Cabeza de Perro. El último pirata. Por Dulce María Loynaz:
Tres males hay, entre los padecidos por la Humanidad desde su aparición en el planeta,
que se ensañaron, valga la expresión, en las tierra, cálidas de nuestra América, y los tres nos vinieron por el mar.
Son ellos los ciclones, la esclavitud y la piratería, males viejos, por cierto, a los que si añadimos la fiebre amarilla, resultan otros cuatro jinetes dignos del Apocalipsis. En el granero de los pueblos jóvenes siempre estuvo el forraje de su, cabalgaduras.
Bajo el tropel de cascos, ya puede suponerse qué existencia se tendría en los predios de su elección; asombra a veces ver cómo pudieron algunas razas o generaciones sobrevivir a enemigos coaligados, cuando parece que bastaba uno para aniquilarla. Y aunque el saber de los proverbios no le fía cien anos a las calamidades más longevas, sabemos que la nuestras multiplicaron esa cifra.
Ciclones y mosquitos habremos de cargarlos a la cuenta de la Naturaleza: ella que nos libró de los duros inviernos europeos, no tuvo empacho en apretar por otro lado las clavijas. Suerte fué que de unos y de otros nos enseñaron a defendernos, en lo que va de siglo, el padre Viñes y el doctor Finlay.
Con sus ilustres nombres queda cenado el capítulo de es tas desdichas tropicales; en cuanto a esclavos y piratas que hechura fueron de los hombres, con mayor fundamento por los hombree también se erradicaron.
Sobre estos últimos cabe añadir que, aunque proliferados a lo largo de nuestras costas, ellos no constituyen, como los tornados septembrinos o el stegomya fasciata, una exclusividad americana. Su rumbo fué desde el principio cualquiera de los puntos cardinales; su tiempo el mismo de la Historia; su origen, la fricción de dos mundos antagónicos.
Pero de aquella larga convivencia, esclavos y piratas se nos quedaron dentro bailando en ronda fantasmal cuando ya había pasado su último día entre nosotros. Se nos quedaron como una memoria atávica por la cual fuese posible recordar lo que no conocimos.
Hay una suerte de paralelismo entre esos dos fenómenos sociales que en nuestras tierras se prolonga hasta el instante en que se extinguen ambos. Estudiar por su orden este proceso pródigo en situaciones semejantes, en coincidencias en entrecruzamientos de raíces, seria una labor interesante, pero sin duda muy prolija para el carácter de este libro, razón que me aconseja no volver sobre mis pasos y quedarme en el final ya señalado.
Decía, pues, que la piratería y la esclavitud, luego de aclimatarse en nuestro hemisferio, tienen en él su último reducto. Perseguidas, sitiadas, vienen a desaparecer casi en el mismo tiempo y en condiciones poco comunes, que fue ron, sin embargo, comunes a las dos.
Se habían promulgado ya las leyes y los tratados internacionales que en apariencia ponían fin a sus depredaciones, y todavía los filibusteros y los tratantes de mercancía humana seguían, más o menos encubiertos, circulando por sus dominios, y es realmente muy difícil, si no imposible, fijar la fecha exacta en que de veras se retiraron para siempre.
De intentarlo, habría, por ejemplo, que referirse a los contratos de trabajo celebrado, con los chinos, fuente de tantos sinsabores entre un flamante cónsul portugués y las autoridades españolas de nuestra Habana en tiempos de la colonia. Por culpa de esos dimes y diretes, el cónsul, que no era otro que el gran Eça de Queiroz, en un arrechucho de mal humor, nos comparó la Isla con un palillero de palmeras.
Muchos aconteceres, que ala sazón se sucedían, daban lugar a semejantes confusiones, y para un buen enfoque del problema habría que empezar dilucidando cuales constituían verdaderas perturbaciones de corsario, y cuáles otros se tildaban de tales sin que de hecho lo fueran, o lo fueran sólo para los intereses de ciertas esferas oficiales. Pero poner los puntos sobre estas íes buen trabajo seria, y ya lo fué en su tiempo; bástenos hoy saber que se llegó a la meta por etapas, y, entre otros factores decisivos, el barco de vapor contribuyó en no pequeña parte. Fué así que poco a poco nuestros mares se vieron limpios de esas plagas.
