El comercio canario-norteamericano y la exportación de harinas a Cuba en el siglo XVIII. Por Manuel Hernández González: Desde el siglo XVII era bastante usual que los caldos canarios se vendieran en el mercado de las nacientes colonias inglesas de Virginia o Nueva Inglaterra. Los navíos británicos fingían salir directamente del puerto de Funchal o de las Azores y hacían escala en el Puerto de la Cruz para dar salida a sus producciones y embarcar vinos. El comercio de Madeira estaba controlado por mercaderes británicos y de una u otra forma, aunque las clases dominantes de la isla pusieran en cuestión los efectos dañinos para sus exportaciones de los caldos canarios, por otra parte eran conscientes de que las importaciones que podrían recibir de las colonias inglesas, especialmente cereales y madera, y que necesitaban por su crónico déficit cerealístico y de barriles de roble de Virginia para sus caldos no podrían ser embarcadas con un coste razonable si una parte de ellas no arribaba a las Canarias, dada la imposibilidad del mercado insular de asumir su totalidad. Esa notoria dependencia y complementariedad de las islas atlánticas explica el carácter continuo y constante del comercio entre Madeira, Canarias y América del Norte. El mercado de ambos archipiélagos era incapaz en periodos de buenas cosechas de dar salida a las exportaciones norteamericanas en el tornaviaje, y esa era uno de sus mayores inconvenientes para mantenerse a largo plazo. Las incompletas y fragmentarias series de las aduanas canarias son un serio hándicap que nos impide valorar en toda su profundidad las auténticas dimensiones de este tráfico, que es permanente a lo largo de todo el siglo XVIII, pero que se ve obligado a recomponerse en momentos períodos de crisis bélicas entre Gran Bretaña y España a través del comercio con buques neutrales, esencialmente daneses, portugueses, suecos, holandeses y hamburgueses. Llegaría a su apogeo a partir de 1749, año en el que se inicia una etapa de paz hasta 1756 tras los dos largos conflictos bélicos que la precedieron (Guerra Anglo-española de 1739- 1740 y de Sucesión austriaca de 1741-48). Desde entonces se convertiría en el mercado esencial para el comercio de exportación isleño, la prácticamente única salida no coyuntural para sus caldos. En 1770, una de las épocas de mayor apogeo arriban en el Puerto de la Cruz 27 buques procedentes de Norteamérica, que desembarcan 12.710 fanegas de millo, 13.130 de trigo y 2679 barriles de harina. Los cereales y la madera de roble de Virginia, esencial para la fabricación de los barriles y navíos, se convierten en los principales artículos de exportación que podían ofertar los angloamericanos para el mercado isleño. Las restantes producciones, no podemos olvidar que hasta mediados del siglo XIX los futuros Estados Unidos era una sociedad esencialmente agrícola, tenían escasa penetración en las islas. El pescado salado (arenques y bacalao) tenía un fuerte competidor en el banco pesquero canario-sahariano, por lo que las importaciones se reducirían habitualmente a cantidades reducidas de arroz, arenques, bacalao, cera o carne de puerco, restringidas para un consumo de lujo. Un comercio en expansión no podía fundamentarse en tan precarios vínculos, máxime teniendo en cuenta que los cereales norteamericanos sólo eran precisos en momentos de grave penuria alimenticia, ya que en períodos de buenas cosechas el archipiélago era relativamente autosuficiente. Aunque reportaba más ventajas que las importaciones marroquíes del puerto de Mogador, en cuanto ofrecían dar salida a los vinos isleños, a diferencia de éstas, que, salvo reducidas importaciones de manufacturas extranjeras, suponían una seria extracción de plata, sus limitadas ventas pondrían en serios riesgos de futuro su continuidad y su expansión en la medida de que las importaciones angloamericanas fueran precarias. De ahí que las clases dominantes canarias vincularían desde un principio su permanencia y desarrollo con la posibilidad de exportar las harinas norteamericanas a Hispanoamérica, especialmente a territorios deficitarios como Cuba y Venezuela.
