El viaje de Ulises:
El regreso de Ulises constituye el tema de la Odisea, y la personalidad de Ulises no ha dejado de enriquecerse, hasta el punto de dar lugar a un verdadero ciclo, que en Italia y en el mundo etrusco parece haber tenido un favor muy especial. Tras la toma de Troya, Ulises se peleó con los otros jefes y siguió a Agamenón. Pero pronto fue separado de éste y abordó en Tracia, donde tomó y asoló la ciudad de Ismaros. No dejó a salvo más que al sacerdote de Apolo, Marón, que le regaló doce tinajas de un vino precioso, dulce y fuerte. Luego puso rumbo al sur, y, al cabo de varios días, abordó en el país de los Lotófagos, pueblo que se alimentaba de un fruto maravilloso, el loto, tan exquisito que quienquiera que lo probara no quería marcharse ya. Ulises hubo de emplear la fuerza para arrancar a sus hombres a tales delicias.
Subiendo al norte, Ulises llegó a Sicilia, al país de los Cíclopes. Desembarcó con doce hombres, llevando una tinaja del vino de Marón. Entraron en una caverna cuyo propietario era el cíclope Polifemo, horrible gigante que no tenía más que un ojo en medio de la frente. Polifemo les encerró y quiso devorarles, dos a dos. Ulises logró hacerle beber vino, lo que sumergió al monstruo en un profundo sueño. Ulises lo aprovechó para cegarle, y él y sus hombres pudieron escapar, disimulados bajo el vellón de los carneros del gigante. Poseidón, que era padre de Polifemo, sintió desde ese momento un odio violento contra Ulises.
Escapado de los Cíclopes, Ulises llegó a la islas de Eolo, señor de los vientos, que le dio un odre donde estaban encerrados todos los vientos, salvo una brisa favorable. Pero, aprovechando el sueño de Ulises, sus compañeros abrieron el odre; se desencadenó la tempestad y les llevó a la isla de Eolo, que esta vez no quiso acogerles.
La maga Circe:
Ulises volvió a partir, al azar. Con los lestrigones, un pueblo de antropófagos, perdió todos sus barcos, salvo uno, y en esa embarcación es donde llegó a la isla de Aea, donde vivía la maga Circe. Circe era hija del Sol y de la Oceánida Perseida, y era hermana del rey de la Cólquida, Aetes. Vivía sola, con sirvientes, y metamorfoseaba en animales a todos los viajeros que llegaban a su palacio. Ulises, sin saber lo que le esperaba, envió en exploración un grupo de marineros: la maga les acogió amablemente, y les dio de beber un brebaje encantado, transformándoles en lobos, en perros, etc. Ulises, cuando no vio volver a sus compañeros, emprendió su búsqueda solo. En el bosque, Hermes le abordó y le dio el secreto para escapar a los encantamientos de Circe: que echara en el brebaje una hierba llamada moly, y la bruja estaría a su merced. Armado de la planta mágica, Ulises resistió a los encantamientos: sacó la espada y obligó a Circe a dar forma humana a sus amigos. Luego pasó con ella un mes -o un año- de delicias, y le dio un hijo, Telégono. Al partir, recibió de Circe el consejo de ir a consultar al alma del adivino Tiresias, en el país de los Cimerios.
La isla de las Sirenas:
Tiresias, debidamente evocado, revela a Ulises el porvenir que le espera, y el héroe se vuelve a marchar, infatigablemente. Costea la isla de las Sirenas, monstruos medio mujeres, medio pájaros, hijas de la Musa Melpómene y del dios-río Aqueloo; con su musica, atraían a las naves, que se estrellaban en los escollos de la isla. Tras de lo cual, ellas devoraban a los náufragos. Pero Circe había enseñado a Ulises lo que debía hacer. Ulises llenó de cera las orejas de los marineros, y se hizo atar al mástil del navío, pudiendo así atravesar sin temor el lugar peligroso. Después hubo de afrontar a los dos monstruos Caribdis y Escila, que devoraban a los marineros y provocaban temibles remolinos. Luego abordó la isla de Trinacia, donde pacían bueyes blancos consagrados al Sol. Una larga calma retuvo en la isla a los compañeros de Ulises más tiempo del que pensaban, y no pudieron menos, impulsados por el hambre, de matar un buey, durante el sueño de su jefe. El Sol fue a quejarse a Zeus. Cuando el barco volvió a partir, el dios envió una tempestad terrible, el barco zozobró y todo el mundo se ahogó, menos Ulises, que, aferrado al mástil, fue arrastrado por la mar durante nueve días con sus nueve noches. El décimo día, llegó a la isla de Calipso, una ninfa que le retuvo en ella vario años. Pero Atenea obtuvo de Zeus que enviase a Hermes a dar orden a Calipso de que dejara ir a Ulises. Y así fue como, después de haber construido él mismo una balsa y conjurado una tempestad suscitada por Poseidón, llegó, agotado pero vivo, a la isla de los Feacios.
