HISTORIA
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Santo Domingo (1858-1865)



Santo Domingo bajo soberanía española (1858-1865):
La situación interna de los Estados Unidos previa a la guerra de Secesión (1860-1865), permitió un respiro y propició un cierto desarrollo económico en Cuba y la intervención española en Santo Domingo. Este país había sido cedido a Francia por la paz de Basilea (1795). Vuelto a manos españolas (1809-1821), la guerra de la Independencia de la Península impidió afianzar esta posesión; durante veintidós años el país permaneció bajo el dominio de Haití hasta el levantamiento de pedro Santana, quien ofertó la soberanía de su patria a España a través de Serrano, capitán general de Cuba (1844). Se negó a ello el general, pero ayudó a los dominicanos en su lucha por la independencia con armas y municiones. Pese a la victoria de Santana, la amenaza de anexión bien por parte de Haití o por los Estados Unidos persistía. En 1858, el haitiano Soulouque les volvió a invadir; esta vez O'Donell atendió la solicitud realizada por Santana de quedar bajo soberanía de España, tras el informe favorable de Gutiérrez de Rubalcaba, comandante general del Apostadero de La Habana (julio de 1860). El general Santana, anticipándose a los acontecimientos, entregó su país a España, y el 18 de marzo de 1861 Santo Domingo se reincorporaba a la corona de Isabel II. Estos acontecimientos ocasionaron la partida inmediata desde Cuba de una fuerza naval constituida por dos vapores de ruedas, tres fragatas de hélice y un transporte al mando del mismo jefe de escuadra Gutiérrez de Rubalcaba, para realizar una demostración de fuerza frente a Puerto Príncipe con el fin de disuadir a las autoridades de Haití de realizar actos hostiles contra la nueva posesión española y ocupar varios puertos dominicanos. El dominio duró poco, pues en 1863 los enemigos de Santana apoyados por los Estados Unidos se levantaron en armas contra la administración isabelina, dando comienzo a una interminable guerra de guerrillas; pese a varios éxitos militares en los que intervinieron fuerzas de la Armada, como en el desembarco y la ocupación del reducto rebelde de Montecristi, el gobierno de Narváez comprendió que no era posible reducir al país a la obediencia, y dispuso el reembarque de las tropas, proclamándose los dominicanos nuevamente independientes (mayo de 1865). (José Ignacio González-Aller)


Reflexiones de Estévanez sobre el malestar dominicano (1865):
[...] He dicho que los dominicanos defendían una causa justa, y, en efecto, aunque pudo llamárseles tornadizos, ya que ellos mismo pidieron la anexión para rebelarse al poco tiempo, la verdad es que no la habían pedido porque envidiaran la suerte de Puerto Rico y de Cuba, sino en busca de la protección de España por sentirse débiles ante la doble amenaza de Haití y los Estados Unidos. Los haitianos, como buenos vecinos, aborrecen a los dominicanos, que les pagan en igual moneda; los Estados Unidos tienen clavados los ojos y el pensamiento en la isla dominicana y en todas las del mar de los Caribes. Pero los dominicanos querían unirse a España conservando su libertad interior y el bienestar relativo de que disfrutaban. ¿Y qué sucedió? Que el año de la anexión se les había triplicado o cuadruplicado los tributos, se les negaba representación en Cortes y se sometía la isla a un régimen despótico, inundándola de generales, intendentes, obispos, canónigos, magistrados y covachuelistas, casi todos inútiles, cuando no venales. Por otra parte, la anexión la solicitó un partido, no el país; bien pudiera decirse que la hizo un hombre: Santana. El partido español o anexionista venía gestionando la anexión desde 1843: desoídos sus emisarios, en Cuba, por don Jerónimo Valdés, por don Leopoldo O’Donell y por todos los capitanes generales, vino a Madrid el general dominicano Mella, quien tampoco obtuvo resultado; pero en 1861, gobernando en Cuba el general Serrano (después duque de la Torre, título debido precisamente a la anexión), logró el partido anexionista, cuyo jefe era Santana, que Serrano patrocinara el intento anexionista y que la anexión se hiciera. El despotismo de algunas autoridades, como el liberal Buceta; el aumento considerable de las contribuciones; la manía de algunos aplatanados procedentes de Cuba, que querían tratar a los negros de Santo Domingo, hombres libres, como se trataba en Cuba a los esclavos, fueron concausas que produjeron la explosión mucho antes de lo que podía preverse; ahogada en su principio, retoñó luego con mayor pujanza; toda la isla clamaba por su independencia, aunque a los españoles no se les odiaba tanto como a los dominicanos santanistas, autores de la anexión.