El mercado norteamericano como única alternativa: Las producciones inglesas tenían a principios del siglo XVIII pocas posibilidades de venta en el mercado canario. La demanda isleña por sí misma era muy escasa y su expansión se cifraba fundamentalmente en la exportación hacia las Indias, bien a través de la generala o bien fundamentalmente a través del contrabando. Pero la competencia de tejidos como los malteses, de mejor trato aduanero en su entrada a las islas, o el ejercido por las importaciones francesas, holandesas y alemanas en algunos sectores básicos como el hierro en el caso hamburgués, el lino y algunos artículos suntuarios en el holandés y los tejidos en el comercio del Mediterráneo, en el que participaba activamente el puerto de Marsella, contribuyen a explicar que las importaciones inglesas disminuyan drásticamente hasta el punto que en 1770 apenas entren en el Puerto de la Cruz dos barcos ingleses, con productos suntuarios, a cambio fundamentalmente de muy poco vino, alguna orchilla y sobre todo de plata. Si a ello unimos que los mercados anteriormente descritos apenas compraban vino, salvo reducidas cantidades, porque al retorno o bien extraían plata o productos coloniales americanas, como el tabaco, controlado por los franceses, o el palo de Campeche yucateco y el cacao venezolano, concluimos que traían consigo una balanza de pagos deficitaria y eran sólo sostenibles por el papel desempeñado por Canarias como mero intermediario en el comercio con las colonias españolas de América. Si a ello unimos que el mercado colonial americano, limitado fundamentalmente a los puertos de La Habana, Campeche y la Guaira, supone un consumo muy reducido de vinos y una siempre precaria venta de aguardiente de parra, debido a la fuerte competencia del ron, pese a la teórica prohibición de elaborar aguardiente de caña hasta mediados de la centuria, el panorama exportador del sector vinícola insular era crítico. La creación de las Compañía Guipuzcoana de Caracas y de la Habana vio aumentada la competencia en la venta de un aguardiente como el de parra que había deparado una reconversión parcial de los caldos y unos elevados costes de producción en las islas, lo que llevaría constantemente a los comerciantes para rentabilizar mínimamente sus ventas, a la exportación fraudulenta de aguardientes mallorquines, especialmente cuando por las malas cosechas, los precios se elevaban considerablemente, lo que levantaría fuertes ampollas entre los sectores de la élite oligárquica que no participaban en el comercio colonial. La limitada venta de los caldos canarios en el mercado americano se compensaba con los beneficios derivados del contrabando y de la exportación de lienzos locales. Sin embargo, la competencia de las Compañías lo mermaría parcialmente. La instrucción de libre comercio de 1765, limitada esencialmente al área antillana, trajo consigo drásticas consecuencias para la rentabilidad del tráfico comercial con La Habana, pues supuso en el caso de las exportaciones locales una fuerte saturación del mercado por la exportación de caldos mallorquines y catalanes y en definitiva una fuerte bajada de los precios que hacía inviable la venta de aguardientes canarios en un mercado ya de por sí restringido por la fuerte competencia del ron, diez veces más barato que la parra. A la inviabilidad real de las exportaciones locales se le unían los serios prejuicios de las exenciones fiscales proporcionadas a los barcos peninsulares en la importación de mercancías extranjeras. Aunque en 1772 se equipararía en ese trato aduanero al tráfico canario que entraría ya en la órbita del libre comercio, la realidad es que la fuerte competencia restringiría la viabilidad de un comercio insular que no se cifrase únicamente en la emigración. La incorporación de Campeche al ámbito del libre comercio e 1770 y la más tardía de la Guaira desde la Guerra de las Trece Colonias originarían resultados similares. Esas fueron las perspectivas del comercio isleño a mediados del siglo XVIII, una situación que llevó a los sectores dominantes canarios a un replanteamiento general de sus reales posibilidades de futuro. Tras el paulatino hundimiento del mercado metropolitano inglés, las colonias inglesas de América del Norte eran vistas como la única alternativa viable por las razones antes apuntadas. Aunque