Literatura
Bajos



Llegada al fondeadero:
Mientras remolcábamos la goleta, John «el Largo» no se separó del timonel y fue marcando el rumbo. Conocía aquel canal como la palma de su mano, y, aunque el marinero que iba sondeando en proa siempre anunciaba más profundidad que la que constaba en la carta, John no titubeó ni una sola vez. -Aquí se da un arrastre muy fuerte con la marejada -decía-, y este canal ha sido dragado, como si dijéramos, con una azada. Anclamos precisamente donde indicaba el mapa, a un tercio de milla de cada orilla, de un lado la Isla del Esqueleto y del otro la grande. La mar estaba tan clara, que podíamos ver el fondo arenoso. Cuando largamos el ancla, la fuente de espuma que desplazó hizo alzar el vuelo a una nube de pájaros, que durante unos instantes llenaron el cielo con sus graznidos; luego se posaron de nuevo en los bosques y todo volvió a hundirse en el silencio. El fondeadero estaba muy bien protegido de los vientos y rodeado por frondosos bosques, cuyo árboles llegaban hasta la misma orilla; la costa era llana y las cumbres de los montes se alzaban alrededor, al fondo, en una especie de anfiteatro. Dos riachuelos, o mejor, dos aguazales, desembocaban lentamente en una especie de pequeño lago, y la vegetación lucía un verdor extraño, como una patina de ponzoñoso lustre. Desde el barco no se llegaba a divisar el pequeño fuerte o empalizada señalada en el mapa, porque estaba encerrado por los árboles, y, a no ser porque aquél lo indicaba, hubiéramos podido creer que éramos los primeros que fondeaban desde que la isla surgió de los mares.

Maniobras para embarrancar la Hispaniola:
[...] Sólo teníamos que salvar unas dos millas, pero la navegación era difícil: la entrada a la Cala del Norte era angosta y de poco calado, y además formaba un recodo, de manera que la goleta debía ser gobernada con mucha habilidad para conseguir que llegara a su destino. Yo era un buen subalterno, que cumplía con eficacia las órdenes, y estoy seguro de que Hands era un magnífico piloto; así que fuimos sorteando los bancos sin el menor problema y con tal precisión, que contemplar la maniobra hubiera procurado un inmenso placer. En cuanto atravesamos los dos pequeños cabos que cerraban la entrada, nos encontramos en el centro de una bahía. Las costas de la Cala del Norte estaban cubiertas por bosques tan espesos como los que yo había visto en el otro fondeadero; pero éste era más estrecho, con forma alargada, que le daba el aspecto de un estuario. Frente a nosotros, en el extremo sur, vimos los restos de un buque hundido, que estaba en su última fase de ruina. Debía haber sido un navío de tres palos, pero llevaba seguramente tantos años expuesto a la injuria del tiempo, que por todas partes estaba cubierto como por inmensas telarañas de algas, que, al bajar la marea, surgían en sus mástiles chorreando agua. Sobre la cubierta ahora visible habían arraigado los mismos matorrales que en la costa veíamos cubiertos de flores. Era un espectáculo triste, pero nos aseguraba que aquel fondeadero era un buen abrigo. -Ahora -dijo Hands-, ten cuidado; hay un trozo de playa que es perfecto para varar el barco. Arena fina, seguro que nunca hace viento y está rodeado de árboles, y mira las flores que crecen como en un jardín sobre ese viejo barco. -Cuando embarranquemos -pregunté-, ¿cómo podremos volver a sacarlo a flote? -Ah -replicó-, tú tomas una maroma y la llevas a tierra, cuando la marea ya esté baja; la fijas en uno de aquellos grandes pinos; la traes a bordo y le das otra vuelta en el cabestrante, y ya no hay más que esperar la pleamar, y sale a flote el solo como la cosa más natural. (Stevenson, La isla del tesoro)