La obra de saneamiento se completa en el último tercio del XIX. Desde luego nuestra centuria no conoció abordajes de piratas ni subastas de esclavos. Ello no significa que no se hayan producido en su transcurso actos de piratería o imposición de servidumbres; lo que si cabe en la afirmación es que ambas cosas, como instituciones, digamos, como negocio al uso no llegaron afortunadamente hasta nosotros, y si el siglo en que no ha tocado vivir, o, reduciendo más el término, lo que llamamos nuestra época, es también una patria en el tiempo, como le oí decir en muy aguda observación a don Joaquín Calvo Sotelo, de no haber heredado esclavos ni piratas, bien podemos sentirnos orgullosos.
Divagando en el tema -como ahora-, atraída por él probablemente en virtud de aquel tipo de recordación a que antes aludí y que hoy se pudiera designar como memoria electrónica, yo siempre había pensado qué lindo reportaje pudo hacer el periodista a quien se le hubiese ocurrido entrevistar, en los azares de su profesión, al último esclavo de nuestras tierras o al último pirata de nuestros mares.
¡De qué interés humano habría sido, frente al sujeto vivo, desenredar sus sentimientos, sus experiencias en la adaptación al nuevo medio! Preguntar al siervo emancipado qué iba a hacer con su flamante libertad, o al pirata en receso, con sus pies en tierra firme, o en un mar sin posibles corre rías.
Que yo sepa, a ninguno le pasó por la mente tal idea, y ahora sólo cabe imaginar qué nos hubieran dicho los que pudieron ser protagonistas de páginas tan fascinantes, muer tos seguramente antes de que llegaran a escribirse.
Yo, sin ser del oficio, si mis años me hubieran permitido pretender esa entrevista, den por seguro que no me la pierdo; por más que debo confesar también que, a pesar de mis tardías curiosidades, aún no he tenido modo de enterarme de quiénes fueron, a fin de cuentas, ese último esclavo, ese pirata último.
Angel García:
No es de extrañar, por tanto, el interés que de inmediato prendió en mi ante la perspectiva de encontrarme frente a uno de estos personajes; a juzgar por lo que de él me habían contado, el tal Cabeza de Perro podía ser el que buscaba.
Naturalmente que el hombre estaba muerto, pero de cualquier forma iba a visitar su casa; acaso ella me diría de él más que en su día me hubiese dicho él mismo.
Mas no quiere decir que fuera mucho: en lo concerniente a dicha casa no había que olvidar que sólo por temporadas la habitaba el difunto, según lo averiguado por mi hasta ese momento- No era, en consecuencia, una casa muy vivida, muy penetrada por su dueño. Pero allí había nacido y allí también se complacía el muy tunante en recalar cuando sus andanzas se lo permitían.
Siempre a escondidas, por supuesto, pues unos mayos más y otros diciembres menos, era hombre buscado por la Justicia. No obstante, con peligros, con clausura ineludible y con tristezas, la casa solitaria lo atraía.
En ella estaban sus primeros recuerdos, aunque no fueran gratos, sus últimos padrenuestros, aunque no fueran bien recibidos; allí volvía a verse niño, niño arisco triscando entre las piedras, haciéndose cuchillas con los pedazos de obsidiana, arrojando guijarros a los pájaros.
Había sido un chico maltratado, una siembra de iras y rencores. Unicamente a solas con el mar o en la entraña del monte se sentía a sus anchas; lo demás le estorbaba. Y lo que le estorbaba -ya lo sabían todos- poco a poco fue deshecho en su mano.