el mercado de las colonias británicas del Caribe y las de otros territorios coloniales de otras potencias como la Martinica francesa, Curaçao y el San Eustaquio holandés, Santa Cruz y Saint Thomas danés, o el San Bartolomé sueco, recibían vinos isleños, el consumo era siempre limitado y estaba ligado al contrabando o a los conflictos bélicos, en los que estas islas en numerosas ocasiones servían como pantalla introductoria a través del llamado comercio de neutrales. Las Trece Colonias de América del Norte, aunque consumían también aguardientes antillanos, eran en su mayor parte de climas similares a los europeos y ofrecían por tanto una relativamente elevada receptividad de consumo de vinos, máxime teniendo en cuenta las notables dimensiones de sus sectores intermedios y altos, particularmente en las colonias del Norte y del Centro. El problema era sortear las prohibiciones británicas. Para ello contó con la complacencia de los cónsules británicos, que participaban directamente en ese tráfico. Fue el caso de Guillermo Pouldon, de John Crosse y muy especialmente de los Pasley, una familia escocesa que detentó en numerosas ocasiones la delegación diplomática y que se convirtió en la más importante compañía especializada en el comercio con las Trece Colonias a partir de 1760 y hasta el impacto de Emancipación Norteamericana. En Estados Unidos se contaba con la complacencia de los funcionarios aduaneros, con la colaboración interesada de sus mercaderes por las ventajas que reportaba tales relaciones. Las vías para ello eran fingir una salida desde Gibraltar, Madeira y Azores mediante la realización de una escala para descargar de una parte de la carga; o simplemente, como se puede comprobar en las licencias de embarque y los registros de sanidad conservados, sencillamente hacer el viaje directo. En ocasiones, como practicaron los Franchy y sobre todo Robert Pasley, llevar un barco vacío desde Lisboa y cargarlo de vino para luego para girar en letras de cambio sobre esa ciudad el caudal obtenido. Madeira, como hemos señalado, era también un destino complementario para dar salida a la carga del tornaviaje. Ese es el caso de dos barcos arribados procedentes de Funchal a la consignación de la Casa de origen irlandés Commins. En la aduana del Puerto de la Cruz apenas declaran el primero descargar 9 barriles de cera y el segundo carne de puerco y alquitrán. A mediados del siglo XVIII el espectacular crecimiento del puerto de Filadelfia, que se convierte en el primero y más próspero de las Trece Colonias, restringe el protagonismo que en la centuria anterior gozaba el de Boston, auge que es paralelo al desarrollado por otro puerto de las colonias centrales, el de Nueva York. Desde esa perspectiva, los del centro y del Sur, especialmente Filadelfia, Nueva York, Baltimore y Charleston, desbancan dentro de las exportaciones vinícolas canarias a dos puertos esenciales en el siglo XVII y primera mitad del siglo XVIII, Boston y Rhode Island, aunque ciertamente de ellos los más importantes son Filadelfia y Nueva York. Pero la conquista del mercado norteamericano no fue una empresa sencilla. A partir de la tercera década del siglo XVIII, y no sólo por una política de expansión de ventas, era la única alternativa de futuro para las exportaciones vinícolas del archipiélago. Hasta entonces, era un mercado más, con el que siempre se contó, pese a las prohibiciones; pero tras la Guerra de Sucesión española, las colonias inglesas era la posibilidad viable para dar salida a sus caldos. La primera consecuencia de esa política fue la paulatina pero radical transformación del cultivo de la vid. El malvasía dará paso al vidueño, ante su precaria venta en las colonias inglesas, un vino al que se le añadiría vino tinto y aguardiente mallorquín para darle una textura similar al Madeira. El Marqués del Sauzal, Gaspar de Franchy, definió con claridad esa situación: Desde principios de este siglo empezó su patria a experimentar tan grande atraso en el comercio de sus vinos generosos, principal o casi único recurso para el sustento de sus habitantes, que se vio reducida por los años de 57 a un extremo de miseria, no por falta de sus cosechas de vinos, sino por las de sus ventas, porque no siendo dichos vinos efectos de primera necesidad, sino medio para adquirirlos, no teniendo los