Interrogatorio y castigo de cristianos (104 d.C.):
Los cristianos de los tiempos de Josefo eran una secta judaica sin importancia. En tres siglos se convirtieron en un problema político para Roma.
El gobernador romano de Asia Menor Plinio el joven escribió una carta en la que expresaba su preocupación al emperador Trajano y le pedía que tomara las medidas administrativas contra la aparición de una secta perniciosa y fanática en su provincia de Bitinia, cuya superstición, como él decía, era contagiosa. Entre otras cosas escribía:
Como yo nunca he asistido a ningún interrogatorio de estos cristianos no conozco los métodos que se emplean, ni sé dentro de qué límites debo mantenerme si les quiero interrogar y castigar. ¿Hay que ser condescendientes con la edad? ¿No debe hacerse ninguna diferencia entre jóvenes y ancianos? ¿Hay que perdonar a los que se retractan o de nada sirve el arrepentimiento de un hombre que haya sido cristiano? ¿Es la confesión de cristiano sancionable por ella misma, aunque no se haya cometido ningún delito? O, por el contrario, ¿hay que castigar únicamente los delitos relacionados con esta profesión de fe? Me siento muy inseguro en todos estos puntos. (Gayo Plinio Cecilio Secundo)
Plinio expone al emperador de qué manera ha llevado hasta entonces aquel asunto. Habla de la gran cantidad de denuncias que le llegan desde que ha empezado a perseguir a los cristianos y declara que expone públicamente los nombres de los ciudadanos denunciados por cristianos y que además los hace interrogar detalladamente.
El que en el interrogatorio invoca a los dioses y reniega de Cristo, es dejado en libertad, pero el que no lo hace es ajusticiado. Porque sea cual fuere su fe, una terquedad tan absoluta y rebelde, merece, en mi opinión, un castigo.
Además esta superstición perniciosa no se reduce a las ciudades, sino que se ha extendido también a los pueblos y al campo. Pero Plinio cree que le podrá poner coto por medio del suplicio y curar a los hombres de esta locura si se deja abierta la puerta al arrepentimiento.
El emperador Trajano contestó escuetamente a su gobernador diciéndole que no hiciera caso de las denuncias. Si se demuestra que estos hombres son culpables, hay que castigarlos, pero si se retractan y se arrepienten, a pesar de la sospecha que pesa sobre ellos, hay que dejarlos en libertad. Pero no se hizo así ni en los procesos públicos y solemnes de aquella época.
Redención de Penas por Trabajo:
Al principio había casi doscientos campos, algunos provisionales, al crear los victoriosos franquistas centros de detención para internar y clasificar a los prisioneros de guerra. La primera función de los campos era dividir a los prisioneros en dos categorías: los que se consideraban recuperables después de reeducarlos y los no recuperables. A estos últimos los fusilaban. La siguiente categoría la formaban los que se reintegraban por medio del trabajo forzoso penado, que estaba a cargo del Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo. Más de cien campos siguieron existiendo hasta bien entrado el decenio de 1940 como centros de coacción, humillación y explotación. El último de ellos, en Miranda de Ebro, no se cerró hasta 1947. Más de cuatrocientos mil prisioneros pasaron por los campos. Después de la clasificación a muchos de los que no eran ejecutados los enviaban a las Colonias Penitenciarias Militarizadas, Destacamentos Penales o Trabajos de Regiones Devastadas. Muchos prisioneros republicanos en espera de que los clasificasen eran enviados a Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores. A pesar de que a los prisioneros se les consideraba no españoles, no se respetaba en absoluto la Convención de Ginebra y los prisioneros eran sistemáticamente maltratados, torturados y obligados a trabajar.
