Ulises busca la ayuda de Filoctetes:
Ensayo de Fernando Savater sobre el Filoctetes de Sófocles:
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Ulises y Neptólemo llegan a la isla de Lemnos dispuestos a recuperar el arco de Heracles y a su dueño, el arquero Filoctetes, necesarios según el oráculo para la victoria definitiva contra Troya. Saben que no le van a encontrar propicio a este designio, puesto que años atrás fue abandonado, herido y solo, en Lemnos por los mismos que hoy consideran su ayuda imprescindible. Ulises va dispuesto a utilizar cualquier trampa para engañar al hostil Filoctetes; en cambio, el joven Neptólemo, hijo de Aquiles desembarca dejando muy claro que «prefiere fracasar obrando rectamente que vencer con malas artes». En el fondo, Neptólemo es un «alma bella» cuya rectitud de conciencia no tiene precisamente una consistencia adamantina: lo que reclama al proferir altisonantemente sus principios es una coartada suficiente para poder transgredirlos sin escrúpulos mayores. Naturalmente, Ulises se la brindará con todo gusto y habilidad. De lo que se trata, le explica, es de conseguir la victoria; ya habrá tiempo después para mostrarse justos. Tras la breve desvergüenza que el día requiere, viene toda una larga vida en la que poder ser llamado «el más piadoso de los mortales». Por lo demás, aclara Ulises, las palabras son instrumentos para conseguir los objetivos lo mismo que las acciones, ni más ni menos. Neptólemo está decidido sin duda a obligar por la fuerza a Filoctetes a acompañarles a Troya con su arco, pero no se decide a engañarle a fin de lograr el mismo resultado. Digno de la estirpe de Aquiles, la preocupación básica de Neptólemo es ser valiente y una de las características del valiente es la arrojada y desdeñosa sinceridad. Ulises le convence de que ahora tiene una ocasión de hacerse reputar por sabio y no sólo por valiente, empleando con decisión las fintas de la palabra, lo mismo que en su momento las fintas de la espada. En algunas ocasiones, más vale maña que fuerza; en todas, más vale que la maña acompañe a la fuerza. Lo que Ulises ofrece a la consideración de Neptólemo para persuadirlo es sin duda una «razón de Estado», pero no anónima y burocrática, sino realzada de gloria y nombradía. Y Neptólemo la acepta porque, como dice más adelante, «la justicia y la conveniencia le obligan a obedecer a los que están en el poder». La justicia y la conveniencia no estaban aún sistemáticamente opuestas entre aquellos griegos trágicos cuyo reino -a todos los efectos- sí era de este mundo.
Las heridas del abandonado Filoctetes:
Muchas heridas se acumulan sobre Filoctetes: quizá la menos grave, a pesar de constituir el origen de su desventura, sea la mordedura de serpiente venenosa que le ha emponzoñado la sangre. Se trata sin duda de una llaga física y bien física: supura de forma tan pestilente que nadie puede soportar sin asco la proximidad del herido y causa accesos de dolor tan intensos que Filoctetes pega alaridos y aúlla como un perro rabioso, hasta que llega un piadoso desmayo inducido a fuerza de puro sufrimiento. El dramaturgo no ahorra detalles espeluznantes, fiel así a su estilo: «Sófocles, el más cruel de los trágicos griegos, nunca rehúye la imagen física del sufrimiento; sus héroes son como estatuas, pero estatuas que derraman sangre de verdad y además exudan negra pus» (Jan Kott, en El manjar de los dioses). Desde luego, esa herida tiene también aspectos simbólicos, dimensiones míticas; se trata del castigo divino ante una transgresión, su situación en el pie señala según los estudiosos enfrentamiento con deidades cetónicas, etc. Pero ante todo aflige y humilla a la carne: sangra, apesta, duele mucho. No es la secuela gloriosa de ningún combate de igual a igual, sino una especie de accidente furtivo y fatal, una de esas cosas que les pasan a los hombres por ser cuerpos, un mal encuentro con alguna de esas realidades íntimas y hostiles que bastan para derribamos, en suma: una miseria. A causa de su llaga, el orgulloso arquero Filoctetes se ve convertido no en un honroso inválido de guerra, sino en un pobre y repugnante miserable. Nos hace miserables cualquier afección de la carne que nos compromete y aflige sin darnos ocasión de blasonar socialmente de ella. Miserable se sien te Filoctetes, como miserable se siente Job con su lepra y miserable Sören Kierkegaard con su «astilla» clavada en la carne. Una herida miserable de ese tipo cierra muchas puertas, pero abre otras, secretas y atroces: las puertas de la condición humana.