Después había vuelto muchas veces y en su propio velero, desde el cual le era fácil alcanzar la orilla en bote o fondear en el cercano boquete de Antequera: el lugar parecía propiciado por el diablo para un buen trasiego de contrabando, hacer aguadas clandestinas y hasta provisión de vituallas.
Es de pensar que contara para ello con la complicidad de los escasos moradores de los contornos, ignorantes a lo mejor de su verdadera identidad. La punta de San Andrés hacía el resto, pues avanzando al mar curvada en una horqueta no permitía ver desde Santa Cruz lo que ocurría en su repliegue.
Un poco más abajo estaba la llamada con los años Cueva del Agua por el manantial que fluye dentro, y es aún accesible en las resacas. En más de veinte pipas se ha calculado su producción por día, siempre de un agua cristalina, exenta del más leve gusto a sal.
Y en llegando a este punto conviene tener en cuenta que a un siglo de distancia aquello era un lugar casi desierto, al par que por su abrupta orografía escapaba de toda vigilancia. Aun al tiempo de nuestra visita no vi allí más personas que las que fueron con nosotros.
La casa ya era antigua en ese entonces; en uno de sus paredones pude leer, semiborrada, la fecha de su construcción: 1727, o sea todavía un siglo antes del nacimiento del pirata, y al surgimiento de los pueblos de Igueste y San Andrés.
Quién la hizo y a qué fué destinada habían pasado a ser incógnitas de las que nadie se ocupaba mucho; por otra par te, de ella y de los terrenos limítrofes tampoco existía documentación alguna en registros ni archivos establecidos a ese fin.
A pesar de haberle encarecido a nuestro cónsul que no mezclara demasiado la lógica con la aventura, no me había quedado más remedio que enterarme de cómo fué a parar esta finca a manos de su suegro. Y no es que yo me opusiera a que el señor Sabina disfrutara de su propiedad, sino que a la verdad me parecía que la presencia de este caballero podía dar a la mansión un aspecto honorable, que no era precisamente el que me había llevado a saltar otra vez los farallones.
Supe así que el actual dueño la había adquirido de don Chano Cifra, que a su vez la había venido poseyendo en precario desde una fecha tan remota que él mismo no podía establecer. Hubo, por consiguiente, que correr lo que se llama un expediente de dominio, uno de tantos convencionalismos a que recurre la maquinaria jurídica cuando pierde una rueda de su engranaje; un expediente de dominio nos dice más o menos que un inmueble ha brotado del ombligo de Buda.
Vuelvo a tomar el hilo del relato en el momento en que la embarcación pirata se surtía de agua y provisiones en el abra de Antequera. Allí la despachaba el capitán si su propósito era permanecer por algún tiempo en sus lares, no sin antes fijar, ya se comprende, la fecha en que la tripulación debería volver a buscarlo. De lo contrario, su navío esperaba por él en el boquete, casi incrustándose a talud.
No se sabe que mujer alguna aguardase al pirata en esas escapadas eventuales, y menos un pariente o un amigo. Solo subía al caserón y soto se descalzaba las botas que había llevado varios meses puestas.
Angel García no asaltó jamás barco alguno que navegara en aguas de su isla; por alguna razón sentimental, o simplemente de conveniencia, se abstuvo de hacer daño en la región natal que había escogido para sus refugios furtivos y en la cual sólo buscaba pasar inadvertido. Por otra parte, ya estaban lejos los tiempos en que los Blakes y los Drakes se jugaban la vida frente a las negras moles de Nivaria.
Ahora el dornajo había que buscarlo en aguas tropicales: se desplazaba desde el golfo de Méjico hasta los bancos de las Bahamas. Siguiendo el arco ecuatorial, en alguna ocasión nuestro filibustero había llegado hasta la misma Africa, y en sus playas, sombreadas del boabab gigante, por el engaño o la violencia, se hizo dueño de tesoros propios del continente y fácilmente canjeables en el que es taba del otro lado del Atlántico: colmillos de elefantes, aceite de copra a reventar los odres, tarros de almizcle y hasta doncellas de ébano y elásticos mancebos cazadores de tigres.