El faro del fin del mundo:
La víspera, por la tarde, cuando la goleta fue divisada, luchaba contra un viento nordeste bastante fuerte, tratando de ganar la entrada del estrecho Lemaire. En el momento que Kongre y sus compañeros la perdieron de vista en medio de la oscuridad, la brisa mostraba tendencia a caer, y bien pronto fue insuficiente para asegurar a un barco velero una velocidad apreciable. De pronto, con la brusquedad propia de estos parajes, el viento había cambiado, y la goleta se vio impelida contra el banco de arena. El capitán y la tripulación, viendo que la corriente llevaba la goleta contra una costa peligrosa, erizada de arrecifes, habían echado al agua un bote, creyendo que, de permanecer a bordo, perecerían todos, porque la goleta iba a destrozarse irremisiblemente contra las rocas. [...] Por ellos vieron que la goleta Maule, del puerto de Valparaíso, Chile, era de 157 toneladas; que el capitán se llamaba Pailha; que contaba con seis hombres de tripulación, y que había zarpado el 23 de noviembre con rumbo a las islas Fawkland. Después de haber doblado sin accidente el cabo de Hornos, la Maule se disponía a embocar el estrecho de Lemaire, cuando se perdió en los arrecifes de la Isla de los Estados. Ni el capitán Pailha ni ninguno de sus hambres habían podido salvarse, pues no tenían más refugio que el cabo San Bartolomé, y nadie había aparecido por tierra. La goleta no llevaba cargamento; pero lo importante era que Kongre tuviese un barco a su disposición para dejar la isla con todo su siniestro botín. Todos se pusieron al trabajo para no perder la próxima marea, lo que hubiera retardado doce horas el poner a flote la goleta. Era necesario a toda costa que estuviese fondeada en la caleta antes de mediodía. Allí estaría relativamente en seguridad, si el tiempo continuaba en calma.

Primeramente Kongre, ayudado por sus hombres, colocó el ancla fuera del barco, dando toda la extensión de la cadena. Antes que la marea empezase a bajar habría tiempo suficiente de llevarla a la caleta, y antes de mediodía habrían practicado un completo reconocimiento en la cala. Todas las disposiciones del jefe fueron tan rápidamente ejecutadas, que todo estaba hecho cuando llegó la primera ola. El banco de arena iba a ser recubierto en breve. Kongre, Carcante y una media docena de compañeros subieron a bordo, en tanto que los otros se retiraban hacia el interior. Ahora sólo había que esperar. Las circunstanciar favorecían los propósitos de Kongre. La brisa ayudaría poner a flote la Maule. Kongre y los otros se mantenían en la proa, que debía flotar antes que la popa. Si, como se esperaba, no sin razón, la goleta podía girar sobre su talón, la operación se simplificaría notablemente. El mar iba ganando tierra poco a poco. Ciertos estremecimientos indicaban que el casco sentía la acción de la marea. Aunque Kongre estaba ya seguro de poder desembarrancar la goleta y ponerla en seguridad en una de las caletas de la bahía Franklin, le preocupaba, no obstante, una eventualidad. ¿Estaría desfondado el casco por la parte que descansaba sobre la arena, y que no había sido posible examinar? Si existía alguna vía de agua, y por ella entraba el mar, no habría más remedio que abandonarla donde estaba, y la primera tempestad acabaría de destruirla. (Julio Verne, El faro del fin del mundo)


El atraque del Great-Eastern en el Mersey:
Bajé al día siguiente, hacia los fondeaderos que forman una doble fila de docks en las orillas del Mersey. Los puentes giratorios me permitieron llegar al muelle de New-Prince, especie de balsa móvil que sigue los movimientos de la marea y que sirve de embarcadero a los numerosos botes que hacen el servicio de Birkenhead, anejo de Liverpool, situado en la orilla izquierda del Mersey. Este Mersey, como el Támesis, es un insignificante curso de agua, indigno del nombre de río, aunque desemboca en el mar. Es una vasta depresión del suelo, llena de agua, un verdadero agujero, propio por su profundidad, para recibir buques del mayor calado, tales como el Great-Eastern, a quien están rigurosamente vedados casi todos los puertos del mundo. Gracias a su disposición natural, esos dos riachuelos, el Támesis y el Mersey, han visto fundarse en sus desembocaduras dos inmensas ciudades mercantiles, Londres y Liverpool; por idénticas causas existe Glasgow sobre el riachuelo Clyde. En la cala de New-Prince se estaba calentando un ténder, pequeño barco de vapor dedicado al servicio del Great-Eastern. Me instalé sobre su cubierta, ya llena de trabajadores que se dirigían a bordo del gigantesco buque. Cuando estaban dando las siete de la mañana en la torre Victoria, largó el ténder sus amarras y siguió a gran velocidad la ola ascendente del Mersey.

