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Eldorado



En busca de Eldorado:
Un anciano, quizá bajo tortura, contó a los conquistadores europeos del pueblo chibcha de Colombia la historia del hombre dorado. Esto bastó para que los opresores partieran hacia el este, pero también inició una búsqueda de siglos de la mítica tierra. Cientos de miembros de una tribu vinieron de lejos para reunirse a la orilla de un profundo y oscuro lago en el cráter de un volcán extinto, a 3.000 metros sobre el nivel del mar. Un murmullo recorrió a la multitud mien tras se hizo la solemne ceremonia. El jefe fue desvestido por ayudantes, se le puso arcilla en el cuerpo desnudo y se le salpicó con polvo de oro hasta que se convirtió -como lo describió un cronista español en 1636- en Eldorado. Fue llevado hasta una balsa, donde se le unieron cuatro caciques. Después de ser cuidadosamente cargada con ofrendas de oro y esmeraldas, se empujó la balsa hacia el lago. Los cantos y la música reverberaron desde las montañas vecinas conforme el ritual llegaba a su clímax. Luego, silencio. Los caciques tiraron las ofrendas al agua y después el jefe se tiró, emergiendo de las profundidades con el cuerpo limpio de su capa áurea. La música se reanudó para llegar a un nuevo crescendo. Juan Rodríguez Freyle, el español que tan vívidamente describió la escena, nunca presenció la ceremonia. Ciertamente que cuando lo escribió, el ritual de Eldorado, si es que alguna vez se llevó a cabo, era cosa del pasado. Casi un siglo antes, los conquistadores españoles convergieron en el altiplano de lo que ahora es Colombia para buscar su legendario tesoro, y sólo lograron exterminar la cultura chibcha. Remoto y oculto de los valles cercanos, el lago colombiano Guatavita está situado a una altura de 3000 m. A la izquierda del lago puede verse la zanja con la que los europeos quisieron vaciar sus aguas. Fracasaron todos los intentos para recuperar los tesoros del lago.