Pero fué e mar de las Antillas el verdadero caldo de cultivo de sus instintos vermiformes, de su virus maligno: en él se había liberado aquella carga de muerte que le viajaba a ciegas por la sangre.
Angel García llegó a ser un pirata famoso, y se llamó Cabeza de Perro. Una cabeza enorme, bamboleante sobre sus hombros recordaba más bien la de los toros, mas no en armonía con su cuerpo, como se ve en el animal, sino cercenada del mismo, a la manera un tanto morbosa en que algunos las muestran cual trofeos. Parecía que en broma se había puesto una cabeza de éstas.
Pero de bromas andaba él muy lejos ciertamente. Y no era broma la cabeza aquella, casi incapaz de discernir, mas si de conducirlo al asalto, al incendio, a la hecatombe, como si fuera por su propio peso.
Era el terror de las embarcaciones obligadas a arriesgarse en su órbita, pues entonces, acaso más que ahora, bullía el intercambio comercial -sólo posible por los barcos- entre los puertos adyacentes al Trópico de Cáncer.
Conocedor de que la situación política de Cuba y Méjico forzaba a muchos de sus habitantes a emigrar de sus tierras, y, entre ellos, los ricos procuraban llevar consigo su caudal, caía como un rayo sobre cuanto mercante o paquebot se le ponía a tiro, y no lograba el más ligero de ellos escapársele. Es fama que no respetaba ni a las mujeres ni a los niños, pues tenía, además, la alevosía de hundir las naves tras el saqueo y la matanza. Si alguien quedaba vivo no podría contarlo; con él no había salvación posible.
Sin embargo, una vez, ya dando fin a su faena, Cabeza de Perro oyó una tierna criatura llorar entre las olas; muchos sollozos infantiles habría oído en trances similares, tan repetidos en su vida, pero esa noche el hombre se detuvo y se asomó a la barandilla para ver quién lloraba.
La luna llena iluminaba el piélago infinito, otra vez silencioso, como sí no acabara de engullir la reciente tragedia:
sólo el rumor de la onda cortada por la quilla y aquel llanto sin nadie cada vez más pequeño.
Los ojos del pirata recorrían en toda su extensión la masa líquida, luego quedaron fijos en un punto. Una espuma in blanca que la espuma, un revuelo, un temblor...
Era una niña de unos dos años que aún se sostenía a flote a causa de sus anchos faldellines abiertos sobre el agua. Y la niña, en la jerga propia de su edad, balbuceaba tendiendo al aire los menudos brazos:
"Upa, mamá... Upa..."
A toda marcha el bergantín se alejaba del sitio de su crimen, mientras Cabeza de Perro, inmóvil en la borda, seguía contemplando el frágil bulto que se debatía, se perdía en el breve remolino.
Al día siguiente el capitán pirata repartió el botín entre sus compañeros de iniquidades, sin guardar parte alguna para al. Vendió de prisa su siniestro esquife y decidió que ya era hora de volverse a casa.
Volverse a casa y descansar y no salir más de ella. Hora tal vez de ser un hombre honrado. No había que asustarse de la palabra y mucho menos tenérsela por cobardía. Bien pensado la honradez no requería mucho para serlo, y con lo que le dieron por el Invencible tampoco podía intentar otra cosa.
Precisamente que ya el reuma empezaba a clavarse en su, rodillas, por más que buen trajín les diera siempre. También los barcos de vapor habían trastornado muchas cosas y no era, como antes, el hombre, cuerpo a cuerpo con el mar, quien decidía las victorias.
Si, resueltamente, ya no era buen negocio ser pirata, y lo mejor seria retirarse a tiempo. Conservaría su argolla de oro de recuerdo y su cuchillo por si acaso... No hubiera estado mal en el pretil que daba a barlovento -allá en su risco- el cañoncete que le pillara al balandro holandés. Buenos tiempos aquellos... Pero ya todo había terminado, y el no se iba a embarcar con un cañón a cuestas.