Los voluntarios, excelentes soldados:
[Desembarco en Puerto Caballo de los voluntarios de Puerto Rico:]
El batallón voluntarios de Puerto Rico, organizado e instruido por nosotros en menos de tres meses, embarcó para Santo Domingo en un vapor de guerra, en el Colón. Pasamos por la espléndida bahía de Samaná, y después a la vista de Puerto Plata, desembarcando en la playa de Montecristi el 28 de octubre. El general Gándara, que mandaba en jefe, nos incorporó a la división acampada en Montecristi. Buena tropa: jamás he visto en España ni en el mundo soldados como aquéllos, curtidos por el sol, ¡y qué sol!, avezados a las privaciones, con las ropas desgarradas y con unos sombreros multiformes y multicolores. Nunca me han parecido marcial, sino afeminada, una tropa con los pantalones sin manchas ni rodilleras y con los botones limpios y brillantes. Es verdad que aquellos batallones tenían presentes, a lo más, doscientos hombres, y algunas compañías veinte soldados. ¡Pero qué soldados! Un médico amigo mío, perteneciente a la misma división, me presentó su asistente, un gallego fornido y muy marcial: —Míralo bien —me dijo—; aquí donde lo ves, lo he curado en quince meses de guerra de las viruelas, del cólera, del vómito y de un balazo. —Que sea enhorabuena— le dije al gallego, tendiéndole la mano—; a usted no lo mata nada y ya está vacunado para todo. —Vas a ver otro más admirable— dijo el médico. Y llamando al asistente de un compañero suyo, se presentó un soldadillo andaluz, flaco y moreno, del cual me dijo: —En quince meses de campaña y de privaciones inauditas, no ha tenido ni un mal dolor de muelas. Ambos soldados procedían del servicio obligatorio, pero no del servicio universal. Aparte el nuestro, ningún ejército de Europa hubiera resistido una campaña cual la de Santo Domingo, y mucho menos desde que se estableció el servicio universal, que tiene tantos y tan elocuentes defensores. Yo no lo seré jamás, porque sé de cuán poco son capaces los burgueses y sus hijos. Hay entre ellos quien pudiera servir de general, pero lo que es de soldado no lo creeré ni aunque lo vea. El servicio universal podrá ser muy democrático, muy justo y muy bonito, pero no sería yo quien afrontara una guerra con soldaditos sacados de las jesuiteras, de las Universidades o de las casas ricas. A las primeras fatigas llenarían los hospitales y no habría en el mundo bastante quinina para ellos. Dos días después de haber acampado nosotros en Montecristi se organizó una columna de ocho compañías, una por cada batallón, a las órdenes del brigadier don Segundo Laportilla. De mi batallón, la designada fue mi propia compañía. Ignorando el servicio a que se nos destinaba, embarcaron el 30 las ocho compañías en cinco barcos de guerra surtos en la rada; la mía en el vapor Ulloa, en el que embarcó también el brigadier Laportilla. Zarpamos a media noche, y el 31 de octubre amanecimos en Puerto Caballo, un puerto delicioso, tranquilo como un lago, en cuyas orillas, cubiertas de magnífica vegetación, no se divisaba ningún poblado ni señal de gente.