Y sin embargo, según decíamos, quizá la peor herida de Filoctetes no sea la llaga física que sangra y supura. Hay otras: la soledad forzosa y el rechazo por parte de los compañeros. La mordedura de la serpiente les ha servido como un motivo de exclusión, con el pretexto de que no podían soportar su pestilencia ni sus quejas. En lugar de brindar la ocasión para que la humanitas se ejerciese, la herida ha provocado la ruptura de los lazos de humanidad. De aquí el rencor de Filoctetes, que no es sencilla mente el de alguien al que se ha infligido una ofensa, sino el de quien ve traicionada su condición misma de ser sociable, el reconocimiento que los demás deben a lo que a todos en común les constituye. Aquello de que ha sido privado Filoctetes es, ante todo, el lenguaje mismo: cuando Ulises y Neptólemo llegan a Lemnos lo recobrará de nuevo, pero en principio para escuchar mentiras. «¡Oh, queridísimo lenguaje! ¡Nada como recibir el saludo de un hombre como tú después de tanto tiempo!»: con tales exclamaciones recibe el miserable a quien ha sido enviado para someterle con engaños. Filoctetes añora cuanto representa sociedad, compañía, reconocimiento interhumano. En el desarraigo salvaje de su aislamiento, intenta sobre todo urbanizar su suerte aciaga por medio de un techo y de un fuego, aunque tales logros no le curen de lo más profundo de su mal: «Verdaderamente un techo bajo el que establecerse con fuego proporciona todo, excepto el que yo deje de sufrir.» La llegada de Neptólemo, hijo de un compañero de armas al que admira y la noticia de cuya muerte le consterna, parece prometer todo lo que anhela: palabra, compañía, comprensión para su daño y un medio de volver a la sociedad humana. La miseria de su herida y la ruptura con sus semejantes que ha provocado han llevado al desdichado arquero a dudar fundadamente de la bondad divina. Los malos sobreviven y prosperan, mientras que los mejores padecen y perecen: «hay que entender esto y aprobarlo cuando, al tiempo que alabo las obras divinas, encuentro a los dioses malvados?» Es la queja de Job, la protesta de Kierkegaard, la lúcida e impotente rebeldía de los miserables. Pero ahora que hombres buenos han desembarcado en Lemnos, quizá todo pueda finalmente repararse...
