Francis Drake en Panamá. Por Phillip Nicholson: Cuando no lo pudieron persuadir (sabiendo que era imposible por lo menos muy improbable, que algún día pudiera, por ese tiempo regresar para recobrar la posición que ahora tenían: fue de opinión que era más honroso para él arriesgar su vida por un beneficio tan grande que dejar sin realizar una empresa tan importante);se unieron todos y con fuerza, mezclada con justa súplica, lo llevaron a bordo de su embarcación, abandonando el rico botín, sólo para preservar la vida de su capitán; ya que él resolvió que mientras disfrutaran de su presencia y lo tuvieran para dirigirlos podrían recobrar otros tesoros; pero en caso de perderlo difícilmente serían capaces de regresar a casa con lo poco que habían obtenido. Así, nos embarcamos al despuntar el día (29 de julio) teniendo herido a nuestro capitán y muchos hombres heridos, aunque ninguno muerto con excepción de un trompetista.Aunque nuestros médicos trabajaron diligentemente proporcionando los remedios y alivios a sus heridas, aún el cuidado principal de nuestro Capitán fue respetado por todos los demás: de tal forma que antes de salir del puerto tomamos para mayor complacencia de la tripulación, el susodicho barco de vinos. Pero antes de que la hubiéramos libertado del puerto, los del pueblo buscaron la manera de traer una de sus culebrinas que nosotros habíamos desarmado cuando nos hicieron un disparo, pero no nos impidieron llevar hacia adelante la presa a la Isla de Bastimentos o Isla Vituallas que está fuera de la bahía hacia el oeste, alrededor de una legua lejos del pueblo, en donde permanecimos los dos días siguientes para curar a nuestros hombres heridos y refrescarnos en los hermosos jardines, que allí encontramos con abundante depósitos de toda clase de deliciosas raíces y frutas, además de gran cantidad de aves de corral y de otras aves no menos extrañas y exquisitas. Después de llegar al istmo en una jornada de un día, nuestro Capitán (informado por los cimarrones que las damas de Panamá acostumbraban a enviar perseguidores y cazadores para que les atraparan variadas y deliciosas aves, que ofrecía el lugar; los que nos descubrirían sino marchábamos cuidadosamente) obligó a toda su tropa a marchar fuera de la vía ordinaria y a hacerlo con tanto cuidado y sigilo como pudieran hacia la arboleda (lo que se acordó cuatro días atrás) situada a una milla de Panamá, donde podríamos descansar a salvo y sin ser descubiertos, cerca del camino que conducía desde allí a Nombre de Dios. De allí enviamos a un cimarrón escogido, que con anterioridad había servido a un patrón en Panamá, vestido tal como visten los negros del lugar, para que fuera nuestro espía, y entrara al pueblo a averiguar la fecha y la hora de la noche en que los acarreadores conducirían el tesoro desde la casa del Tesoro Real hasta Nombre de Dios. Ellos acostumbraban a hacer su travesía de Panamá a Ventacruz, que está a seis leguas, siempre de noche porque la región es toda expuesta, y resulta muy cálida durante el día.Pero de Ventacruz a Nombre de Dios con frecuencia llevan el tesoro por tierra de día y no de noche, porque todo el camino está lleno de bosque y, por lo tanto, es muy fresco y frío; a menos que los cimarrones afortunadamente los encuentren y los hagan sudar de miedo;como algunas veces lo han hecho; después de lo cual están contentos de proteger sus recuas palabra española para una manada de bestias de carga significando aquí una serie de mulas] con soldados, a lo largo del camino. Este último día, nuestro capitán observó y examinó la mayor parte de aquella bella ciudad, percibiendo la inmensa calle que corre directamente del mar hacia la tierra sur y norte. A eso de las tres de la tarde, llegamos a esta arboleda para mayor seguridad a lo largo de un río, que estaba casi seco en esa época del año. Habiéndonos escondido en el bosque, enviamos nuestro espía una hora antes de la noche , de manera que para la caída