Llegan los conquistadores:
El apetito de conquista y riquezas se vio estimulado por la relativa facilidad con que Hernán Cortés conquistó el imperio azteca en 1521, si milar a la de Francisco Pizarro con los incas del Perú 12 años más tarde. En abril de 1536 unos 900 europeos y un número no especificado de nativos partieron del asentamiento de Santa Marta en la costa noroeste de Colombia. Su plan era seguir el río Magdalena hasta su manantial, encontrar una nueva ruta por los Andes hacia el Perú y, quizá, descubrir otro imperio nativo listo para ser saqueado. El comandante era el austero y piadoso vicegobernador de la provincia, un abogado de Granada de 36 años, de nombre Gonzalo Jiménez de Quesada. Durante 11 meses la expedición de Jiménez de Quesada pasó enormes penurias, abriéndose camino con machetes por lo que parecía una vegetación impenetrable y vadeando pantanos sumergidos hasta la cintura. Sufrieron el peligro de serpientes, cocodrilos y jaguares. Nativos ocultos los atacaron con flechas envenenadas. Muchos de los conquistadores murieron de hambre y fiebre, y los sobrevivientes subsistieron a base de lagartos y ranas. Cuando a Jiménez de Quesada sólo le quedaban 200 hombres sanos y estaba dispuesto a regresar, su maltrecha expedición se topó con la meseta de Cundinamarca. Ante los asombrados intrusos se extendían parcelas de papa y maíz cuidadosamente cultivadas, salpicadas de pulcras y muy prósperas aldeas. Al lado de cada puerta finas hojas de oro ondulaban y tintineaban· al viento, creando lo que los europeos describieron como la "melodía más dulce" que habían oído. Habían llegado por fin al deseado hogar de los chibchas. Sorprendidos por la llegada de los extranjeros, temerosos de sus caballos, muchos nativos abandonaron sus aldeas y huyeron del temido encuentro. Otros recibieron a los visitantes como dioses que descendían del cielo, ofreciéndoles comida, mujeres y el oro que los europeos tanto codiciaban. Los chibchas obtenían el oro fácilmente de otras tribus, trocándolo por sal y esmeraldas que ellos tenían en abundancia. Pero le daban poco valor intrínseco: apreciaban su lustre y maleabilidad, que permitía a sus artesanos hacer delicados ornamentos para ser usados o para decorar casas y templos. Pero nada parecía satisfacer a los europeos, que tomaban por la fuerza lo que no se les ofrecía amistosamente. Los garrotes y jabalinas de los chibchas no fueron obstáculo suficiente para las superiores armas de fuego europeas. En cuestión de pocos meses, Jiménez de Quesada sometió a la región entera sin perder un solo hombre. Sin embargo, los rapaces europeos no podían descubrir la fuente de abastecimiento del oro chibcha. Pero un día, un anciano, tal vez bajo tortura, les reveló el secreto de Eldorado. Les dijo que ilimitados tesoros yacían al este, en las imponentes montañas donde estaba enclavado el lago Guatavita. Ahí, dijo a los crédulos europeos, un cacique ofrecía cada año a los dioses una porción de su inmensa riqueza, echando oro y esmeraldas a las aguas del lago. Después de cubrir su cuerpo con polvo de oro, el cacique se sumergía para añadir este oro a la ofrenda. Fuese un hecho, una leyenda o una artimaña para alejar a los opresores de su tierra, la historia del anciano fue aceptada inmediatamente por los europeos. Eldorado ingresó en los anales de la conquista del Nuevo Mundo, y con el tiempo pasó de ser la leyenda del extraño ritual de un cacique al objetivo de multitud de buscadores de tesoros, la tierra de increíbles riquezas que siempre se encontraba oculta y promisoria tras la siguiente montaña o al cruzar el siguiente río.
Tres mentes, un pensamiento:
Antes de Ilevar a sus hombres en busca de Eldorado, Jiménez de Quesada decidió volver primero a Santa Marta para confirmar su gubernatura del territorio montañoso que sometió y al que bautizó Nueva Granada; Pero interrumpió su partida cuando en febrero de 1539 le llegó la noticia de que otra expedición de europeos se acercaba por el noreste a su recién fundada capital, Santa Fe de Bogotá. Los extraños resultaron ser una banda de unos 160 hombres comandados por el alemán Nikolaus Federmann, en representación de la empresa comercial Welser de Augsburgo. Para compensar el apoyo financiero que Welser dio a Carlos I de España para elegirse emperador del Sacro Imperio Romano, éste otorgó a la empresa alemana la provincia de Venezuela. Federmann, que tambien buscaba conquistar algún imperio nativo, partió del asentamiento costero en Coro, meses después de que Jiménez de Quesada saliera de Santa Marta. Desde hacía dos años buscaba un camino por las montañas para llegar a la meseta de Cundinamarca. Jiménez de Quesada dio una cauta bienvenida a los hambrientos, agotados y semidesnudos extranjeros: les dio comida y ropa, y pensó en la forma de aprovecharlos para su conquista de la tierra de Eldorado. No pudo pensarlo mucho tiempo, pues supo poco después que una tercera expedición se aproximaba a Santa Fe de Bogotá, esta vez por el suroeste. Su comandante era Sebastián de Benalcázar, segundo de Pizarro en Perú. Al perseguir al remanente del ejército inca hasta el norte de Ecuador, donde fundó Quito, Benalcázar también se enteró de las riquezas de tierra adentro. Casi coincidiendo con la partida de Jiménez de Quesada de Santa Marta, Benalcázar marchó al norte desde Quito. Llegó a Santa Fe de Bogotá con una sólida tropa de europeos bien equipados, muchos de ellos montando caballos finos. También tenía una columna de siervos nativos, una vajilla de plata y 300 cerdos, una bien recibida adición a la dieta de los carnívoros europeos que habían llegado antes a la meseta. Por una muy curiosa coincidencia, cada una de las tres expediciones tenía exactamente 166 hombres cuando unieron fuerzas. Como hubo desacuerdo respecto a quién tenía prioridad para conquistar un nuevo imperio nativo, los tres líderes fueron simultáneamente a España para presentar sus reclamos ante la corte. Federmann quedó fuera del alegato cuando su compañía perdió Venezuela ante un aventurero español, y murió en el anonimato. Belalcázar recibió el mando de una de las ciudades que fundó en camino a Santa Fe de Bogotá, pero al parecer cayó después en desgracia. A Jiménez de Quesada se le negó la gubernatura y tuvo que conformarse con el título militar honorario de mariscal de Nueva Granada. Aunque murió a los 80 años y siempre soñó con hallar Eldorado, sus días de gloria habían terminado. El modelo de oro de delicada hechura, hallado en 1969, muestra una gran figura central y varios ayudantes en una balsa, tal vez sea una antigua imagen de la ceremonia. Pocos objetos como éste sobrevivieron al saqueo de Europa.
El lago Guatavita guarda su secreto:
Mientras los tres líderes alegaban sus casos ante el rey de España, la búsqueda de Eldorado ya había comenzado. Hernán Pérez de Quesada, hermano del conquistador de Nueva Granada, fue el primero en tratar de recuperar el tesoro que supuestamente estaba en el fondo del lago Guatavita. En la temporada seca de 1540, ordenó a sus hombres vaciar el lago con guajes. Luego de tres meses de paciente labor, consiguieron bajar tres metros el nivel del lago. Se recuperaron entre 3.000 y 4.000 piezas pequeñas de oro de la orilla del lago, pero nunca consiguieron llegar al centro, donde supuestamente se encontraba el codiciado botín. Cuatro décadas después se hizo un intento más audaz para vaciar el lago. Un comerciante de Bogotá empleó a miles de nativos para excavar una zanja en una de las colinas que rodeaban el lago. Cuando fue terminada, las aguas salieron del lago, esta vez bajando su nivel más de 20 metros. Se halló una esmeralda del tamaño de un huevo y varios objetos de oro, pero esto no compensó el esfuerzo. Otro cazador de tesoros excavó un túnel para vaciar el agua, pero tuvo que abandonar el proyecto cuando debido a la improvisación el túnel se derrumbó y casi todos los trabajadores murieron. Pero la leyenda seguía y llamó la atención del naturalista alemán Alexander von Humboldt, quien visitó Colombia en una expedición científica a principios del siglo XIX. Aunque su interés era solamente teórico, calculó que en el lecho del lago Guatavita yacía un tesoro de 300 millones de dólares. Llegó a esta conclusión especulando que durante un siglo participaron unos 1.000 peregrinos por año en el ritual, cada uno ofrendando cinco piezas de oro. En 1912 se hizo un intento final de vaciar el lago, cuando unos británicos buscadores de tesoros usaron bombas gigantes. Aunque vaciaron casi todas las aguas, el lodo suave del lecho hundió a los que se aventuraron a entrar. Al día siguiente el lodo se secó y su consistencia se hizo tan impenetrable como el concreto. Los británicos gastaron 160.000 dólares y recuperaron 10.000 en objetos de oro. En 1965 se puso fin a los inútiles esfuerzos para llegar al fondo del lago Guatavita, cuando el gobierno colombiano lo declaró sitio histórico.