El regreso a Itaca:
Ya los viajes de Ulises estaban casi terminados. Los feacios le acogieron con bondad, y, cargándole de muchos regalos, le hicieron llevar hasta Itaca. Pero le hacía falta reconquistar su reino, que estaba en manos de un tropel de jóvenes príncipes pretendientes que, reunidos en torno a Penélope, y devorándolo todo en palacio, imponían su ley en Itaca. Muy hábilmente, disfrazado de mendigo, Ulises consiguió deslizarse en su casa, sin dejarse reconocer más que por algunos hombres seguros. Con ocasión de un concurso de tiro con arco -que aconsejó a Penélope que organizara- aniquiló a los pretendientes, y pudo, por fin, recobrar su lugar.
Así se termina la Odisea, pero la "saga" de Ulises no se acaba con eso. Se contaba que el héroe había vuelto a hacerse a la mar, y había guerreado en Epiro, o bien que había partido a fundar ciudades entre los tirrenos (en el país de los etruscos) y que, finalmente, había sido muerto, accidentalmente, por Telégono, el hijo que había tenido de Circe.
Entre los epítetos homéricos dedicados a Odiseo destacan claramente los referidos al ingenio: astuto, fecundo en ardides, igual a Zeus en prudencia, de ánimo paciente e ingenioso.
El doblón del capitán Ahab (Pérez Reverte):
[...] Me refiero al viaje, el mar, el espacio o la tierra desconocida que huelen a peligro y a aventura. La terra incognita. Ya se trate de un viaje buscado, como el de Hernán Cortés bajo la lluvia de Taloc, Lope de Aguirre en pos del Dorado, o Claudio Bombarnac a través de la estepa rusa; de un gaje del oficio -los marinos del Narcissus, el capitán MacWhirr o el joven que cruza su primera línea de sombra-; o de los viajes forzosos, accidentales, casuales, que emprenden James Dury, señor de Ballantrae, Ben Hur, David Balfour, Peter Hardin el cazador de barcos, John Tenchard, el egipcio Sinuhé, los niños por cuya causa terminan ahorcados los pobres piratas de Huracán en Jamaica, el joven Singleton, Humphrey Van Weyden, a quien vuelven marino a la fuerza a bordo del Ghost, o el mimado y jovencísimo millonario Harvey Cheney, que descubre por accidente la rudeza del mar, del trabajo y de la vida. Quiza, fíjense ustedes, me hice a la mar por causa de algunos de ellos, y ahí está el origen del largo viaje que hoy me ha traído hasta la veranda de este hotel malayo donde, por cierto -llamen al mozo, por favor- compruebo que se está terminando la ginebra. De cualquier modo, no puedo seguir hablando de este tipo de gente, de los compañeros de viaje, sin mencionar al bisabuelo de todos. Al que primero me hizo ver más allá del mero relato, enseñándome que la vida es una encrucijada fascinante, una aventura de límites imprecisos donde todo se relaciona entre sí, donde el clavo de una herradura puede costar un reino, y donde el verdadero héroe es aquel que, consciente de su destino, viaja, navega, pelea lúcido -la lucidez es condición imprescindible para todo auténtico héroe cansado- bajo un cielo desprovisto de dioses propicios. Me refiero a Ulises, rey de Itaca, el de los muchos caminos. Viajo con él desde que lo traduje línea a línea, en un pupitre del colegio. Lo conozco, y gracias a él me conozco a mí mismo. Ulises, héroe voluntario en la guerra de Troya, se convierte en héroe involuntario en el azaroso viaje de regreso a su isla natal. Porque lo que a esas alturas de la vida pretende Ulises es regresar junto a Penélope y envejecer tranquilo, contándole a su hijo Telémaco y a sus nietos, como el abuelito Cebolleta -como yo a ustedes ahora, caballeros- la historia de aquella noche en que salió del caballo de madera junto a camaradas valerosos y crueles como él, y se hartó de degollar troyanos. En Ulises y en su aventura descubrí de modo consciente, por primera vez, todos los elementos que nutren la literatura de aventuras y también la vida misma; tal vez porque son los que reinan en el corazón y en la memoria del ser humano, del mismo modo que todos los ingredientes de treinta siglos de literatura -espero que sepan ustedes disculparme la cita culta- estaban ya contenidos en la Poética de Aristóteles. Hablo del viaje, el mar, la tempestad, el naufragio, el monstruo, el peligro, la tentación, la mujer perversa, la mujer noble y abnegada, el valor, la astucia, la ambición, la amistad, la lealtad, la justicia, el arco que nadie más puede tensar, la nodriza y el viejo perro fiel que te reconoce. Y sobre todo, la más atroz y práctica conclusión para un lector de trece o catorce años: el héroe de la novela de aventuras o de la vida misma nace cuando, enfrentado al azar o al destino, invoca en su auxilio a los dioses y no acude nadie; así que no tiene más remedio que arreglárselas como puede. Y al final, a veces, en la última página, descubrimos estupefactos que el Corsario negro está llorando, sentimos que es demasiado peso en la gruta de Locmaría, vemos arder la Bounty frente a la isla de Pitcairn o comprendemos, al fin, la sombría soledad del capitán Nemo. (Arturo Pérez Reverte)
Las Hespérides:
Hesíodo (poeta griego del s. VIII a.C.) escribe sobre el legendario Jardín de las Hespérides. Comenzaba su historia con Atlas.