de la tarde estuviera en la ciudad, tal como sucedió.De allá volvió de inmediato junto a nosotros para informarnos de lo que felizmente escuchó de sus compañeros: el tesorero de Lima que intentaba pasar a España en el primer aviso (barco de 350 toneladas y muy buen velero) estaba listo aquella noche para emprender su viaje hacia Nombre de Dios, con su hija y su familia, contando con catorce mulas en su tripulación, de las cuales ocho estaban cargadas con oro, y una con joyas. A la que le seguirían otras dos recuas de cien mulas cada una, cargadas en su mayoría con víveres y con una pequeña cantidad de plata, para salir esa noche una detrás de la otra. Había veintiocho recuas. Las más grandes son de setenta mulas y la menor de cincuenta a menos que un hombre en particular alquile para sí diez, veinte o treinta, o las que necesite. Después de este aviso, marchamos enseguida cuatro leguas hasta que llegamos a dos cerca de Ventacruz, por donde marchaban dos de los cimarrones que enviamos anteriormente y, por el olor a fósforo, encontraron y trajeron a un español que estaba dormido en el camino, a quien sorprendieron y como era sólo uno, le cayeron encima, le cerraron la boca para que no hiciera ruido, le quitaron sus fósforos y lo ataron de tal manera que estaba casi estrangulado cuando llegó hasta nosotros. Al examinarlo, encontramos que era cierto todo lo que nuestro espía nos había informado, y que éste era un soldado que estaba junto con otros, al servicio del tesorero, para proteger y conducir el tesoro desde Ventacruz a Nombre de Dios. Al enterarse este soldado de quién era nuestro capitán, se armó de valor y fue audaz al hacerle dos peticiones. Una era que para conservar la vida “dirigiría a los cimarrones que odiaban a los españoles, y en especial a los soldados , pero de los que no dudaba que le obedecerían en todo lo que les ordenara”. La otra que”viendo que él era un soldado y seguro de que esa noche podrían tener más oro, además de joyas y perlas de gran valor, que las que todos ellos pudieran cargar (y sino, entonces, tendría que encargarse de cuanto quisieran); pero si todos los aceptaban así, entonces podría agradar a nuestro Capitán. Tanto había escuchado lo que nuestro Capitán había hecho con muchos otros; por lo que haría su nombre tan famoso como cualquiera de ellos que hubiera recibido un favor similar. Al llegar al lugar señalado , nuestro Capitán, con la mitad de sus hombres [a 8 ingleses y 15 cimarrones] se colocaron en un inmenso yerbatal que estaba a un lado del camino a unos cincuenta pasos. John Oxnam con el capitán de los cimarrones y la otra mitad, se situaron en el lado opuesto, a igual distancia, pero tan atrás, para que cuando se presentara la ocasión, el primer grupo podría tomar por el frente las mulas delanteras y las traseras, porque cuando están amarradas juntas, siempre van una tras otra; y, en especial, si tuviéramos necesidad de usar nuestras armas aquella noche, pudiéramos estar seguros de no herir a nuestros compañeros. No estuvimos en esa acechanza por más de una hora, cuando escuchamos las recuas que venían, tanto de la ciudad a Ventacruz como de Ventacruz a la ciudad, las que realizan el acostumbrado gran canje cuando llegan las flotas. Las escuchamos por el tañir de las campanas de sonidos graves, que en una apacible noche, se oían desde muy lejos. Aunque se dieron tantas órdenes como fue posible, para que ninguno de nuestros hombres se descubriese o moviese , sino permitir que todo lo que viniese de Ventacruz pasase tranquilamente, aún las recuas, porque sabíamos que no traían consigo nada más que mercancía; uno de nuestros hombres llamado Robert Pike, habiendo bebido mucha aqua vitae sin agua, se olvidó de sí mismo y persuadió a un cimarrón para que se adelantara en el camino, con la intención de mostrarle su audacia a las mulas delanteras. Y, cuando se acercó un caballero de Ventacruz, bien montado, con su paje manejando el estribo, se