primeros salida debían por precisión faltar los segundos. Hallándose aquellas islas en este infeliz estado, procuró el padre del exponente mudar de sistema en dichos vinos con ánimo de fomentar un nuevo comercio y a fuerza de actividad, negociación y experiencia llegó a conseguir que los años de 59 y 60 se hiciese una nueva extracción de vinos secos en lugar de los generosos que antiguamente se sacaban, y aunque no se logró una venta de mucha estimación, se consiguió a lo menos una cómoda salida de aquellos frutos que, permaneciendo dentro de las islas, constituían a sus habitantes en la mayor infelicidad. Comerciantes y hacendados canarios vieron en el mercado colonial inglés la posibilidad de canalizar sus producciones vinícolas ante la inviabilidad de otras salidas. Aunque los Blanco, Cólogan o Commins participaron activamente en estas exportaciones, debe reseñarse dos casos significativos en la época anterior a la independencia, los Pasley y los Franchy. Los primeros fueron la única gran casa protestante inglesa que sobrevivió a las tormentas bélicas del siglo XVIII, tras la desaparición de los Crosse a mediados de la centuria, que estaban agrupados en compañía con sus parientes los Little. Con casas de comercio en Lisboa y Londres, hegemonizando los cargos consulares, para ellos fue relativamente fácil sortear por su condición de ingleses las Actas de Navegación y conducir en buques de su propiedad los caldos tinerfeños. Con una calculada meticulosidad mercantil giraban sobre su sede en Lisboa el dinero recaudado cuando no había escasez de granos en las islas o, cuando ello acontecía, Lo transformaban en harinas que les proporcionaban importantes beneficios en tales períodos de malas cosechas. El caso de la familia Franchy es sin duda más singular, por cuanto constituye la decidida actitud de un linaje de la nobleza tinerfeña por incorporarse activamente al mundo mercantil para dar salida a los vinos de sus haciendas. El iniciador de estas empresas mercantiles fue Juan Fran cisco de Franchy Benítez de Lugo (1698- 1774). Coronel del regimiento de La Orotava, alcaide del castillo del Puerto de la Cruz. Había sido administrador General de la Real Hacienda en el archipiélago en los años 1740 y 1741. De ideología ilustrada, fue miembro de la Tertulia de Nava y desarrolló intensas actividades mercantiles con Hispanoamérica, Europa y las colonias inglesas de América del Norte, llegando a fletar expediciones y a ser propietario de barcos construidos en los astilleros de Boston. En colaboración con el Comandante General Emparán y los Marqueses de Celada y Torrehermosa habían constituido una empresa mercantil que utilizaba a capitanes irlandeses como testaferros para sortear las prohibiciones británicas y que tenía como finalidad vender vinos isleños en las Trece Colonias y suministrarse de barriles y barcos, siendo éstos últimos empleados en el comercio canario-americano. Entre esas expediciones debemos reseñar la del irlandés Alejandro French al puerto de Boston en 1736. En Boston se mantenía la ficción, dada a la luz, incluso en la prensa, que su destino era Funchal. Realizó en dos ocasiones ese mismo trayecto con ese barco hasta que fue procesado por la Inquisición a resultas de una denuncia en la que se le acusaba de pertenecer a la francmasonería. Estas empresas mercantiles las siguió desempeñando a lo largo de toda su vida, como se puede apreciar en los registros aduaneros y en la contrata de compañía que realizó en 1749 con el Marqués de Celada, Diego Benítez de Lugo, miembro de una familia por aquellos años con estrechas conexiones comerciales, especialmente en el ámbito americano. Su hijo Juan Antonio y su nieto, el ya referido Gaspar de Franchy, continuaron con tales actividades mercantiles con los Estados Unidos fletando ellos directamente barcos o a través de intermediarios como Bartolomé Sinnot. Del primero conocemos en que en 1760 fleta el Cazador de 30 o 40 toneladas, procedente de Rhode Island, bajo su consignación, que transportaba madera, arroz y suela, aunque en los registros aduaneros se encargaba de sus gestiones mercantiles el anteriormente reseñado. Los continuos conflictos bélicos acaecidos a mediados de la centuria (Guerra anglo-española de 1739-40, de Sucesión Austriaca de 1741-48) y de los Siete años entre 1756-1763) obstaculizaron en