La oferta de Neptólemo:
Por la vía de prometerle su reintegración a la sociedad allá donde podrá de nuevo comer en compañía y beber ese vino debidamente escanciado que no ha probado desde hace diez años, Neptólemo se gana la confianza de Filoctetes y recibe en custodia el anhelado arco. Filoctetes le bendice, ensalza la virtud de su nuevo amigo y trata de ocultarle los aspectos más repulsivos y molestos de su dolencia para que no se desanime de su buen propósito de concederle pasaje de retomo en su barco. Ulises tenía razón, y las palabras seductoras han triunfado sin esfuerzo allí donde medios más violentos hubieran fracasado probablemente. Queda tan sólo el problema de embarcar a Filoctetes en compañía de su gran enemigo y llevarle a cumplir la misión que ha de reportar triunfo y gloria a quienes le maltrataron. Neptólemo vacila en proseguir con el engaño y el arquero interpreta esta renuencia como un volverse atrás por culpa de la abominación de su llaga. Pero no es esa repugnancia la que perturba el ánimo del joven hijo de Aquiles: «Todo produce repugnancia cuando uno abandona su propia naturaleza y hace lo que no es propio de él.» Al perder la naturaleza propia, al abandonar la humanitas y sus exigencias de juego limpio con el semejante, todo queda ya viciado por la náusea: lo mismo la miseria ajena que la salud y la victoria propias. Neptólemo quiere el triunfo, desde luego, pero lo quiere para él, es decir: sin renunciar a su naturaleza. No quiere vencer contra sí mismo, a costa de perderse a sí mismo. Por otra parte, justicia y conveniencia le imponen la obediencia a sus gobernantes y tampoco puede renunciar a ella sin desnaturalizarse en cierto modo. Por ello intenta conciliar estas exigencias opuestas, hablando francamente con Filoctetes y haciéndole una propuesta razonable: le ofrece su curación y su reinstauración plena en la sociedad a cambio de su colaboración voluntaria en la batalla definitiva contra Troya.
Pero Filoctetes se siente profundamente dolido y traicionado. De nuevo se utiliza contra él el abuso y la prepotencia, unidas ahora al engaño. El momento del pacto con los adversarios y de la componenda razonable ya ha pasado: ahora el último derecho que le queda es decir rotunda y obstinadamente: «No.» ¡Hasta eso quieren quitarle! Se emplean encarnizadamente en vencerle, siendo como es ya un mero cadáver, «una sombra de humo»... ¡Más le valiera estar efectiva y definitivamente muerto! Las imprecaciones de Filoctetes contra la existencia que se le impone, solicitando armas con las que quitarse la vida, exigiendo de dioses y hombres el alivio de la muerte, son de lo más significativo e impresionante de la tragedia griega. Lo que Neptólemo le propone es un trato decente y, desde un punto de vista meramente práctico, muy conveniente para todos. A fin de cuentas, Filoctetes sin duda va a mejorar; pero el privilegio del herido, del abandonado, del rechazado, del que ha visto su humanidad pisoteada por causa de su herida, es no querer mejorar a cualquier precio o de cualquier modo. Avenirse a la propuesta de Neptólemo es aparentemente más digno y ventajoso que seguir padeciendo abandono en Lemnos o someterse a la coacción que Ulises está dispuesto a utilizar contra él: pero Filoctetes, sencillamente, ya no quiere. No quiere ceder; no quiere ceder su voluntad de no querer. Se le abandonó por ser un herido apestoso e inútil para todos; por tal causa se le negó el reconocimiento debido a la humanidad. Y ahora él no quiere aceptar el trámite de la cura y de su utilidad irreemplazable en el ejército a fin de ganarse el derecho convivencial que se le arrebató indignamente. Filoctetes quiere ahora ser aceptado como hombre herido, como hombre que apesta, como hombre inútil: o prefiere seguir en su isla diciendo «no» a todo. No está dispuesto a dar su arco ni su aquiescencia para ganarse el aprecio de los que le despreciaron. Le con viene, pero no quiere. Es razonable, pero no quiere. Que los sanos, como Neptólemo, se atengan a la justicia y a la conveniencia, a la obediencia a quienes tienen el poder. A Filoctetes ya no le queda más que el privilegio hediondo y supurante de su herida: «La herida de Filoctetes es su dignidad. La única dignidad que le resta» (Jan Kott, El manjar de los dioses). Son los demás los que han decidido cambiar la consideración debida a la humanidad de Filoctetes por el asco a su herida. Ahora la herida es la naturaleza humana misma para él: y no sabría renunciar a ella sin sentir asco de sí mismo, como el propio Neptólemo tendrá que reconocer.
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(Fernando Savater. La obstinación de Filoctetes)
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