levantó, repentinamente, para ver quién era; pero el cimarrón, más discreto, lo tiró al suelo y se acostó sobre él para que no pudiera descubrirlo más. A pesar de ello, el caballero diose cuenta, al ver a uno vestido de blanco; porque todos nos habíamos puesto camisas sobre nuestras ropas para estar seguros de reconocer a nuestros propios hombres en la oscuridad de la noche. dado lo que vio, el español, aceleró su caballo, cabalgó en falso galope, deseoso no solo de librarse de su duda, sino también de dar aviso a otros de que debían evitarlo. Nuestro capitán, quien escuchó y observó , debido a la dureza del suelo y a la quietud de la noche, el cambio de este caballero , de un trote a un galope, sospechó que había sido descubierto, pero no podía imaginar por falta de quien, ni tampoco el tiempo le dio oportunidad de investigarlo. Por lo tanto, considerando lo que podía ser por lo peligroso del lugar, bien conocido por los viajeros corrientes, permanecimos inmóviles a la expectativa de la llegada del tesorero que venía hacia nosotros. Pero al encontrarlo el jinete (como supimos después por las otras recuas) e informarle de lo que acababa de ver aquella noche, y de lo que había oído del Capitán Drake por largo tiempo (...) conjeturó como lo más verosímil (...) que el supuesto Capitán Drake o alguien por él, decepcionado de esperar obtener un gran tesoro,tanto en Nombre de Dios como en otros lugares, venía por otros medios o por tierra, cubierto a través del bosque, hacia este lugar para lograr su objetivo. Por lo tanto, los persuadió sacar su recua fuera del camino y dejar que pasaran las otras que venían detrás. Eran recuas completas pero cargadas en su mayoría con víveres, así que la pérdida sería mucho menor si sucedía lo peor y aún servirían para descubrirlos, tan bien como lo mejor. Así, por la imprudencia de uno de los de nuestra tropa, y por la cautela de este viajero, se nos fue de las manos este rico botín, por lo que se podría pensar que Dios no dejaba que se tomase porque, con toda probabilidad, fue honestamente habido por aquel tesorero. Las otras dos recuas no habían llegado del todo hasta nosotros, cuando fueron detenidas y secuestradas. Uno de los principales mensajeros, un compañero muy sensible, le contó a nuestro Capitán cómo fuimos descubiertos, y nos aconsejó que para nuestra conveniencia nos trasladáramos pronto, a menos que tomáramos el control total de la ciudad y del país antes que el día cayera. Nos agradó muy poco el habérsenos privado de esta recua de oro y que no pudiéramos encontrar más que dos caballos cargados de plata; pero acongojó mucho más a nuestro Capitán el hecho de que fue descubierto por imprudencia de uno de sus propios hombres. Sabiendo que era tonto afligirse por cosas pasadas y aprendido por experiencia, que toda seguridad en extremo consistía en ganar tiempo [por ejemplo, adoptar de antemano una decisión instantánea]después de una consulta no muy larga con Pedro, el jefe de nuestros cimarrones, este declaró que “había dos posibilidades: una era, regresar otra vez por el mismo camino secreto por el que vinimos, a una distancia de cuatro leguas dentro del bosque, o por el contrario, marchara delante, por el camino hacia Ventacruz, que era de dos leguas y abrirse paso con la espada a través de los enemigos”. Al considerar las largas y agotadoras marchas que habíamos efectuado, principalmente esa última tarde y el día anterior, resolvió tomar el camino más corto y disponible, como si escogiera más bien hacer frente a sus enemigos, mientras se tuviera algo de fuerza, que ser encontrados o perseguidos cuando estuviéramos rendidos de cansancio, principalmente al tener ahora las mulas que les facilitarían una parte del trayecto. Por lo tanto, ordenándole a todos que se refrescaran moderadamente con semejante depósito de víveres como el que teníamos aquí en abundancia, les dio a conocer su resolución y razón, preguntándole a Pedro, por su nombre, “si él nos