Volvería a la vieja tierra, sembraría algunas hortalizas en su huerto. Por las tardes se sentaría a la ventana a ver pasar los barcos... Y los vería sin codicia, sin malos pensamientos, conforme para siempre con su azumbre de vino en el repecho y su puro en la boca. Y ya no oiría más a aquella mocosuela gritando todavía "upa, mamá..."
Y allí, con un respingo que hacía tambalear su cabezota, iba la última resolución.
Eso sí, de ahora en adelante no más espantos ni tapujos; podría vivir como los demás hombres, incluso casarse si le venía en ganas. Casarse y tener hijos, sí señor... No, hijos no. Nunca, nunca chiquillos cerca de él. Los odiaba, era lo único que odiaba ya.
Y por un largo rato la cabezota le colgaba inmóvil sobre e pecho, cansada de pensar.
Aquello no iba a ser un arrebato pasajero.
Regreso a Tenerife:
Sin que nadie, ni él mismo, pudiera explicárselo, Cabezo de Perro ya se sentía realmente un ciudadano pacifico, y como, además, se había desprendido de su barco, poniendo oídos sordos a cuantas consideraciones pudieran apartarlo de su proyecto compró tranquilamente un pasaje para Santa Cruz de Tenerife en el primer correo que salía de La Habana a la Península con escala en Canarias.
Compró también café y tabaco en abundancia, un sombrero de jipi, anteojos de hombre respetable y una cotorra que enseñó a carraspear dos octosílabos de su invención:
Quiero vivir junto al Teide, y ver los barcos pasar...
Don Aurelio Pérez Zamora, que escribió un libro muy curioso sobre la Perla de las Antillas, del cual he entresacado buena parte de estos datos, supone por allá a Cabeza de Perro enzarzado en otras actividades aún más protervas que las de su oficio, y las que, al propio tiempo, liquidé a su manera; en lo que hace a tal extremo, debo manifestar que no me ha sido posible confirmarlas. Sea como fuere, yo prefiero omitir su narración, porque las mismas entran en un sector ajeno al de mi obra, sector, por otra parte, ya bastante confuso e hiperbólico.
Lo cierto es que Angel García rompió con su pasado y se embarcó en uno de aquellos mercantes que tanto había perseguido, rumbo a una nueva vida que creía alcanzar fácilmente, como si se pudiera cambiar de existencia como de ropa usada y maloliente.
Por un resto de precaución o de pudor, no había querido salir del camarote mientras duró la travesía, que contaba por última en sus días y que, en efecto, así iba a serlo. El que en un tiempo anduvo como dueño soberbio de los mares se contentaba a la sazón con ver su antiguo reino a través de un tragaluz. Y sólo al acercarse al archipiélago, sintiendo ese llamado embrujador de la materna tierra, se atrevió a subir a cubierta y contemplar el edén que se ofrecía a sus ojos.
Era en el mes de abril, y un tibio olor de cereales, de polen y de pastos venia de las islas próximas, casi al alcance de la mano. La tierra estaba allí: se divisaban los caminos de herradura, las huertecillas mínimas labradas en mosaico por todas las laderas... Y seguían llegando otros aromas familiares: el del granado en cada patio, el del gofio molido, el de los montes de su infancia, cuajados por esa época del año de retamas en flor...
¿Era que nunca había vuelto a iniciarse allí la primavera? ¿O era que las premuras y las incertidumbres de sus regresos nunca le habían permitido percibir esas cosas? No recordaba, no, haber sentido antes lo que ahora sentía, en paz consigo mismo y con el mundo.
El extraño viajero respiraba la con los ojos cerrados, aquel aire balsámico que le era viejo y nuevo al mismo tiempo, que trascendiendo a intimidad le parecía descubrir con algún otro sentido estrenado también esa mañana.