La escuadrilla fondeó en el puerto, y a los pocos instantes rompieron el fuego los cañones; hubo también descargas cerradas de fusilería. El estrépito ensordecedor y el humo denso de la artillería me hicieron pensar con cierto orgullo que Cervantes no tuvo ni pizca de razón al decir que Lepanto fue «la ocasión más gloriosa que presenciara su tiempo y verían los tiempos venideros». ¡Ilusiones del insigne manco! Si él estuvo en Lepanto con don Juan de Austria, yo estuve en Puerto Caballo con otros caballeros. Mi combate naval del 31 de octubre no fue tan sangriento, pero si tan ruidoso como el de Trafalgar; el de Trafalgar y el de Lepanto fueron también en octubre; hubo una sola diferencia: en Puerto Caballo faltaba el enemigo o estaba fuera del alcance de mis ojos. De todas suertes, hicimos un gran destrozo en el pintoresco litoral: la tierra quedó sembrada, literalmente, de troncos y de ramos. No se agotaron las municiones, pero poco faltaría. Cuando el sol se aproximaba a su ocaso, envuelto en celajes rojos apropiados a los sucesos del di a, cesó el fuego de nuestros cañones humeantes; el del enemigo, naturalmente, no cesó; en la agreste manigua seguia reinando un silencio no interrumpido siquiera por el canto del sinsonte. Los marinos, sin distinción de clases, me parecieron por su entusiasmo, por su actividad y por su celo, capaces de empresas más difíciles y dignos ciertamente de más positivas glorias. La escuadra se mantuvo toda la noche fondeada en el tranquilo puerto, y ya sería la una y media cuando me llamó el brigadier Laportilla —Designe usted —me dijo— un oficial y veinte hombres de su compañía para escoltar a un jefe de Estado Mayor que va a practicar un reconocimiento. —Mi brigadier, yo mismo iré con los veinte hombres, si usted me lo permite. » —Como usted quiera. Desperté los veinte hombres y me puse a las órdenes del jefe designado. Transbordamos en seguida a un vaporcillo mercante, un remolcador, contratado sin duda y al servicio de la escuadra. El objeto era penetrar hasta donde se pudiera por un río que desemboca en el puerto, río en el cual no podían entrar los barcos de guerra por su mayor calado. El comandante mandó que la gente no hablara ni fumara y entramos aguas arriba. No se distinguía por ninguna parte ni luces ni rumores. Navegábamos sin luces. Remontábamos la corriente sin dificultad, hasta que el patrón nos dijo que no podía seguir: la quilla rascaba el fondo. Al virar para salir al puerto nos hicieron desde una de las orillas una descarga nutrida que no nos causó ninguna baja. No respondimos al fuego, pero el enemigo continuó disparando hasta que el remolcador salió del río. Al día siguiente, al contarles a los oficiales de mi compañía lo que había pasado, no querían creerlo. El teniente Alonso me decía -¡Pero si no puede ser! En el supuesto de haber habido habitantes en esas costas y sus cercanías, morirían ayer. ¡Pues no fue mal diluvio de granadas el que cayó sobre ellos! El patrón convenció a todos de que había combatientes en las márgenes del río, mostrando el remolcador acribillado a balazos, y muy particularmente la cocina, en la cual precisamente me apoyaba yo cuando sonó la descarga. El río en que ocurrió el incidente que acabo de narrar es el mismo en que Colón, en su primer viaje, encontró a Pinzón, después de su fuga, reparando avenas de su carabela. Pinzón quedo perdonado, y en memoria del hecho se dio al histórico río el nombre de río de Gracia (o de la Gracia), pero los dominicanos siguen dándole su nombre indígena, que a mi se me ha olvidado, y lo siento. Convencido el brigadier Laportilla de la presencia de un enemigo armado, aunque poco numeroso, mandó desembarcar dos compañías al mediar el día 1 