daría su mano para no desampararlo” porque sabía que el resto de los cimarrones también se pararían fuerte y firme;tal era la fidelidad que le tenían a su jefe. Estando muy contento de la decisión, le tendió la mano a nuestro Capitán y juró que: “si seguía por ese camino prefería morir a sus pies antes que dejarlo en manos de los enemigos”. Ya fortalecidos, iniciamos nuestro viaje hacia Ventacruz con la ayuda de las mulas hasta que llegamos a una milla del pueblo, donde enviamos de regreso las recuas, ordenándole a sus conductores no seguirnos so pena de perder sus vidas. Aquí el camino se corta a través del bosque sobre unos diez o doce pies de ancho, de tal manera que dos recuas pueden pasar una al lado de la otra. La fertilidad del suelo, hizo que con las frecuentes pisadas y cabalgatas en el camino, los bosques crecieran tan espesos como nuestros más tupidos setos en Inglaterra. A la mitad del bosque, una compañía de soldados, que permanentemente habitaban aquél pueblo para defenderlo contra los cimarrones, se adelantaron para detenernos en el camino, si podían y si no, para refugiarse en su fortaleza y esperarnos desde allí. Un convento de frailes, de los cuales uno se convirtió en jefe, se unió a estos soldados para tomar parte en la defensa. Nuestro Capitán, comprendiendo por los dos cimarrones, quienes con gran atención y silencio marchaban ahora ante nosotros casi que a la mitad de la distancia que recorre un proyectil, que era tiempo de armarnos y de dirigirnos a nuestros medios de defensa porque ellos sabían que el enemigo estaba a la mano, por el olor de sus fósforos y por escuchar cierto ruido, ordenó que nadie hiciera ningún disparo hasta que los españoles gastaran sus balas primero, lo que pensó que no harían antes de que hablaran como realmente aconteció. Tan pronto como estuvimos al alcance de su oído, un capitán español gritó “Hoo! “Nuestro Capitán le contestó de igual forma y al preguntársele” Quién vive! “respondió Ingleses”, pero cuando el mencionado comandante le dijo que: “En nombre del Rey de España su Señor, deberíamos rendirnos prometiendo en la palabra y en la fe de un caballeroso soldado que si lo hacíamos así, nos trataría con toda cortesía”, nuestro Capitán , acercándose un poco más le respondió que: “por el honor de la reina de Inglaterra, Su Señora, tendría que cruzar ese camino”, y de inmediato,le descargó su pistola. Inmediatamente después dispararon todas sus balas las que aunque hirieron ligeramente a nuestro capitán y a varios de nuestros hombres, causó la muerte a sólo uno de los de nuestra tropa llamado John Harris, quien estaba tan lleno de pólvora por la lluvia de disparos (que parecía que los habían usado en su totalidad o “cuarteado” (...) que no pudimos devolverle la vida, aunque continuó con nosotros todo ese día. Tan pronto como nuestro Capitán se percató que sus disparos iban disminuyendo, como las últimas gotas de un gran aguacero, nos dio, con su silbido la señal acostumbrada para contestarles con nuestros disparos y flechas y marchar así sobre el enemigo, con intención de atacarlo de cerca y de unirnos a aquellos que se habían retirado o a un lugar de mayor seguridad. Al percatarse los cimarrones se hicieron a un lado por el temor de que los alcanzaran los disparos; sin embargo, tan pronto como se dieron cuenta, porque nos oyeron, que marchábamos hacia ellos, todos se lanzaron, unos detrás del otro, atravesando el camino, con sus flechas listas en sus arcos y en su costumbre campesina de danzas o saltos y cantando “Yo pehó. Yo pehó”. Llegaron hasta nosotros, donde continuaron saltando y cantando, a la usanza de las guerras de su propio país, hasta que ellos y nosotros alcanzamos algunos de los enemigos, quienes cerca del final del pueblo, se habían reunido en el bosque, para detenernos, como lo hicieron anteriormente. Cuando nuestros cimarrones, totalmente fortalecidos, vieron nuestra resolución, irrumpieron a través de la espesura a