[...] El Great-Eastern se hallaba anclado a unas tres millas más arriba, a la altura de las primeras casas de Liverpool. Desde el muelle de New-Prince era imposible verlo. No lo distinguí hasta que llegamos al primer recodo del río. Su imponente mole parecía un islote medio dibujado entre la bruma. Se nos presentaba de proa, pero el ténder lo rodeó y pronto pude ver toda su longitud. Me pareció lo que era: ¡enorme! Tres o cuatro «carboneros» arrimados a él, vertían en su interior, por las aberturas practicadas sobre la línea de flotación, su cargamento de carbón de piedra. Junto al Great-Eastern aquellas fragatas parecían lanchas. Sus chimeneas no llegaban a la primera línea de portas de luz practicadas en su casco; sus masteleros de juanete no pasaban de sus bordas. El gigante hubiera podido colgarlas de sus pescantes, como botes de vapor. Entretanto, el ténder se acercaba y pasó bajo el estrave derecho del Great-Eastern, cuyas cadenas se estiraban violentamente por el empuje de las olas, y atracó a su banda de babor, al pie de la ancha escalera que serpenteaba por sus costados. La cubierta del ténder apenas alcanzaba la línea de flotación del coloso, línea que debía llegar al agua cuando la carga fuera completa, pero que aún se hallaba dos metros por encima de las olas. Mientras los trabajadores desembarcaban presurosos y trepaban por los tramos de la escalera del buque, yo, con el cuerpo echado hacia atrás y la cabeza aún más echada atrás que el cuerpo, como un viajero veraniego que mira un edificio elevado, contemplaba las ruedas del Great-Eastern. (Julio Verne, La ciudad flotante)


La goleta Ariel encalla en el vórtice:
La tripulación de la ballenera, saliendo de una especie de letargo al oír estas palabras, saltó al interior del ligero bote, que fue arriado en un momento, y empezó a cabalgar sobre la espuma sin golpear el costado de la goleta gracias al esfuerzo titánico de sus hombres. Llamaron al contramaestre con gritos unánimes; pero Tom movió la cabeza, en silencio, sin soltar la caña, y con la vista clavada en las caóticas aguas que les aguardaban. El otro bote, el más grande de los dos, fue soltado de los pescantes; y el bullicio y ajetreo del momento impidió que sus tripulantes fueran conscientes del horror de la escena que los rodeaba. Pero la voz atronadora del contramaestre: «¡Cuidado, agarraos fuerte!», les hizo detenerse; y el Ariel fue arrastrado por una ola que estrelló su quilla contra los rompientes. El golpe fue tan violento que arrojó al suelo a cuantos desatendieron el grito de advertencia, y el temblor que invadió la goleta fue como la convulsión final de una naturaleza viva. Los marineros menos experimentados creyeron que el peligro había pasado el tiempo que tardaron en recobrar el aliento; pero una ola descomunal siguió a la que acababa de azotarles, y, levantando el velero de nuevo, lo lanzó aún más lejos sobre el lecho de rocas mientras la cresta rompía sobre su aleta, barriendo la cubierta con una furia casi incontenible. Los temblorosos marineros vieron cómo el bote que acababan de soltar era arrancado de sus manos y se estrellaba contra el pie del acantilado, donde no quedó ni un fragmento de él cuando las aguas se retiraron. Pero la gigantesca ola dejó el Ariel en una posición que, en cierto modo, protegió sus cubiertas de la violencia de sus sucesoras. [...] El Ariel se rindió a un mar inclemente; y, tras una sacudida brutal, su estructura de madera se deshizo y fue arrastrada contra las rocas, con el cuerpo del cabal contramaestre entre sus despojos. (James Fenimore Cooper, El naufragio del Ariel)


