de que haya convivencia entre la gente. Si dijéramos siempre la verdad, no habría convivencia social. Esto que parece una contradicción, políticamente es una certidumbre. Es lo que Wittgenstein llama mentiras éticas (de comportamiento) y que permite que dos no se ataquen. Por ejemplo, por qué decirle a una señora que su hijo recién nacido parece un sapo, o a un anciano que ya debe ir preparando su entierro. Si esto se dijera, habría un enfrentamiento. La convivencia se da, en buena medida, diciendo lo que la gente quiere oír y que no es siempre la verdad. La señora del niño feo quiere escuchar que tiene un niño lindo, el anciano que se lo ve muy sano etc.
Para un sicoanalista, un mentiroso sólo manifiesta sus deseos. En la mentira que dice está lo que querría hacer o ser. Ya en lo político, la mentira (la que no tiene todos los elementos de verdad) perfila los deseos de lo político. Entonces, para controlarlo y no permitir que lo dicho se desvirtúe, hay que obligar al hecho político a que se suceda. Claro, querido Jacques Derridá, que una cosa es mentir porque la verdad no está completa (que sería la mentira política) y otra mentir porque no sólo se esconde una verdad sino que además se es consciente del engaño. Esto ya es un crimen.
31. A BERGSON: Querido Henri, los tiempos que vivimos dan pie a todas las propensiones. Y, como no anota usted en ese libro maravilloso que es La risa, la realidad sufre cambios nacidos del corto producido por el contacto entre el yo y el afuera. O sea por la lectura que hacemos de lo que está ahí (la realidad) y la confrontación con lo que sabemos y entendemos en calidad de espectadores-intérpretes. Ya lo ha dicho Freud: somos un compuesto de pasado, de realidad presente y de deseos. Y como ni en el presente ni en el pasado se puede confiar, porque son más las fabulaciones que los aciertos, todo presente siempre es un desconcierto. Y un malestar que transformamos en risa o en angustia risible. No es de extrañar que en los momentos malos abunden los chistes que desacralizan lo que nos asusta. Con la risa liberamos carga negativa y, como dice un libro sobre el cerebro que leí hace un tiempo, si llegamos a la carcajada nos colocamos en el preámbulo de un derrame cerebral. Como ve, siempre hay un susto presente aun en el mejor momento.
Pero no es sobre La risa el asunto de esta carta sino sobre sus textos de Memoria y vida, donde usted, querido Henri, plantea que somos la memoria que tenemos, el tejido que hemos ido construyendo para que el Yo y el entorno tengan un sentido y una correspondencia. Con la memoria entendemos la realidad. Ahora, ¿qué sucede si no hay memoria? ¿O si nos negamos a esa memoria? Creo, entonces, que nos sumimos en el deseo, que es falso porque plantea lo unívoco (lo que creo que es mi certeza). O visto desde otro ángulo, todo deseo exalta el egoísmo (el yo que reclama derechos para él sin haber cumplido con ningún deber) y niega las posibilidades del otro, destruyendo así la realidad para construir una fábula. Y como sucede con toda fabulación, un enfrentamiento.
La memoria, elemento que ha permitido construir el mundo que tenemos, se ha ido perdiendo en los últimos días. Ya no se revisa la historia sino que se pasa por encima de ella desconociendo todo lo que esa historia dice sobre errores y aciertos, causas y efectos. Y, partiendo de este desconocimiento, de esta desmemoria, asumimos el riesgo y el azar. Nos pasa lo que a Adán cuando salió el Paraíso: creamos de nuevo el mundo y, para esta creación, nos hundimos en el primitivismo y en la lucha contra lo desconocido.
Henri Bergson (hijo de la montaña, traduciría su apellido en yidish y por extensión en alemán) la falta de memoria implica quedar en el vacío, no saber cuáles son las direcciones correctas; angustiare porque, en la desmemoria, no sabemos siquiera qué buscamos. Y si lo presumimos, carecemos de fundamentos para calcular las consecuencias. Y no creo que esto de risa.