El Valle de los Caídos:
El mayor símbolo de la explotación de los prisioneros republicanos fue un capricho personal de Franco, la gigantesca basílica y la imponente cruz del mausoleo del Valle de los Caídos. En la construcción de un mausoleo gigantesco para Franco y un monumento a los que cayeron por su causa se emplearon 20.000 prisioneros, varios de los cuales murieron o resultaron gravemente heridos. El Valle de los Caídos no fue más que una de las varias empresas en las que se obligó a los prisioneros republicanos a trabajar para perpetuar el recuerdo de la victoria franquista de forma permanente. El Alcázar de Toledo se reconstruyó como símbolo del heroísmo de los nacionales durante los tres meses de asedio . En Madrid, la entrada de la Ciudad Universitaria, escenario de la salvaje batalla por la capital, se señaló mediante un gigantesco Arco de la Victoria. El Valle de los Caídos, sin embargo, empequeñecía todos los demás símbolos. El coste humano del trabajo forzado, las muertes y los sufrimientos de los trabajadores y sus familias corrieron parejas con las fortunas que ganaron las compañías privadas y las empresas públicas que los explotaron. (Paul Preston)
Eliminación de la pena de muerte:
La pena de muerte, es decir, la posibilidad de morir violentamente por decisión judicial a manos y en nombre de la justicia, es sin duda la más excecrable de las tradiciones, una figura que debería haber sido eliminada de todo código penal de manera simultánea al reconocimiento del respeto a la vida como el primero de los derechos fundamentales del ser humano. Su pervivencia violenta la función principal del Estado de tutelar los derechos fundamentales de los ciudadanos, en un ejemplo paradigmático -y dramático, dadas sus consecuencias irreversibles- de la esquizofrenia que afecta a las sociedades en las que los principios sobre los que han sido construidas son manifiestamente incompatibles con su práctica penal. La existencia de la pena de muerte no se compadece ni con los grandes principios de los derechos humanosni con las ideas de redención de penas y reinsersión social de los reos, que se supone que están en la base de muchos de los Estados culturalmente cercanos a los nuestros practican habitualmemte el máximo exponente de la tortura, la eliminación física de los elementos indeseables, como recurso de defensa de la sociedad. En España, no hace tanto tiempo, en septiembre de 1975, tuve la triste oportunidad de vivir de cerca, como defensa de una de las acusadas, las últimas ejecuciones realizadas por el régimen de Franco.
Es vidente que, por principio, no debería existir. Pero, además, hay otros factores que actúan racionalmente contra la pena de muerte: en primer lugar, no está demostrada su eficacia disuasoria, es decir, que en los países donde existe como sanción no hay menos delitos susceptibles de ser castigados con la pena de muerte que en aquellos en los que ésta no esxiste; en segundo lugar, un solo caso de error judicial que hubiera llevado a la muerte a un inocente -y hay muchos más de uno- debería bastar para que la institución de la pena de muerte fuera tan inconcebible y anacrónica como nos pueda parecer ahora la hoguera. El estado, que tiene el monopolio del uso legal de la violencia, debe utilizarla, si es necesario para la defensa de la sociedad, a partir del principio de la proporcionalidad. Lo contrario deslegitima al Estado, por muy democrático que sea su funcionamiento. La incontinencia fisiológica de los condenados, la desesperación de la última noche, el ritual siniestro de la espera del indulto, la doble vida de los verdugos, los ojos vendados de los reos, las quemaduras de las descargas eléctricas, el muro de Sartre, el cargador vacío de uno de los ejecutores para que ninguno tenga la certeza de haber matado... son imágenes impactantes recogidas en multitud de películas, que denuncian una realidad sobre la que hay que reflexionar y contra la que hay que actuar. (Francisca Sauquillo)
Justo castigo:
No es fácil ver salir de la cárcel, aún en cumplimiento estricto de la legalidad constitucional, al asesino de tus seres queridos. La sospecha sobre la sinceridad de su arrepentimiento, en el caso de que se haya producido, o el tiempo de las condenas, casi siempre insuficiente para una víctima, responde a una lógica humana que hay que entender y respetar aunque los criterios que prevalezcan (precisamente por eso) sean los del Estado de Derecho, es decir, los de legalidad y humanidad. “El hombre sin derecho se rebaja al nivel del bruto” escribió Ihering en su gran obra La lucha por el derecho, imprescindible en nuestra cultura política y jurídica. No debe olvidarse que una de las características del Rule of Law es que, por prudencia y para asegurar que nunca se producen excesos, pero también como pedagogía social, se suele proteger particularmente al victimario, y esto puede ser desgarrador para la víctima. Esta filosofía se concreta en la Modernidad, o mejor, con las Revoluciones liberales y la Ilustración, superado el viejo Derecho penal del Ancien Regime, tal y como nos enseñó