Atlas era un gigante, hijo del Titán Japeto. Los titanes fueron vencidos por Zeus, rey de los dioses, que los arrojó al Tártaro -el infierno. Atlas había participado en la lucha junto a su padre, y según unos, Zeus lo condenó a sostener la bóveda celeste sobre sus hombros. Según otros, Perseo le enseñó la cabeza de la Medusa y lo convirtió en una alta montaña que sostuviera el cielo. Sea lo que fuere, Atlas debía sostener el cielo más allá de las Columnas de Hércules -el estrecho de Gibraltar.
Atlas tuvo tres hijas, las Hespérides: Egle, Eritia y Aretusa. Las tres vivían en la tierra más occidental del mundo, unas islas maravillosas en el Océano Atlántico, un paraíso terrenal donde el clima era benigno y donde los árboles producían manzanas de oro. La diosa Gea (la Madre Tierra) había hecho brotar esas manzanas como regalo de bodas para los reyes de los dioses, Zeus y Hera.
Las Hespérides cultivaban el Jardín, pero éste era custodiado por Ladon, un fiero dragón que arrojaba fuego por sus cien cabezas.
Hércules, también llamado Heracles, el héroe más grande de la Antigüedad, recibió la misión de realizar doce tareas consideradas muy difíciles o imposibles, los "Doce trabajos de Hércules". El trabajo número once consistió en robar las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides.
Hércules encontró a Atlas sosteniendo el cielo al borde del Océano, en las montañas que hoy llamamos el Atlas (Marruecos). Puesto que el dragón del Jardín de las Hespérides conocía a Atlas, Hércules lo convenció para quedarse él en su lugar sosteniendo el cielo, mientras el gigante iba a las islas y robaba las manzanas. Atlas fue al Jardín, en el que pudo entrar ya que el dragón lo reconoció; mató al monstruo, robó las manzanas de oro, y regresó donde estaba Hércules. Atlas, cansado de sostener el cielo, pretendió dejar a Hércules en esa posición, pero el héroe logró engañarle, pasarle la carga de nuevo, y huir con las manzanas.
Baal y el príncipe del Mar (mitología semítica occidental):
Según el Antiguo Testamento, Baal es la designación habitual de los "falsos dioses". Etimológicamente, es el "Señor", y ese título, por sí solo, indica la extensión de sus atribuciones. En la literatura ugarítica, Baal es una personalidad divina, de aspectos múltiples. Lleva el epíteto de "ternero" o de "becerro", y se puede reconocer una figura semejante bajo los rasgos del "Becerro de oro cuya imagen erigieron y adoraron los israelitas infieles (Exodo, XXXII, 4, I Reyes, XII, 28). Habitando en las alturas de Tsaphón -lo que significa quizá la "Nube tenebrosa"-, es un dios de la Tempestad, como el dios Hadad de los arameos. A él, o a una figura semejante u homónima, los profetas adversarios de Elías (I Reyes, XVIII) invocan en vano en la cima del Carmelo para que acabe la sequía. Dirigiendo, o encarnando los fenómenos atmosféricos y las precipitaciones, de él dependen las buenas cosechas. Armado del rayo, es también, en fin, un dios guerrero, que se eleva al rango de campeón de los dioses y conquista con alta lucha el lugar de honor entre los dioses de Ugarit.