de noviembre: la de voluntarios de Puerto Rico, mandada por mi, y la de cazadores de la Unión, que mandaba el capitán Chinchilla, el mismo que ha fallecido hace poco, después de haber sido ministro de la Guerra. No encontramos en tierra ni rastro del enemigo; sólo vimos las tronchadas ramas, victimas inocentes del bombardeo de la víspera. Ya reembarcados, el enemigo salió como por arte de magia, no sabe nadie de dónde, y rompió el fuego oculto en los manglares, respondiéndose desde los botes. Allí nos mataron al alférez Porto; no hubo heridos. Los soldados de las compañías de desembarco se llevaron abordo, y luego a Montecristi, como botín de guerra, algún tabaco en rama encontrado en un conuco y unas cuantas docenas de lechones. Todo junto valía bastante menos que la pólvora quemada. El 2 de noviembre tomamos a Montecristi; en cuatro días no habíamos comido más que plátanos y alguna que otra galleta. En Montecristi no hubo novedad hasta el 28 de diciembre, fecha en que el enemigo, mandado por el presidente de la república, Gaspar Polanco, se acercó a nuestras avanzadas y hubo tiroteo. Poca cosa.(Nicolás Estévanez)


Pesimismo militar (1865):
[Abandono de la isla: Espera de las tropas españolas:]
Después de la acción de Montecristi no hubo en Santo Domingo ningún hecho de armas. En el norte de la isla dominaba el enemigo todo el Cibao; nosotros no conservábamos otras posiciones que las de Samaná, Puerto Plata y Montecristi. En el Sur la situación era idéntica; poseíamos las ciudades y fuertes de la costa, hallándose todo el Seibo en poder del enemigo. Evidentemente, los dominicanos, dados sus medios de acción, no nos hubieran desalojado nunca de los puestos que ocupábamos; pero es igualmente cierto que nosotros éramos impotentes para reconquistar y someter la isla. Estaba en la conciencia de unos y otros que la guerra no podía seguir; no había más solución que el abandono de la isla y el reconocimiento de la República Dominicana. Y así lo hizo, por último, con aprobación del Parlamento, el gobierno del general Narváez. Pero entre tanto pasamos seis meses más en la penosa vida de una guerra sin combates, de una campaña sin gloria ni provecho. El servicio de trincheras y de avanzadas se practicaba lo mejor posible con la escasa fuerza que gozaba de salud. Consumíase aquel valeroso ejército en lamentable inacción, devorado por las fiebres. Batallón hubo allí que se redujo a un centenar de hombres, sin ver al enemigo. Estábamos en camino de que nos pasara lo que a ingleses y franceses, que vieron destruidos sus ejércitos en la misma isla a fines del siglo XVIII y primeros años del siglo XIX. Los ocho meses de Montecristi, particularmente los seis últimos, no se nos olvidarán a los que allí peleamos con los mosquitos zancudos y las niguas, con las arañas peludas y las ratas, con los huracanes y las lluvias, con el paludismo y con el tedio. La distracción más frecuente era enterrar a los que se morían o visitar enfermos en los hospitales, que eran unos tristes barracones. El cementerio del campo de Monteristi guarda los huesos de innumerables víctimas de la anexión; allí quedó Juan de la Torre Mendieta, joven y valiente capitán de brillante porvenir, que siquiera éste murió combatiendo como buen soldado; allí quedaron también Eduardo Jeréz, y Pajarón, y tantos otros amigos, víctimas unos de enfermedades diversas y otros de picaduras de arañas venenosas. Las noches de trinchera, es decir, todas las noches, daba pena ver a los soldados con el frío de la fiebre y tiritando en aquel clima tórrido como si se hallaran en las estepas de Rusia. Nos dominaban la tristeza y el aburrimiento. (Nicolás Estévanez)

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