ambos lados de ellos, y los forzaron a huir, a los frailes y a los otros, a pesar de que varios de nuestros hombres estaban heridos y especialmente un cimarrón, fue traspasado con una de las lanzas, pero su coraje y mente le ayudaron tanto, que vengó su propia muerte antes de morir, matando a quien le había dado esa mortal herida. Nosotros, a toda prisa y siguiendo esta persecución, entramos al pueblo de Ventacruz. Tenía alrededor de cuarenta o cincuenta casas, y contaba tanto con un Gobernador como con otros oficiales y algunas casas hermosas, con muchos depósitos grandes y fuertes, para las mercancías que llegaban desde Nombre de Dios por el Río Chagres , para ser transportadas en mulas hasta Panamá, además del Monasterio, en donde encontramos más de mil bulas e indultos recientemente enviados desde Roma. En aquellas casas encontramos a tres damas, que recientemente habían parido a pesar de que sus moradas estaban en Nombre de Dios, porque como nos informaron se había observado desde mucho tiempo atrás que ninguna española o mujer blanca podía dar a luz en Nombre de Dios con seguridad para sus niños, porque estos morían en dos o tres días. Después de haber nacido, los llevaban a Ventacruz o a Panamá por cinco o seis años y luego a Nombre de Dios, y si escapaban a la enfermedad, durante el primero o segundo mes, por lo general vivirían allí tan saludables como en cualquier otro lugar, aunque como dicen ellos, ningún extraño lo resistía mucho tiempo sin grandes peligros de muerte o de enfermedades graves. A nuestro primer arribo con armas al pueblo, tan repentinamente, estas damas sintieron mucho miedo. Aunque nuestro Capitán dio orden estricta a todos los cimarrones que no le harían nada malo ni tomarían cosa para ellos ni siquiera por el valor de una liga ( que mientras tuvieran armas en la mano, lo que prometieron formalmente y cumplieron con no menos fidelidad) y a pesar que tenían suficiente protección y seguridad de las tropas que nuestro Capitán les envió, con el propósito de protegerlas , nunca cesaron de insistir seriamente en que nuestro Capitán estuviera con ellas, para su mayor seguridad. Cuando lo hizo y ante su presencia les informó de la orden que había sido dada anteriormente y de la afirmación de sus hombres, quedaron satisfechas. Mientras nuestros guardias, no sin gran dificultad, se colocaron tanto sobre el puente por el cual teníamos que pasar como al final del pueblo por donde entramos (no tienen otra entrada por tierra, pero hay otra acuática para llevar y traer mercancías de sus fragatas) nos dieron la libertad y la calma para permanecer en este pueblo por hora y media; no sólo nos refrescamos, sino que nuestra tropa y los cimarrones hicieron un gran saqueo, que nuestro capitán permitió y dio (puesto que no era lo que él buscaba) para que el botín no fuera muy incómodo o pesado en relación a nuestro viaje, o defensa propia. Poco antes de que partiéramos, llegaron unos diez o doce jinetes de Panamá, aparentemente porque suponían que habíamos salido del pueblo, ya que todo estaba muy tranquilo y silencioso; llegaron para entrar secretamente, pero al encontrar tal recibimiento, los que pudieron cabalgaron por miedo, más rápido para volver que lo que hicieron antes por una esperanza. Al concluir nuestras andanzas en este pueblo, y al apuntar el alba, marchamos sobre el puente manteniendo el mismo orden con que lo hicimos anteriormente. En nuestra opinión estábamos a salvo, como si estuviéramos rodeados de paredes y trincheras, de manera que ningún español podría seguirnos sin extremo peligro. Mucho menos ahora que nuestros cimarrones habían aumentado su valentía. Pero nuestro Capitán considerando que tenía un largo camino por delante y que estaba ahora muy cerca, a quince días, de su barco, donde dejó a su tripulación muy débil debido a las enfermedades, apresuró el viaje tanto como pudo, rehusando visitar los otros pueblos de cimarrones (lo que ansiosamente le