El príncipe Yam -su nombre significa "el Mar"-, llamado también el "Juez-Río", ha decidido que le sería construido un palacio. Ha pedido la colaboración del dios arquitecto y artesano Kuthar, el "Hábil", que simboliza las civilizaciones prestigiosas de ultramar, pues, "Creta es su residencia, Egipto su patrimonio". Tal es la noticia que se le lleva al dios El. Este parece aprobar el designio de su hijo Yam y está dispuesto a reconocerle la realeza entre los dioses, sin tener en cuenta las protestas del dios Astar, pretendiente al trono divino y constantemente rechazado. Pero Yam se pone arrogante. Se presume que Baal ha rehusado pagarle el tributo, pues el Príncipe del Mar envía sus diputados a la asamblea de los dioses para pedir que se le entregue a Baal como esclavo. Al saber que se acerca la embajada, los dioses se sienten llenos de temor, y, consternados, "inclinan la cabeza sobre las rodillas. Baal les avergüenza tal cobardía y les manda levantar la cabeza. Los enviados de Yam saludan respetuosamente a El, que se declara dispuesto a entregar a Baal, no sin ironía quizá, pues les anuncia que les costará mucho trabajo. En efecto, Baal está asistido por las diosas Anat, su belicosa hermana, y Astarté. Cuando se reanuda el relato, vemos a Baal armarse para combatir al príncipe del Mar. El servicial Kunthar le ha forjado dos mazas, que, como las espadas de los héroes de las gestas caballerescas, llevan nombres simbólicos, quizá dotados de una potencia máxima: "¡Expulsa!" y "¡Rechaza!", y que "vuelan en mano de Baal como águilas". Con ellas, Baal le aplasta la cabeza a su enemigo, y Astarté proclama: "¡Ciertamente, Yam a muerto y Baal es nuestro rey!.
El mito de Baal y del Príncipe del Mar ha dado lugar a dos interpretaciones. Una, de carácter histórico, ve en Yam la personificación de los pueblos del Mar" que asaltan la costa fenicia y son rechazados por el dios nacional de Ugarit. El otro procede de una comparación de este mito y el poema babilónico de la creación, en que Marduk, el campeón de los dioses, parte en dos el cadáver de Tiamat, la potencia del Mar, para formar con él el mundo, pero las alusiones que justifican esta hipótesis son poco claras y no se puede especular sobre las considerables lagunas del texto. Si Baal no aparece como un demiurgo, al menos se le puede considerar como un ordenador del cosmos amenazado por los asaltos del elemento líquido.
"Los semitas nunca han tenido mitología. El modo neto y sencillo como conciben a Dios separado del mundo [...] excluía esos grandes poemas divinos en que desarrollaron su fantasía India, Persia y Grecia." Al enunciar este juicio, en 1855, Ernest Renan pensaba en el origen semítico de las grandes religiones monoteístas del universo: judaísmo, cristianismo, islamismo, y en la ausencia de mitos en la literatura de los árabes preislámicos, cuyo género de vida y civilización parecían mostrarles como los últimos representantes de los antiguos nómadas fundadores del monoteísmo. Poco después, el desciframiento de las escrituras cuneiformes, revelaba la existencia de la rica mitología de los semitas orientales, asirios y babilónicos, llevando a rechazar la opinión de Renan. Pero los mitos y leyendas contenidos en las tabletas asirio-babilónicas no son las creaciones propias del genio semítico, sino traducciones o adaptaciones del sumerio. Lo que se sabía hasta 1930 de las religiones semíticas occidentales no permitía hablar apenas de mitologías fenicia o siria.
Los semitas:
Llamados así por suponérseles descendientes de Sem, eran originarios al parecer del N de Arabia y se desplazaron, en emigraciones sucesivas, por el SO y S de Asia, así como por el E y N de Africa, donde desarrollaron importantes civilizaciones.
- La primera emigración fue la de los acadios, que hacia el V milenio se establecieron en Mesopotamia;
- le siguieron los amorritas, quienes en el III milenio aparecieron en Siria y posteriormente fundaron Babilonia;
- los arameos, que nomadearon por Mesopotamia, y, entre el II y el I milenio, fundaron imperios en el alto Eúfrates y en Siria;
- los hebreos, quienes en el II milenio emigraron desde Mesopotamia hasta el país de Canaán;
- los fenicios, que se situaron en el s. XXVIII en la costa N de Canaán;
- los árabes, que, en oleadas sucesivas, emigraron, a partir del s.VII d. J.C., por el E y SO de Asia, N de Africa y S de Europa,
- y los abisinios, que se ubicaron en Etiopía, fusionándose con la población de este país.
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