buena medida estos intercambios mercantiles entre las Trece Colonias y las Canarias. Varios registros aduaneros del Puerto de la Cruz que se han conservado nos pueden dar alguna luz sobre el tráfico mercantil con los Estados Unidos a mediados del siglo XVIII. En el período de guerra acaecido entre 1739-1748, el comercio de neutrales sería la prácticamente única posibilidad de intercambio. Es el caso en 1741 del buque portugués Madre de Dios que trae bacalao desde Lisboa a los puertos de Santa Cruz y Puerto de la Cruz y exporta malvasía, o del danés La Orotava, al mando del capitán Robert Williamson, que procede de la isla de Saint Thomas y que desembarca 4445 duelas de dicha isla “de la misma calidad que la de Virginia” según reza en el registro aduanero. Evidentemente era madera norteamericana, puesto que la desértica isla antillana era incapaz de suponer comercio maderero, por lo que se trata de un eufemismo. En 1742 la corbeta holandesa San Andrés, procedente de la isla de San Eustaquio que sí precisa que lleva carga de Cabo Bretón y Tierra Firme de Canadá en la América. En 1748 la corbeta holandesa la María, procedente de la isla de San Eustaquio, sí expresa que la mercancía era millares de madera de Virginia. E idéntica carga alberga la goleta portuguesa Nuestra Señora del Libramento. La paz en 1749 reanuda este tráfico directo, pero ya con mayores expectativas y posibilidades por factores internos norteamericanos, como el espectacular crecimiento de las colonias centrales, con unos sectores burgueses e intermedios notables y por la imperiosa necesidad de mercados de las islas. En 1749 entran en el Puerto de la Cruz 9 navíos ingleses procedentes de las Trece Colonias, El puerto de procedencia mayoritario es Filadelfia, seguido en segundo lugar por el de Boston. ¿Quiénes son los consignatarios? En primer lugar, el comerciante inglés John Crosse, cónsul y miembro de un significativo linaje inglés que sobrevivió a la gran huida de los mercaderes de esa nacionalidad tras la Guerra de Sucesión; el irlandés Patricio Roch, miembro de una familia de considerable proyección mercantil en el Puerto de la Cruz durante esa centuria y el británico Eduardo Nentón, del que no sabemos nada sobre su origen. La importación esencial registrada es fundamentalmente duelas de madera de Virginia, no figurando en ningún momento cereales. En 1750, el número de navíos aumenta, pues arriban al Puerto de la Cruz 11 navíos. En cuanto a sus consignatarios sigue en primer lugar Juan Crosse, con la consignación de tres de los barcos, continúa Patricio Roch, pero ya aparecen varias familias de origen irlandés que se convertirán con el tiempo en varias de las más importantes casas de comercio del archipiélago. Nos referimos a Nicolás Blanco, Jorge Commins, Juan Cólogan y Nicolás de la Hanty. Roch está estrechamente vinculado a estas compañías. La presencia de estas empresas mercantiles nos da la clave de la creciente importancia que alcanza el tráfico canario-americano, pues estas compañías se deciden a intervenir en su ámbito. Nicolás era agente en el Puerto de su pariente, el célebre mercader y regidor del cabildo lagunero Roberto de la Hanty, mientras que los demás tenían casa propia en esta localidad. Junto con ellos nos encontramos con el mercader santacrucero de origen italiano Fernando Piar, que más tarde se dedicaría al comercio canario-americano y se establecería definitivamente en Curaçao y Caracas, para retornar en su vejez a Santa Cruz, donde fallecería. En 1751 y 1752 parece que el tráfico recibe un fuerte parón, porque sólo aparece registrado un buque en 1751 con esa procedencia a la consignación de Juan Crosse y Jorge Commins. En 1753 recibe un ligero incremento con 3 buques, para aumentar a 5 en 1754. Los consignatarios son Jorge Commins, Juan Cólogan, David Lochart, inglés, sobrino de Juan Crosse, Nicolás Blanco y Nicolás de la Hanty. Debe reseñarse entre los capitanes que realizaban este tráfico a un célebre marino, el capitán Jorge Glas, al mando de la balandra El Delfín, bajo la consignación de Nicolás Blanco. A partir de ese año no se observan registros aduaneros, pero la irrupción de la Guerra de los Siete Años en 1756 dañaría ese tráfico con certeza hasta 1763, aunque por incompletas licencias de embarque y registros de sanidad sabemos que en 1760 se reactivó.