Otras búsquedas:
En 1541, cinco años después de que Belalcázar salió de quite hacia Colombia, Gonzalo Pizarro, hermano del conquistador del Perú, salió de la ciudad en busca del Eldorado, luego de oír que el tesoro, además de oro, incluía canela, entonces muy preciada. Se le unió un mercenario llamado Francisco de Orellana. Luego de cruzar los Andes y descender a las junglas tropicales del este, la expedición se dividió: Pizarro regresó a Quito, pero Orellana siguió un ancho y lento río hasta llegar al océano Atlántico. En el trayecto se topó con una tribu cuyas mujeres eran mejores arqueras que los hombres. Vinculándolas con la leyenda griega de las mujeres guerreras, bautizó al río corno Amazonas. Otros aventureros españoles siguieron a Pizarro y Orellana, ampliando el recorrido de su misión de descubrir Eldorado por los ríos Amazonas y Orinoco. Entre ellos, el expedicionario más persistente fue Antonio de Berrío, gobernador de una vasta franja de tierra entre los dos ríos. Al igual que otros que partieron antes que él, Berrío estaba convencido de que Eldorado estaba en un lago enclavado en la cima de una montaña. Pero él afirmaba que los incas, al ser derrotados, no fueron al Guatavita, sino a un lago en las montañas de Guayana, donde fundaron una fabulosa ciudad, Manoa, de la que se contaba que incluso sus calles estaban pavimentadas con oro. Entre 1584 y 1595, Berrío comandó tres expediciones a Guayana. En la tercera prosiguió hasta la isla de Trinidad, donde se encontró con sir Walter Raleigh, quien trataba de restaurar su mermada reputación de colonizador. Durante una ronda de bebidas, el inglés sonsacó de Berrío el secreto de Eldorado, aprisionó temporalmente al español y regresó a Inglaterra para describir las bellezas de Manoa y Eldorado, como nombró al reino del hombre de oro. Raleigh no necesitó ver para creer a pie juntillas que las riquezas de Eldorado eran mayores que las del Perú. Ciertamente, escribió, "por su grandeza, por sus riquezas y por su excelente situación, (Manoa) excede con mucho a cualquier otra del mundo..." Pero el libro de Raleigh sobre Guayana no despertó interés y su propio intento de llegar a Eldorado también fracasó. Por una coincidencia, tres buscadores de tesoros se encontmron en 1539 cerca de la recién fundada Santa Fe de Bogotá (actual capital de Colombia). El mapa muestra sus rutas separadas por Ia meseta.