57. A SADE: Recordado marqués, más injuriado que entendido aunque no por esto menos libertino y poco propicio a las buenas costumbres (que a veces crían gente peor que usted). Y si bien escribirle podría hacer pensar que ando torcido de camino o quizás dedicado a pasiones oscuras, el motivo de esta carta no es hacer gala de un inventario de pecados sino hablar un poco del sadismo, ejercicio éste que cada día se ejerce con más precisión y asiduidad. Todo parece indicar que hacer sufrir a otros y convertir lo cotidiano en un sitio habitado por el horror, es hoy una actitud legal. O algo más tenebroso: una manera de comunicación entre los que tienen miedo y, como es tanto, han convertido esta pasión (derivada de la crueldad) en un "entendimiento".
Es evidente que los días que vivimos no son los de la Edad de Oro, época que no debió ser muy buena porque, si miramos al pasado, en lugar de haber sido éste mejor fue peor, es decir, se cometían más errores y por eso se sufría más. Pero lo terrible es que hoy, donde hay tantas maneras de educarse para no sentir ni propiciar dolor, amamos la crueldad, eso que genera las desventuras de la virtud, y hace parte del currículo oculto de cualquiera que tenga un mínimo de poder: hacer sufrir al otro, llevarlo a un laberinto o plantearle un mañana donde no hay más que oscuridad y púas, es tan corriente como bostezar. Se crían odios y envidias asquerosas.
Donatien François, marqués de Sade, usted creó en la ficción, seguramente debido a las pulgas de la Bastilla, muchas formas de hacer sufrir físicamente. Pero no llegó a lo de ahora, cuando se tortura moralmente y en lugar de ayudar se estorba y a cada propuesta positiva aparece un ataque doble de negaciones. Hay una filosofía de tocador donde, debido a la represión y como ampliamente explica Freud, se destruye con sevicia el objeto de deseo. Su sadismo ilustrado, Donatien François, es una caricia si lo comparamos con el que se ejerce aujourd’hui, donde no sólo se busca el placer horrendo sino la legitimación de la brutalidad. Creo que usted vomitaría.
60. A ZOLA: Apreciado y leído Emil, ya se acabaron las grandes causas y, como consecuencia, los grandes defensores. Y todo porque ya no hay pasión ni ideología sino aceptación y conveniencia. Vivimos, como diría Dashiell Hammet (el autor del Halcón Maltés) en un mundo sin agallas, con muchas libertades (y libertinajes), y sin sueños ni utopías. Pocas cosas nos estremecen y emocionan. Somos los últimos protozoarios, esos que se lleva la corriente porque ya no hay nada importante que vencer o en qué pensar. Al fin nos domesticaron, amigo Emil y, en calidad de seres previsibles y debidamente uniformados, nos damos a copiar modelos, a recibir información sin cuestionar y, para más indecencia, a tratar de vivir clonados.
Usted, Emil, se enfrentó a la Francia intelectual y burguesa cuando escribió Yo acuso, ese texto maravilloso donde asumió la defensa del capitán Alfred Dreyfus (el primer recluso de la isla del Diablo y de donde después, presuntamente, escapó Papillón), acusado vilmente de traición. Y con ese Yo acuso, su gran causa, rescató el sentido de la justicia y el honor y desenmascaró la ferocidad del antisemitismo francés. Luego vendrían otros hombres y otras causas: Gandhi, Hertzl, De Gaulle, Teresa de Calcuta. Esta gente siguió sueños y asumió el gran sentido de la condición humana: estar por encima de cualquier interés al tanto por ciento.
Pero, mon cher Emil Zola, como le decía, las grandes causas ya no se ven, así como ya no hay rastros de héroes ni de asombros. Todo fluye en un caos habitado por palabras vanas, promesas rotas, mentiras repetidas y muertos sin epitafio. Ni siquiera hay una Naná, consecuente con sus pecados ni marchas de gran solidaridad como las de Germinal. Nos habita un conformista, como el de Alberto Moravia. Y así evolucionamos, sin saber siquiera que nos adaptamos. Y soñamos con ser como los del aviso publicitario, meras invenciones cortas. Ayer, leyendo La taberna, me decía: ya ni tabernas hay, porque en las que se anuncian el ruido no deja hablar.