Y así, embriagado, alucinado, Angel García desembarcó en su país de origen por vez primera como pasajero y no como pirata.
Desembarcó, cargando él mismo sus matules, su cotorra, sus sueños,... Echó a andar por la plaza, torpes los pies en los zapatos nuevos, en las losas urbanas.
Su pergeño era exótico, grotesco, y por demás chocante. Ya con un cuerpo mal conformado, había tenido la insensatez de añadirse nuevas extravagancias; los pocos transeúntes volvían testas a su paso, los horteras se asomaban a las puertas de los comercios mascullando risas y cuchufletas.
Y entonces sucedió algo imprevisto y al mismo tiempo natural: brotados nadie supo de dónde, surgieron de repente multitud de chiquillos callejeros -palanquines, que dicen en Canarias-, tropa menuda y alborotadora que no tardó en rodear al forastero.
Detuvo éste su marcha de sonámbulo; aquel tropel se le venía encima como jejenes de las ciénagas tropicales; sus silbidos llamándose unos a otros, taladrando la plácida mañana, parecieron despertarlo, volverlo por vez primera a la realidad. Cabeza de Perro levantó lentamente su paraguas y comenzó a repartir golpes entre la chiquillería.
En mala hora lo hizo; sus pequeños enemigos la emprendieron a pedrea limpia contra él, le arrebataron el paraguas, el sombrero, la jaula de la cotorra, dieron con su maltrecho cuerpo en tierra, y aun allí siguieron acribillándolo, clavándole sus mínimas ponzoñas, pateando su vientre, su cabezota inmóvil ya sobre los adoquines. En el sopor de su inconsciencia él los seguía viendo convertidos ahora en una ronda de pequeños diablos, bailando y chillando en torno suyo y todos con un solo rostro: el de la chiquilla ahogada aquella noche...
Cuando acudieron los guardianes del orden e forastero estaba sin sentido, pero en su mano aprisionaba todavía un extraño cuchillo cuyo mango figuraba la cabeza de un perro. Al parecer lo había sacado ya en el suelo para defenderse. Y ni uno solo de los minúsculos atacantes pudo ser aprehendido entre la turba que huía dispersa, que se reintegraba a la nada de donde había brotado.
Los guardianes se encogieron de hombros y cargaron con el herido, sin saber todavía a punto fijo dónde llevarlo.
-A la comisaría- dijo uno. Y otro propuso:
-Al hospital.
El pisar de sus botas se perdía poco a poco en el paso de un coche, en los pregones mañaneros.
Y en el suelo quedaron los matules, la cotorra en su jaula, que gritaba desesperadamente:
Encierro y ajusticiamiento:
Ya lo demás cayó por su propio peso. El singular cuchillo delató a quien lo había esgrimido, por ironías del destino, sin hacer blanco por primera vez.
Y por primera vez sintió la mano de la Justicia sobre el hombro, quien por primera vez venía a su tierra como hombre de paz y no como pirata.
Pero también por un designio misterioso e inapelable eran los niños los que le entregaban a la justicia de los hombres. Ellos habían decidido su suerte antes y ahora, habían puesto ante él una posibilidad de salvación, para hundirlo después en la más cruel desesperanza. La niña era vengada por los niños.
Cabeza de Perro se sometió humildemente a su destino:
no hizo nada por escapar a las sanciones que le esperaban, no movió un dedo para estorbar la consumación de su castigo.
Y empezó el papeleo, las idas y venidas de alguaciles, actuarios, chupatintas, carceleros.
Los olores que habían salido a recibirlo seguían acompañándolo hasta cierto punto. Filtrándose a través de los muros, atravesando el enrejado ojo de buey, solían visitarlo, conversarle de las faenas del campo, la recolecta del trigo, las uvas maceradas en el lagar.
Eran cosas terrestres que nunca le habían interesado, pero las únicas que conseguían acercarse a su soledad. Por ella. supo el preso cuándo pasó la primavera y después el verano y el otoño. El invierno le sorprendió una tarde con un puñado de perfume: el de las flores del almendro.
