Don Sebastián (Lisboa 1554-Alcazarquivir 1578): Desde el primer instante de su reinado, don Sebastián empezó a cavar la fosa en la que había de precipitarle su carácter místico e impulsivo. Sintiéndose predestinado para salvar a la amenazada cristiandad, no cesó de organizar, con espíritu más caballeresco y novelesco que práctico, proyectos de ejércitos y armadas, expediciones y otras empresas muchos de los cuales no pudieron ser llevados a cabo; no obstante lo cual, en 1574 se embarcó en secreto para Marruecos, de donde no tardó en volver, tras haber probado su valor y su fantasía en sus enfrentamientos y negociaciones con los moros. Fue el prólogo de su desgraciada expedición del año 1578 a dicho país africano, en la que perdió la vida frente a las murallas de Alcazarquivir y en la que fue destrozado su ejército de más de dieciséis mil combatientes. El desastre dejó vacante el trono de Portugal y dio lugar a la unión peninsular, que duraría desde el reinado de Felipe II, tío del desventurado don Sebastián, hasta el de Felipe IV. A partir de la muerte del joven rey, cuyo cadáver nunca fue hallado, y al que nadie pareció ver morir, las coplas de Bandarra adquirieron un nuevo sentido: el Mesías que anuncian no es otro que el rey don Sebastián, el cual ha de volver para instaurar un nuevo Imperio, que se convertirá en la verdadera y providencial razón de ser de Portugal. (Angel Crespo) La creencia en esta especie de leyenda-profecía (Sebastianismo) renació ante la dominación española cuando Felipe II accede al trono de Portugal. Empezó a rumorearse que el rey no había muerto y que regresaría para salvar a su país. Surgieron mesías y liberadores que se hicieron pasar por el rey Sebastián. Aunque muchos fueron descubiertos y ajusticiados, la leyenda pervivió incluso después de lograda la independencia. Fernando Pessoa fue el último gran sebastianista y el más singular de ellos. Entre el gran número de seguidores se encontraba el gran prosista António Vieira.
El milenarismo y las expediciones portuguesas: El jesuita Antonio Vieira (1608-1697), el más célebre predicador portugués de su tiempo, y que figura entre los nombres más grandes de la literatura barroca, era un auténtico milenarista. Nacido en Brasil, pasó allí parte de su vida y murió en ese país. Fue un infatigable defensor de los indios. Partidario de la independencia de Portugal respecto a España, vio en Juan IV de Braganza al restaurador de la patria y al rey oculto que habían anunciado las trovas de Bandarra. Al margen de sus sermones de carácter escatológico, Vieira expresó sus concepciones milenaristas en tres escritos principales: las Esperanças de Portugal (1659); la Historia do futuro, comenzado probablemente en 1649 y nunca concluido, y finalmemte la Clave de las profecías (en latín), del que habló por primera vez en 1667, obra asimismo inacabada y de la que sólo se conservan fragmentos. Vieira dedicó mucho espacio en sus libros a probar que las profecías de David, Isaías y Daniel anunciaban el quinto imperio del mundo, y vio en los viajes de descubrimiento hasta los últimos confines de la tierra el comienzo de su llegada. Tras haber demostrado que habrá un quinto imperio, formula la pregunta: ¿será en este mundo o en el otro? Responde, categóricamente: Es opinión común de los santos, recibida y seguida por los comentaristas, que ese reino e imperio de Cristo, profetizado por Daniel, es un imperio de la tierra y en la tierra. En la concepción de Vieira, Cristo no reinará directamente en el mundo regenerado, sino que ejercerá su soberanía a través de sus dos representantes, el Papa y el rey de Portugal, una vez que la Iglesia ha alcanzado su último estado de perfección. Jerusalén será restaurada en toda su gloria. El pecado desaparecerá, merceda a la conversión de los infieles y a la muerte anticipada de los pecadores que se nieguen a convertirse. En esta quinta monarquía, la vid acontinuará como hoy, con la agricultura, la industria y el comercio, pero no habrá guerras. Este estado de perfección durará mil años, antes del retorno del Anticristo y el fin del mundo. Lisboa ocupará el centro de imperio de Cristo en la tierra, porque la ciudad es, según decía Vieira, la sede más proporcionada y la más apta para el destino que le ha asignado el Supremo Arquitecto (...) [La ciudad] Aguarda entre sus promontorios, que son como dos brazos abiertos, (...) la obediencia voluntaria de todas las naciones que descubrirán su solidaridad, incluso con las poblaciones de las tierras aún desconocidas actualmente y que habrán perdido la injuria de ese nombre. Mientras que el Papa será el único pastor espiritual de la humanidad, el rey de Portugal, en calidad de emperador del mundo, será el árbitro universal. Pondrá fin a todos los conflictos con los que las naciones se destruyen entre sí y mantendrá al mundo entero en la paz de Cristo cantada por los profetas. (Jean Delumeau)
Las trovas del zapatero de la villa de Trancoso (1530):
Episodios de sebastianismo tardío:
Diversos impostores: Las profecías de Bandarra pasaron a ser leídas con ojos diferentes: el Mesías cuyo regreso anunciaban era don Sebastião. El público lector ya no estaba formado únicamente por cristianos nuevos, sino por nobles nostálgicos. Versiones sucesivas fueron adaptando la redacción a su nuevo sentido, de tal modo que la restauración de 1640 parecía confirmar las trovas. Considerado como profeta nacional, el zapatero fue venerado como santo. El arzobispo de Lisboa autorizó la colocación de una imagen de Bandarra en un altar de la ciudad. Don João IV tuvo que prometer que si don Sebastião volviese, le entregaría el trono. A partir de entonces, el sebastianismo se mantuvo por mucho tiempo en la conciencia popular como una especie de nacionalización del mesianismo judaico, que lleva a creer, en tiempos de sufrimiento colectivo, en la venida de alguien que no se sabe quién es ni de dónde vendrá, pero que ha de salvarnos a todos; a mediados del siglo XVIII, Alexandre de Gusmão se dio cuenta de la afinidad entre el sebastianismo y el mesianismo, clasificando a los portugueses en dos grupos: los que aún esperaban al Mesías (los judíos) y los que siguen esperando a don Sebastião. Pero el mito no fue sólo popular y sirvió de base a especulaciones irracionales que llegaron a apoderarse de espíritus cultos. El mejor exponente del sebastianismo erudito fue el padre António Vieira, que buscó en las trovas de Bandarra argumentos para su grandioso proyecto de un imperio universal, en el cual judíos y cristianos aparecen unidos en una Iglesia nueva y purificada de los antiguos pecados. El emperador sería don João IV, porque eso se desprendía necesariamente, pensaba Vieira, de los versos. Sin embargo, don João IV murió sin que se hubiese realizado la profecía. La certeza de Vieira era tan firme que, de esta muerte, sólo extrajo una conclusión: la de que don João IV habría de resucitar para que la profecía se cumpliese. A pesar de ser perseguido por la Inquisición (por éste y otros motivos), el gran predicador mantuvo aquella certeza hasta el final de su vida. Con las invasiones francesas, ya e el siglo XIX, hubo un nuevo brote de sebastianismo. Media Lisboa se hizo sebastianista. En los tiempos en que escribo, poco o nada han perdido los sebastianistas de su vigor. Conozco uno que muestra en su casa, por el microscopio, representados en una colección de conchas, los últimos acontecimientos públicos de Europa. No hace mucho que recibieron avisos ciertos del Algarve de haber avistado desde allí una isla oculta, con una escuadra que debe traer al rey y un muelle soberbio por el que debe embarcar. Se vende el plano de esta isla junto al Pátio da Moeda, en la Rua Direita de S. Paulo, en Lisboa, y representa perfectamente las frondosas arboledas que la cubren, las playas, el palacio del rey, los leones que lo guardan y al propio rey paseando entre ellos, vestido de gala. Hasta se hallan pintados en ella dos religiosos que le vieron y le hablaron y, habiendo regresado al continente, así lo juraron en Roma. Es de esta isla de donde debe salir don Sebastião para ir con un gran ejército a combatir a Napoleón en persona, que debe morir a sus manos en el campo de Sertorio, junto a Evora, y formar después el quinto imperio previsto por Bocarro en sus Anacephaleoses da Monarquia Lusitana. (J.A. das Neves, 1810) También había quien pensaba que el libertador ya había llegado y estaba escondido en un navío de guerra de la flota rusa que se encontraba anclada en el Tajo. Los miradores estaban llenos de gente a la espera de la hora del desembarco. Junot, irritado, obligó a dispersarse a la muchedumbre, diciendo que ellos esperaban no era a don Sebastião, sino a los ingleses. Llevado por los emigrantes portugueses, el sebastianismo pasó a Brasil, donde fue rápidamente asimilado y adaptado por las poblaciones de esclavos y por las gentes del nordeste. Uno de los últimos dramas del sebastianismo fue la guerra dos canudos (1897), provocada por la represión de un movimiento popular del nordeste brasileño. El movimiento se desencadenó por la predicación de un matón iluminado, Antonio Conselheiro, que anunciaba que, al finalizar el siglo, don Sebastiao volvería y traería la justicia para los hambrientos y miserables. Para reprimirle fueron necesarias varias expediciones militares, que terminaron en una carnicería de muchos millares de habitantes del sertão. Posteriormente, el sebastianismo se convirtió en un ingrediente poético, una especie de colorante con el que los poetas fabrican sus tintas. Las obras de Fernando Pessoa y Ariano Suassuna están impregnadas de sebastianismo; en el primer caso el sebastianismo culto de Vieira, en el segundo, el sebastianismo bárbaro de los hombres del nordeste brasileño. Pero, más profunda que el artificio literario, la conciencia sebastianista permanece como estado instintivo y permanente. El mito del rey que ha de volver en una brumosa mañana es aún hoy un lugar común del lenguaje. Nadielo dice en serio, pero la frase es usada muchas veces para aludir a un intraducible estado del espíritu que consiste en creer que aquello que se desea profundamente no dejará de suceder, pero al mismo tiempo en esperar que suceda, independientemente de nuestro esfuerzo y sin implicación de nuestra responsabilidad. (Hermano Saraiva)
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