74. A MALRAUX: Leído André, el texto suyo que más me gusta es el de las Antimemorias porque allí no se miente sino que se vive. Y con intensidad, para que no se diga que la vida (en su caso la de un fumador empedernido) es algo vano, lleno de deudas, honores vagos y reuniones largas, tediosas y posmodernas. Digamos que usted vivió como sujeto, es decir, en relación permanente con el afuera en términos de asombro, curiosidad, rebeldía y solidariedad. Y en esa vida suya lo importante no fue lo trascendental sino eso que todos tenemos al alcance de la mano: la necesidad de sentir que estamos vivos y, como imperativo categórico (recurro a Kant), es más que todo. En otros términos, usted no se dejó encerrar en los órdenes del sistema.
André, vivimos en una sociedad donde abundan los muertos vivos movidos por un sistema que todo lo cuantifica y convierte los valores (eso que es la esencia de la vida) en meros elementos de cambio objetivo y rentabilidad. Y en algo más atroz: en documentación que se llena permanentemente para asegurar que se obedece correctamente. Y no es que me oponga a la obediencia, a fin de cuentas debe existir un orden que nos rija (eso es lo que pactamos en las constituciones), pero si discuto la obediencia ciega, esa que se lleva a cabo sin determinar la calidad de evaluador. ¿Quién es el que evalúa? ¿Qué calidades tiene para ser el evaluador? ¿Se autonombró?
Es indiscutible que hay una mentalidad totalitarista y controladora para la que toda iniciativa es herejía, que es sorda y está embrutecida por una normatización delirante y que no vive sino que está inserta en un motor donde toda pieza debe estar integrada y (si es posible) soldada. Y el motor se mueve, ¿pero hacia dónde? Porque el hecho de que se mueva no quiere decir que la dirección del movimiento sea correcta. André Malraux, ya es muy difícil escribir antimemorias. Hoy hay un enorme Big Brother legalizado que crea, enloquecido, sumarios y órdenes de producción. Y que ordena constantemente informes. ¿Es la muerte definitiva de la razón?
108. A FLAMEL: Por estos días de transmutaciones inverosímiles, recordado Nicolás. Fue usted un gran alquimista, autor de varios textos crípticos sobre lo impuro y lo puro y santón venerado en Praga, donde los de su oficio (transmutadores del plomo en oro) llegaron a tener su propia calle. Se dice que los humores del plomo, que son tan venenosos como los del mercurio y el cobre, hicieron de ese sitio un lugar habitado por gente amarilla y seca. Kubin, el gran dibujante checo, dejó un buen testimonio de lo que allí pasó. Kafka también contó algo. Pero no trataré sobre esta calle de alquimistas convertida hoy en un mero paseo de turistas. No, mi intención es hablar un poco de la Al-Kimiya o Negro del Nilo (alquimia), actividad que vuelve a ganar prestigio.
Se dice que usted, Nicolás, aprendió el oficio de Abraham el judío, un excluido español, quien le enseñó los secretos de la transmutación y todo lo concerniente al uso de retortas, opus nigrum y huevos filosofales. Y que luego de enseñar lo que sabía, desapareció misteriosamente, dejando todo ese conocimiento mágico en poder suyo, Nicolás. Pero algo faltó o usted no entendió bien, porque esto de convertir lo malo en bueno o lo negro en blanco no le fue posible hacerlo. De sus luchas contra el espíritu de las cosas quedó su laboratorio, muy bien narrado por Victor Hugo en Nuestra Señora de París. Y también su leyenda y locura, seguro por esos humos envenenados.