nuestro Tomás y Valiente, vilmente asesinado por ETA, pero tiene antecedentes antiguos, en Grecia, con Sócrates, o en Roma con Ulpiano, en lo que podríamos identificar como los orígenes de la civilización. Entre las enseñanzas socráticas se encuentra la “doctrina de que es mejor ser víctima de una injusticia que cometerla con los demás”, sobre todo si quien la podría cometer es el Estado. Y entre las de Ulpiano, que “nadie debe ser condenado por sospechas, porque es mejor que se deje impune el delito de un culpable que condenar a un inocente”. Por eso, en caso de duda, prevalecen los criterios de libertad y siempre los humanitarios. También las garantías que evitan tratos inhumanos o degradantes o penas desproporcionadas sin que eso signifique la no persecución del delito o la ausencia de sanción y en la paradoja de que el victimario no tuvo esa consideración hacia su víctima. En el Estado de Derecho, como es sabido aunque no viene mal recordarlo, el castigo, además, es un mal necesario que no sólo implica el reproche hacia una conducta ilícita, sino que busca también reducir el crimen y “reformar” al criminal. Diderot condensó bien esta filosofía que inspira la sanción negativa y particularmente la pena en nuestro modelo constitucional, que es sobretodo un modelo ético y cultural, civilizatorio, cuando escribió: “la justicia se sitúa entre el exceso de clemencia y la crueldad, al igual que las penas consumadas están entre la impunidad y las penas eternas”. En este punto la mirada particular de muchas víctimas y de sus familias ha condicionado comprensiblemente la realidad objetiva del fin del terrorismo de ETA en nuestro país, que es sin duda la mejor noticia desde la Transición a la democracia y el fin del franquismo. Aceptarlo con “deportividad” desde el gobierno y los representantes políticos, mirándolas a los ojos sin engañarlas, o sin decir una cosa y la contraria en función de si se está en la oposición o en el poder, es la mejor opción, la más coherente y la más honrada, sin echar las campanas al vuelo pero con la satisfacción del deber cumplido. Un trabajo de todos, como he dicho, incluidas por supuesto las víctimas pero también muchos nacionalistas, vascos pacíficos y demócratas. Algún día sabremos ver con distancia y con grandeza esta enorme realidad de la que todos debemos estar orgullosos.(José Manuel Rodríguez Uribe, 2013)
Sobre los delitos y las penas, Beccaria (1764):
Entre los autores más influyentes de todo el Siglo de las Luces figura el jurista italiano (milanés) Cesare Beccaria (1738-1794). Su obra Sobre los delitos y las penas (1764) tocaba los mismos temas generales que trataron los philosophes franceses (el poder arbitrario, la razón y la dignidad humana) y brindó a Voltaire la mayoría de los argumentos para el caso Calas. Beccaria también proponía reformas legales concretas. Atacaba la idea imperante de que los castigos debían representar la venganza de la sociedad sobre el delincuente. La única base lógica legítima del castigo consistía en mantener el orden social y la prevención de otros delitos. Beccaria abogaba por la máxima clemencia posible compatible con la disuasión; el respeto por la dignidad individual y por la humanidad dictaba que los humanos no debían castigar a otros humanos más de lo necesario. Sobre todo, el libro de Beccaria se oponía con elocuencia a la tortura y la pena de muerte. El espectáculo de las ejecuciones públicas, que intentaba poner de manifiesto el poder del estado y los horrores del infierno, sólo servía para deshumanizar a la víctima, al juez y al público. En 1766, pocos años después del caso Calas, otro juicio francés se erigió como ejemplo de lo que horrorizaba a Beccaria y a los philosophes. A un noble francés de diecinueve años, acusado de blasfemia, le arrancaron la lengua y le cortaron una mano antes de quemarlo en la hoguera. Cuando el tribunal supo que el blasfemo había leído a Voltaire, ordenó quemar el Diccionario filosófico junto con el cuerpo. Casos tan impresionantes como éste ayudaron a publicar la obra de Beccaria, y Sobre los delitos y las penas se tradujo con rapidez a una docena de idiomas. Debido principalmente a su influencia, hacia el año 1800 la mayoría de los países europeos abolieron la tortura, las marcas a fuego, los azotamientos y varias formas de mutilación, y reservaron la pena de muerte a delitos capitales. (Coffin)
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Claramente aquí está presente una terrible aberración mental y uno se siente repelido por estas obscenas imágenes hasta que recuerda que hace apenas 200 años los franceses se reunían por miles en torno a la guillotina y estiraban el cuello para ver la navaja cortar las cabezas de los enemigos de la revolución. ¿Acaso los británicos no colgábamos a los ladrones de caminos y exhibíamos sus cadáveres en jaulas? Existe amplia documentación literaria sobre ahorcamientos, últimas palabras y descripciones del pataleo de los colgados en lo que se conocía como bailar la jiga de Tyburn. (Robert Fisk, 2015)
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