En cierta ocasión en que sus guardianes le dieron a beber vino en exceso, Cabeza de Perro pronunció unas palabras que darían mucho que hablar, y hasta que hacer. Dijo el pirata:
-Si quisiera salvarme, bien podría. Tengo oro escondido, bastante oro, como para comprar la libertad por cara que me la vendan. Como para pagar por ella mi peso en oro puro...
Pero como si hubiera dicho más de lo que quería; cayó de súbito en el más profundo de los mutismo,- De ahí en adelante fué difícil arrancarle palabra alguna.
Con la enorme cabeza siempre caída sobre el pecho no dejó saber a nadie si era verdad o fanfarronería lo que dijo esa noche, espoleado por el tinto, brillantes las pupilas como dos tizones.
Y así siguieron transcurriendo los meses y los años, y aunque se renovaban los olores cargados de noticias, él ya no los sentía. Y aunque otras veces empinó el codo en do masía, tampoco las palabras cabalísticas salieron de sus labios. Tenía el vino triste, pesado, silencioso, y al fin terminaron todos por aburrirse de él.
En los últimos tiempos sus manos se emplearon en una actividad inusitada: con desechos de tea, un poco de bramante y otro poco de lienzo, con un mellado cortaplumas que a ratos le prestaba el carcelero, el feroz Cabeza de Perro se entretenía en fabricar la réplica de un barco en miniatura.
Viendo el primor con que ajustaba jarcias y velas diminutas, le preguntaban para quién era aquel juguete. Y él respondía invariablemente, y era a lo único que respondía:
-Para una niña que me llora dentro...
Y era tan incongruente la respuesta tan imposible de ubicar niña alguna en aquella figura repelente, que muchos empezaron a decir que Angel García estaba loco.
Fué también en esos mismos tiempos que le nació hijo varón a la reina viuda de seis meses, y alguien, mientras labraba su barquito, le deslizó junto a la oreja la posibilidad de pedir su perdón en gracia al fausto suceso.
Pero el interesado no mostró el menor interés en el real a estaba dándole forma a la pequeña anda que era ya el colofón de s navío, y ni siquiera levantó la cabeza al murmurar para si mismo, con palabras que no eran en verdad las de un demente, aunque siguieron pareciéndolo:
-No es ella quien puede perdonarme.
Llegó por fin el día que tenía que llegar se dispuso la pública ejecución del pirata Angel García, más conocido por el sobrenombre de Cabeza de Perro, para el siguiente lunes a las cinco de la madrugada en los Molinos de los Anacletos.
Y cuentan que al sacarlo de capilla, el sargento encargado de conducirlo le preguntó si tenía algo que decir o pedir como última gracia. Y el reo, asintiendo con la cabeza erguida ya, casi radiante, pidió dos cosas muy sencillas: que le dieran un buen habano para ir fumándolo por el camino... y que llevaran el barquito a la Virgen del Carmen de su pueblo.
La historia es triste y deja a todos con una losa sobre el pecho. Alguien quisiera decir algo, pero no dice nada.
Estamos en la casa del pirata, entre sus gruesos muros de más de medio metro de espesor. Las vigas del techo se ven ahumadas por las bujías que en otro tiempo alumbraron largas veladas, las veladas sin alba de su dueño.
Hay dos habitaciones que se conservan como estaban entonces; en una de ellas una trampa disimulada desemboca por cinco o seis peldaños a un sotabanco húmedo y oscuro, comunicado con el exterior. Pero desde hace muchos años un portillo de hierro lo clausura.
No llegamos a bajar. El aire se está haciendo irrespirable y el cónsul abre la ventana. Una ráfaga olorosa a los campos vecinos entra por ella, entra también una gaviota que tenía su nido en el alero. Entra el mar verde, soleado, eterno.
Por él los barcos pasan. Siguen pasando como siempre.
(Dulce María Loynaz. Un verano en Tenerife)
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