La alquimia se actualiza en el siglo XX a través del libro las Moradas filosófales, de un tal Fulcanelli (hasta ahora imposible de ubicar). Y la practican los nazis y los estalinistas, los ingleses y los franceses buscando fondos para sostener la guerra. Pero falta el spírit, elemento del que habla Tomas de Aquino, en un pequeño libro también dedicado a estas artes. Sin embargo, la derrota no vence a los iniciados. Hoy, Nicolás Flamel, sus seguidores convierten mentiras en verdades, transmutan lo absurdo en certidumbre y el desahogo neurótico en arte. Y así relegitiman esta alquimia primitiva. Es parece que funciona a pesar de tanto humo venenoso. [Pontoise 1330–París 1418]
114. A LÉVINAS: Querido, leído y reflexionado Emmanuel, los días que vivimos tocan con el adentro y el afuera, o sea que es tan importante el orden de la casa como el de la calle, el mío como sujeto que se relaciona y por eso puedo entenderme, como el del otro que necesariamente tiene que relacionarse para ser entendido. Esto quiere decir que ya no operamos como unidades sueltas ni en el mero papel de espectadores que no se involucran sino como centros desde donde salen y entran cosas. Somos en el intercambio. Y la primera noción intercambio, como dice usted, está en asumir el rostro de otro y verme a mi desde ese rostro. Y no es esto un examen de conciencia sino un entendimiento de lo mío desde ese que me mira.
Pero, estudiado Emmanuel, antes de reflejarme en el rostro del otro, en el que encontraría el cómo me ven y por qué me ven así, debo mirarme desde el Il y a (el hay en francés o lo que los alemanes usan como es gibt), es decir, desde mi existencia en la existencia. En este Hay, en el que el mundo existe y yo en él, lograría definir mis relaciones no como un ser mirado sino como un ser conectado que, en el papel que cumple, no es enemigo ni amigo sino causa de la amistad o la enemistad. Y esto es los más importante: la palabra amistad. Debemos ser amigos de la existencia, entendiendo por amistad el deseo permanente de comprender al otro y mi relación con él.
Emmanuel Lévinas, en obras suyas como Totalidad e infinito, Difícil libertad, Nombres propios etc., donde el Talmud es la base y la Kabaláh el camino del entendimiento a través de la palabra (territorio seguro cuando esta es honesta), todos estamos involucrados con lo que hay (existe) y nadie está excluido de lo que pasa. Es una cuestión de relación, de Hay, de lo mío necesariamente relacionado con lo del otro por la simple razón de que estoy vivo y tengo un nombre que me ubica en un tiempo y un espacio y por eso me relaciona. Así, en lo que sucede, bueno o malo, tengo mi parte. Y así no me mueve, estoy actuando. Ojalá entendiéramos esto. [Kaunas, Lituania 1906-París 1995]
120. A SAINT-EXUPÉRY: Querido, releído y todavía perdido Antoine. He vuelto de nuevo por los pagos (como diría un amigo argentino) de El Principito, libro escrito para adultos con espíritu de niño. O mejor dicho, para León Werth, hombre que entendió que la infancia es un territorio que con los años se convierte en la única patria y no porque allí se fabule sino debido a que la honestidad, la dignidad y la ilusión permanenecen en el niño hasta que alguien lo destruye amaestrándolo y, por consiguiente, lo llena de odios, barreras y miedos. Es difícil seguir siendo niño, pero no es imposible: León Werth lo logró y por ello usted le dedica este libro, que no es un libro infantil sino un recuento de las demencias y desafueros que acreditan los adultos. El pequeño príncipe (el principito podría llevar a creer en un príncipe torpe) tiene la virtud del asombro y la curiosidad y por ello pregunta, no esperando una respuesta llena de datos y chips sino unas palabras que permitan entender la vida. Y aquí está la grandeza de su personaje, que no tiene experiencias ni las busca sino que lo único que hace es tener una historia con la cual poder compartir un momento. Le Petit Prince (que como principito está mal traducido) ejerce la conversación, la simpleza de las palabras, el buen tono, la imaginación y la carencia de temores a cometer un error. Simplemente habla y a medida que lo hace se crea un mundo. Es muy bello su libro y su personaje, Antoine de Saint-Exupéry. Y muy peligroso, porque eso que narra es una radiografía clara de los pequeños mundos donde se neutorizan y paranoizan los que se creen con poder. Y de donde no salen porque la realidad la evaden igual que los gatos le sacan el cuerpo al agua. Hay mucha gente encerrada, en confinamiento intensivo, como dice Konrad Lorenz, pensando en que ellos son la única realidad, lo más valioso e inteligente. Y en ese encerramiento se vuelven miopes y peligrosos porque todo el tiempo tienen miedo. No son niños ni tienen mundo. Son cosas en exhibición.
(José Guillermo Anjel R | memoanjel2.blogspot.com)
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