[Gaspar de Franchy:] "la dura necesidad de abandonar las expresadas ventas de sus vinos y de malbaratar los de sus cosechas sucesivas, (...) de que también resultó que faltar reparos sus haciendas, se hubiese atrasado de tal modo que, sin embargo de haber heredado nuevas posesiones que casi producían otro tanto vino como las primeras, no haya podido tomar unos años con otros a más de 4500 pesos en cada uno en lugar de los 11.000 que antes tomaba anualmente con total quietud y seguridad, y como hay 16 años que sufre esta pérdida se sigue que la del exponente sube a más de 70.000 pesos". Franchy, que trató de averiguar las causas que explicaban el porqué de la lentitud de los progresos de las exportaciones vinícolas después de la Guerra del 63 embarcó con ánimo de averiguar los medios que pudiesen servir para fomentar el bien de su patria”. Expuso con crudeza que "los vinos secos de Canarias tienen alguna salida en Filadelfia si se toman a cambio de ellos algunos frutos del país, en especial las harinas que se gastaban en la Habana, como asimismo estaño y cobre todo en pasta y alguna poca de cerveza".
El quid fundamental del futuro de este comercio se cifraría en el tornaviaje, pues un tráfico sólo de ida era inviable y no interesaba a los norteamericanos. Mas el mercado canario era incapaz por su escasa demanda de consumir los pocos productos que ofertaban las Trece Colonias. De ahí que la venta de las harinas norteamericanas en Cuba y Venezuela fue la panacea que esgrimirían las clases dominantes insulares para hacerlo viable y servir de apoyatura y estímulo al alicaído tráfico canario-americano después de la grave crisis que supuso para él la progresiva entrada en vigor del libre comercio.
El espectacular incremento del comercio canario-norteamericano en los años 1759-60 se vio seriamente obstaculizado en los años posteriores por el recrudecimiento de la Guerra hasta el año 1763. Tras la paz, llegaría un período de bonanza que comprendería hasta la declaración de guerra por parte de España en 1779 y su consiguiente entra da en el largo conflicto bélico de la Independencia Americana. Esta etapa fue una época de esplendor de este intercambio que contrastaba manifiestamente con la crisis del canario-americano, con la excepción particularizada de la Venezuela de la Compañía Guipuzcoana y con la práctica inexistencia de intercambios con Inglaterra y los restantes países europeos, especialmente desde el punto de vista de las exportaciones insulares. Basta contratar este hecho en los registros aduaneros del Puerto de la Cruz, principal eje mercantil con Europa y los Estados Unidos. En ese año fueron exportadas a Inglaterra 160 pipas de vidueño, 9 de vidueño verde, 2 de malvasía y 1 de aguardiente. Por contra a los Estados Unidos, se puede cifrar en 1783 pipas de vidueño, 9 de verde, 16 de aguardiente y 36 de malvasía. La abultada diferencia evita todo comentario.
[...]
|