FMI y subdesarrollo:
Incluso las políticas económicas son dictadas desde los centros de poder. EE.UU. y Europa, que siempre se han preocupado por ejercer el proteccionismo sobre sus industrias nacionales a través de aranceles o simplemente prohibiendo la compra de determinados productos, abogan una y otra vez por la libertad de mercado en sus países de influencia. La mayoría de los gobiernos de los países en desarrollo que abrieron sus mercados a inversiones extranjeras comprobaron en los 80 los motivos de esta aparente dualidad de criterios. En los años cincuenta Brasil representaba un polo probable de desarrollo, una posible minipotencia regional. Cuando un golpe militar derrocó al populista Joao Goulart se abrireron las fronteras al dinero extranjero y el país conoció un boom industrial. Una década después la capacidad fabril de los empresarios brasileños prácticamente había desaparecido, absorbida por las multinacionales, contra las que no había competencia posible. El capital foráneo controlaba el 62% del comercio exterior, el 82% del transporte marítimo, el 80% de la producción farmacéutica, el 90% del cemento, y la totalidad de la producción de neumáticos y vehículos de motor. En pocos años las divisas que las filiales giraban a sus casas matrices, en concepto de repatriación de beneficios superaron los importes de las inversiones iniciales. Brasil llegó a ser el país de mayor deuda externa. El boom produjo enormes problemas de subsistencia entre los más pobres y a la vez enriqueció a la burguesía nacional y de las empresas extranjeras.
Los organismos económicos internacionales tienen un activo papel en lo que ocurre.
En el FMI la cantida de votos por nación se reparte según los recursos y contribuciones de cada una. EE.UU. tiene el 19% de los sufragios, mientras que todos los países latinoamericanos unidos no alcanzan la mitad de esa cifra.
Junto al Banco Mundial es el organismo encargado de dictar las recetas que supuestamente han de servir para potenciar el desarrollo de los países deprimidos, que giran siempre sobre los mismos ejes: Reducción del gasto público, devaluación de la moneda y disminución de la demanda interna con el fin de controlar la inflación. En la práctica, todo ello se traduce en mayores impuestos, aumentos de tarifas en los servicios públicos, recortes salariales y retracción del consumo. El objetivo de las medidas consiste en conseguir la ansiada estabilidad económica y financiera, indispensable para la atracción de futuras inversiones. Como paso previo, el FMI pretende que sus recetas sean útiles en la obtención de recursos para el pago de los intereses de la deuda externa; una deuda que los propios organismos internacionales ayudaron a crecer otorgando créditos gigantescos a administraciones manirrotas y dictadores que no merecían ninguna confianza.
El constante goteo de dinero que provocan estos pagos de intereses constituye la mayor de las contradicciones en las finanzas mundiales, ya que hace que los países más necesitados estén permanentemente girando dinero a los poderosos. Desde 1982 hasta 1990 Latinoamérica vio salir hacia el Norte 224.000 millones de dólares, el equivalente a casi seis planes Marshall y a casi la mitad de la deuda externa de la región, que a pesar de todos los esfuerzos continuó siendo, varios años después, de 426.000 millones.
El Plan Brady (1989):
Elaborado para la reducción de la deuda, estaba acompañado de medidas de corte neoliberal. El proyecto del secretario del Tesoro James Brady consistía en una serie de disposiciones (muchas de ellas similares a las que patrocina el FMI desde hace décadas) que, por un lado, buscan la estabilidad monetaria y, por otro, facilitar las inversiones extranjeras a través de la capitalización de la deuda. Es decir, que en lugar de formalizar sus compras en el Tercer Mundo con dinero corriente, los interesados lo hagan pagando directamente a los bancos acreedores. Esto motivó que muchos gobiernos -desde Pakistán a Chile- sacaran a la venta buena parte de las empresas públicas que, pésimamente gestionadas durante años, ofrecían unos servicios ineficaces y generaban enormes déficits. Las multinacionales de distintos países se hicieron con ellas a precios de saldo. Desde el punto de vista macroeconómico el proceso presentó resultados satisfactorios, pero según la óptica de los pueblos implicados sólo ocasionó penurias.
El propio filósofo y economista Francis Fukuyama, defensor a ultranza del liberalismo económico, acepta que la transición desde un modelo de desarrollo centrado en el Estado (como tienen las naciones pseudocapitalistas de la periferia) hacia el sistema de mercado, supone grandes y dolorosos ajustes. Es el caso de los países del sudeste asiático: Tailandia, Malasia y Singapur han pasado del Tercer al Primer Mundo en dos generaciones, gracias a un mercado abierto y a un capitalismo puro. Sin embargo, y a pesar de inundar el mundo con sus mercaderías, Malasia y Tailandia presentaban una mortalidad infantil entre un 200 y un 400 por ciento superior a España, y el 43% de la población de Singapur no había completado sus estudios primarios.
Una esperanza que pueden tener los países del Sur es que la expansión económica del Norte necesita nuevos mercados donde colocar el exceso de oferta. Además, una mejora en las condiciones de vida del Tercer Mundo es la única salvaguarda contra la amenaza de las migraciones masivas que tanto temen los gobernantes.
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