[El USS H-3 embarranca en Samoa Beach (16/12/1926):]
[...] Tras considerable desgaste de pestañas uno de los serviolas anunció, para alivio del Comandante, que "veía "humo por la proa" (algo que en 1916 solía significar "vapor a proa"). La presencia de compañía parecía indicar que iban, fue una pena que el humo anunciado por el Serviola procediera de la chimenea del aserradero Hammond que, como atinadamente señalan en su relato Kit y Carolyn Bonner, estaba situado en tierra. Pero todavía fue más penoso que, con niebla y el sol de cara, las dunas que tenían ante sus narices se cofundieran con la mar y que el ruido de los diesel camuflara el de las rompientes. Un minuto más tarde el submarino, al igual que la chimenea de la serrería, también estaba en tierra, sólidamente clavado en la playa y "sumergido" en un turbador vapuleo de rompientes. Mientras bajaba presto por la escotilla de la vela huyendo de las "aguadillas" y en compañía de la guardia de puente, su desdichado Comandante ya debía tener dos cosas claras, que había "recalado" en Samoa Beach (un pelín al N) y que se había convertido en el "colega número 28". Aunque se trató de enviar una petición de auxilio por radio, al poco falló la energía eléctrica y el auxilio acabó llegando por una vía más acorde con el espíritu de esta historia: tres niños que iban a la escuela vieron el submarino en la playa y, alucinados, se lo contaron a su maestro, quien les indicó que avisaran desde el teléfono del aserradero a la estación de salvamento del Coast Guard en Humboldt Bay. Inicialmente, el personal del Coast Guard consideró muy peligroso un salvamento desde la mar pero, hacia las 15:00, tras colocar tres guías a bordo desde tierra con cañón lanzacabos y cosechar tres fracasos al intentar tender el andarivel por los movimientos del submarino y la precaria situación de su dotación, barrida por las olas, el equipo de salvamento obsequió al público con una exhibición de virtuosismo botando una embarcación desde la playa, cruzando las rompientes con ella y consiguiendo colocar un andarivel en el submarino. Poco después toda la dotación estaba en tierra, con la faz un tanto verdosa tras las emociones del día si hemos de creer el relato. (Luis Jar Torre)

(*) Humboldt Bay, cerca del límite entre California y Oregón, tiene una estrecha entrada, bancos de arena que se desplazan, intensas corrientes, densas nieblas y tiempo de carácter imprevisible. En la zona ya se habían perdido 27 embarcaciones. El H-3 había entrado en servicio en 1914, tenía 30 metros de eslora y 358 tons de desplazamiento en superficie. El USS Iroquois y el USS Cheyene (nodriza del H-3), intentaron en vano liberarlo aplicando los 3.400 HP que sumaban sus motores. Tras una operaciones criticadas de antemano por los expertos locales, el USS Milwaukee quedó también atrapado para siempre sobre la playa con 20 grados de escora


Día de amor y bonanza:
[...]
Que eres mi timonel, que eres la guía
de mi oculta sirena cantadora,
escrito está en la frente de la proa
de mi navío, al sol del mediodía.

Que tú me salvarás, ¡oh marinera
Virgen del Carmen!, cuando la escollera
parta la frente en dos de mi navío,
(Alberti)

● Como el navegante que ha de pasar entre arrecifes nunca vistos, aunque modere todo lo posible el andar de su nave, ponga manos en la sondaleza, atienda y se desviva, avanza intranquilo recelando de lo que ven los propios ojos. (Cesáreo Fernández Duro)


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