suplicaron) y animó a su tripulación con tal ejemplo y discurso que el camino les pareció mucho más corto, ya que marchó alegremente y nos aseguró que no dudaba que antes de abandonar la costa seríamos muy bien pagados y gratificados por todos los dolores sufridos. Debido al apuro de nuestro Capitán y al abandono de los pueblos, avanzamos por muchos días con los estómagos hambrientos y muy en contra de los deseos de nuestros cimarrones, quienes nos hubieran detenido por lo menos un día de este continuo viaje para poder cazamos suficientes vituallas. Durante nuestra ausencia, el resto de los cimarrones construyó un pequeño poblado a tres leguas del puerto donde yacía nuestro barco. Nuestro Capitán quedó satisfecho por sus grandes y continuas súplicas para que se quedara y sostuvieron que sólo lo construyeron con ese propósito. Al acceder a ello, dijo que la carencia de zapatos sería suplida por los cimarrones, quienes eran de gran ayuda para nosotros. Todos nuestros hombres se quejaban de las dolencias de sus pies, y nuestro capitán los acompañaba en su lamento, algunas veces sin causa, pero otras con verdaderos motivos, lo que hizo que el resto soportara la carga más fácilmente. Durante todo el tiempo que estuvimos agobiados, estos cimarrones nos dieron muy buenos servicios continuamente y en particular durante este viaje, siendo para nosotros más que agentes informadores, guías para dirigirnos en el camino, abastecedores que nos proporcionaban víveres, obreros para construir nuestras habitaciones, teniendo además unos cuerpos hábiles y fuertes para cargar todos nuestros menesteres. En realidad, muchas veces cuando alguien de nuestra tropa se desvanecía por enfermedad o cansancio, dos cimarrones lo llevaban con facilidad entre ellos, por dos millas seguidas y, otras veces, cuando era necesario, demostraban ser no menos valientes que industriosos, y de buen juicio. Desde este pueblo, a nuestra primera entrada en la tarde del sábado (22 de febrero), nuestro Capitán envió a un cimarrón con un presente y cierta orden para el jefe, quien en esas tres semanas, mantuvo buena vigilancia contra el enemigo y se ingenió en el bosque para conseguir víveres frescos para el alivio y recobro de los hombres que se quedaron a bordo. Tan pronto como este mensajero llegó a la costa y llamó a nuestro barco, como si traía nuevas noticias, los que ansiaban escuchar sobre la prisa de nuestro Capitán lo llevaron a bordo de inmediato. Cuando mostró la delgada lanza de oro y dijo que nuestro Capitán se la envió como regalo a Ellis Hixon, con la orden de encontrarlo en un río, aunque el Jefe conocía muy bien la lanza del Capitán, pero debido a la amonestación y precaución que le dieron al partir (aunque no se percató de ninguna señal para desconfiar del cimarrón) se detuvo como asombrado, como si algo malo le sucediera a nuestro Capitán. Al percibir esto, el cimarrón le dijo que era de noche cuando le enviaron, de manera que nuestro Capitán no pudo enviar ninguna carta, pero que sin embargo, con la punta de su cuchillo escribió algo sobre la lanza, por lo que dijo que: "esto sería suficiente para dar crédito al mensajero". Enseguida, el Jefe vio escrito "Por mi, Francis Drake", por lo que se creyó, y según el mensaje , preparó las provisiones que pudo, y se dirigió a la boca del río Tortugas, como lo llamaron los cimarrones que fueron con él. Aquella tarde, a eso de las tres en punto, llegamos al río, a menos de media hora antes que viéramos nuestra embarcación lista para recibirnos, lo que fue para todos nosotros un doble regocijo. Primero porque los vimos y segundo porque fue tan pronto. Nuestro Capitán, con toda nuestra tripulación, alabó a Dios de todo corazón porque volvimos a ver a nuestra embarcación y a nuestros compañeros. (Phillipp Nichols. Sir Francis Drake revived; calling upon this dull or effeminate age, to follow his noble steps for gold and silver)
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