    Expediciones registradas:
    1530. Ambros Dalfinger, financiado por la banca de Welser, en Augsburgo, parte con doscientos soldados y varios centenares de esclavos. Dalfinger fue muerto por una flecha india. 1536. El alemán Georg Hohemut parte con pocos centenares de hombres entre alemanes y españoles. Hohemut murió asesinado por un español. 1541. El alemán Felipe von Hutten fue decapitado a su regreso por el gobernador de Venezuela. 1552. Pedro de Ursúa, un noble de Navarra que empleó métodos arteros, violentos e infructuosos. 1560. Segunda expedición de Ursúa, que murió asesinado por sus soldados en una conspiración organizada por su nuevo lugarteniente, Lope de Aguirre. 1561. Expedición comandada por Aguirre que se convirtió en banda de saqueadores y asesinos. Las órdenes extremas y arriesgadas causaron penurias y gran escasez de alimentos. El loco Aguirre hizo ejecutar a más de sesenta personas con los más fútiles pretextos. En cinco meses saqueó cuatro ciudades y diezmó a sus compatriotas. Entre sus víctimas estaban tres sacerdotes y cinco mujeres. Perseguido, cercado y abandonado por sus hombres, mató a puñaladas a su hija. Su más incondicional esbirro, Antonio Llamosa, y parte de sus cómplices fueron ahorcados. Entre 1595 y 1618 Sir Walter Raleigh con sus propios recursos equipó naves y gastó más de 40.000 libras en varias expediciones. Su prisión y eventualmente su ejecución se debieron indirectamente a esta empresa demasiado excéntrica para puestos influyentes de la corte.

La leyenda que no muere:
Durante cuatro siglos la leyenda del hombre dorado -posiblemente arrancada a un hombre desesperado que sólo quería que los conquistadores se fueran- ha fascinado y estimulado a buscadores de tesoros. Ninguno de estos aventureros encontró un lago cuyo lecho tuviera oro ni ciudades pavimentadas con el metal. El oro que hallaron consistió más bien en curiosos objetos de ornato personal y decoración de casas. Como estos objetos no cubrían las normas europeas de mérito artístico, casi todos fueron fundidos y enviados a Europa como lingotes. Los relativamente pocos objetos que sobrevivieron son hoy considerados valiosas piezas de museo. En sus frenéticos recorridos por las montañas, junglas y sabanas sudamericanas, los aventureros europeos nunca satisficieron su apetito por ganancias fáciles. Pero casi por accidente exploraron y cartografiaron todo un continente. Los impelía su codicia de oro, un incentivo que les permitió soportar increíbles penurias impuestas por el terreno desconocido, el duro clima y los nativos hostiles. En lo que respecta a los nativos, su tragedia fue la de poseer un metal tan preciado por los europeos. Para los pueblos precolombinos del Nuevo Mundo, el oro era un objeto bello para adornar gente, casas y templos. Cuando llegaron los extranjeros de allende el mar, los nativos no podían entender por qué lo deseaban tanto. No abrigaba del frío como una cobija, no llenaba el estómago como el maíz, no provocaba placer como el tabaco o la bebida fuerte. Pero era el oro lo que los europeos querían a toda costa. Quizá la codicia fue el irónico castigo de los conquistadores, y es por esto que los indeseados visitantes creyeron tan fácilmente en Eldorado, el hombre de oro, quien -si existió- desapareció mucho antes de que ellos salieran a buscarlo. El orgulloso conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada sometió fácilmente, con menos de 200 hombres, a la población chibcha, que tal vez era de un millón. Pero nunca halló las grandes riquezas que buscaba y tuvo que conformarse con un título militar honorario.
Extraído de: www.geocities.com/Augusta/5130/eldorado.htm
Autor:


Gonzalo Jiménez de Quesada (m. 1579):
Conquistador español, llegado a América en la expedición de Fernández de Lugo como Justicia Mayor de Santa Marta. En 1536 se adentró en el continente con 700 hombres y remontando el río Magdalena llegó a las mesetas interiores. Allí venció a los chibchas, fundó Santa Fe de Bogotá (1539) y dio el nombre de Nueva Granada a las tierras conquistadas. Poco después se encontró con las expediciones de Sebastián de Benalcázar y Nicolás Federman, que le disputaron la posesión de este territorio. Para resolver el conflicto volvió a España, donde consiguió el reconocimiento de sus descubrimientos y de nuevo en América fue nombrado Adelantado de Nueva Granada en 1565. Posteriormente organizó sin éxito una expedición en busca de El Dorado.

Sebastián de Benalcázar (1480-1551):
Conquistador y colonizador español. Participó en la expedición a Nicaragua y fue uno de los fundadores, y luego alcalde, de León. Se unió a Pizarro en la conquista del Perú, partió luego hacia Quito (1534) y fundó Guayaquil (1535). Penetró en la actual Colombia, fundó Cali y Pasto, y llegó a Popayán, de cuya gobernación, que le disputó Jiménez de Quesada, fue investido en España (1541). Acusado del asesinato de su subordinado Jorge Robledo y condenado a muerte (1550), murió en Cartagena de Indias, víctima de enfermedad, cuando se disponía a embarcar hacia España para apelar ante en Consejo de Indias.

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