Textos
Pessoa
La Calle de los Doradores



Libro del desasosiego:
La calle de los Doradores:
► Calle real de la Baja lisboeta donde vive y trabaja Bernardo Soares. Ocho tramos de escalera median entre ella y su habitación en un cuarto piso. En una esquina hay una tabaquería. La primera paralela hacia el oeste es la Calle de la Plata.

[...] ¿Qué se ha hecho de todos ellos, que, porque los vi y volví a verlos, fueron parte de mi vida? Mañana también desapareceré yo de la Calle de la Plata, de la Calle de los Doradores, de la Calle de los Lenceros. Mañana, también yo -el alma que siente y piensa, el universo que soy para mí- sí, mañana yo también seré el que dejó de pasar por estas calles, el que otros vagamente evocarán con un "¿qué será de él?" Y todo cuanto hago, todo cuanto siento, todo cuanto vivo, no será más que un transeúnte menos en la cotidianeidad de las calles de una ciudad cualquiera.

[...] Si yo tuviese el mundo en la mano, lo cambiaría, estoy seguro, por un billete para la Calle de los Doradores. (6)

Pienso a veces que nunca saldré de la Calle de los Doradores. Y esto escrito, entonces, me parece la eternidad. (86)

[...] Me asomo, desde una de las ventanas de la oficina abandonada a mediodía, a la calle en la que mi distracción siente movimientos de gente en los ojos, y no los ve, desde la distancia de mi meditación. Me duermo sobre los codos, donde me duele la barandilla, y sé de nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle sin animación por la que muchos andan se me destacan en un alejamiento mental: los cajones apiñados en el carro, los sacos a la puerta del almacén del otro y, en el escaparate distante de la tienda de ultramarinos de la esquina, el vislumbre de las botellas de ese vino de Oporto que sueño que nadie puede comprar. Se me aísla el espíritu de la mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa por la calle es siempre la misma que ha pasado hace poco, es siempre el aspecto fluctuante de alguien, manchas sin movimiento, voces de incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder. (41) [...] También hay universo en la Calle de los Doradores. También concede Dios aquí que no falte el enigma de vivir. Y por eso, si son pobres, como el paisaje de carros y cajones, los sueños que consigo extraer de entre las ruedas y las tablas, aun así son para mí lo que tengo, lo que puedo ser. (337)

Por la calle llena de cajones van los cargadores limpiando la calle. Uno a uno, con risas y dicharachos, van poniendo los cajones en los carros. Desde lo alto de mi ventana de la oficina, yo los voy viendo, con ojos lentos en los que los párpados están durmiendo. Y algo sutil, incomprensible, ata lo que siento a los cargamentos que estoy viendo hacer, una sensación desconocida hace un cajón de todo este tedio mío, o angustia, o náusea, y lo sube, a hombros de quien bromea en voz alta, a un carro que no está aquí. Y la luz del día serena como siempre, luz oblicuamente, porque la calle es estrecha, sobre donde están levantando los cajones -no sobre los cajones, que están a la sombra, sino sobre la esquina, allá al final, donde los cargadores están haciendo no hacer nada, indeterminadamente. (159)

La oficina:
► Bernardo Soares comparte sus días de trabajo con el patrón Vasques, el contable Moreira, el cajero Borges, el compañero del escritorio vecino Sergio, diversos jóvenes empleados que empaquetan remesas, y un gato. Sentado en su pupitre de ayudante de contabilidad se dedica a hacer cuentas hasta las seis de la tarde. Desde las ventanas de Vasques y Cia. se divisa una tienda de ultramarinos que hace esquina, y pueden escucharse los sonidos de las campanillas de los tranvías.

[...] Encaro serenamente, sin nada más que lo que en el alma represente una sonrisa, el encerrárseme siempre la vida en esta Calle de los Doradores, en esta oficina, en esta atmósfera de esta gente. Tener lo que me dé para comer y beber, y dónde vivir, y el poco espacio libre en el tiempo para soñar, escribir -dormir-, ¿qué más puedo yo pedir a los Dioses o esperar del Destino? He tenido grandes ambiciones y sueños dilatados -pero también los tuvo el cargador o la modistilla, porque sueños los tiene todo el mundo: lo que nos diferencia es la fuerza de conseguir o el destino de conseguirse con nosotros.

[...] El patrón Vasques es la Vida. La Vida, monótona y necesaria, dirigente y desconocida. Este hombre trivial representa la trivialidad de la Vida... Y, si la oficina de la Calle de los Doradores representa para mí la Vida, este segundo piso mío, donde vivo, en la misma Calle de los Doradores, representa para mí el Arte. Sí el Arte, que vive en la misma calle que la Vida, aunque en un sitio diferente, el Arte que alivia de la Vida sin aliviar de vivir, que es tan monótono como la misma Vida.

[...] No conozco mejor cura para todo este lamazal de sombras que el conocimiento directo de la vida humana corriente, en su realidad comercial, por ejemplo, como la que surge en la oficina de la Calle de los Doradores. ¡Con qué alivio volvía yo de aquel manicomio de títeres hacia la presencia real de Moreira, mi jefe, contable auténtico y sabedor, mal vestido y mal tratado, pero lo que ninguno de los otros conseguía ser, lo que se dice un hombre...!

[...] Con qué prisa me alejo corriendo de casa, donde así he soñado, hacia la oficina; y veo la cara de Moreira como si por fin arribase a puerto. Considerándolo bien todo, prefiero a Moreira al mundo astral; prefiero la realidad a la verdad; prefiero la vida, vamos, al Dios que la ha creado. Así me la ha dado, así la viviré. (113)

Tengo ante mí las dos páginas grandes del libro pesado; levanto de su inclinación sobre el pupitre viejo, con ojos cansados, un alma más cansada que los ojos. Más allá de la nada que esto representa, el almacén, hasta la Calle de los Doradores, alinea los anaqueles regulares, los empleados regulares, el orden humano y el sosiego de lo vulgar, como el sosiego que hay junto a los anaqueles. Bajo unos ojos nuevos a las dos páginas blancas, en las que mis números cuidadosos han puesto los lucros de la sociedad. Y, con una sonrisa que guardo para mí, recuerdo que la vida, que tiene estas páginas con nombres de tejidos y dinero, con sus blancos y sus trazos a regla y de letras, incluye también a los grandes navegantes, a los grandes santos, a los poetas de todas las épocas, todos ellos sin escritura, la vasta prole expulsada de los que hacen valer al mundo. (143)

[...] Y al fondo de mi desconexión, sin que yo los oiga, oigo los ruidos de las conversaciones de los embaladores, allá en el fondo de la oficina al principio del almacén, y veo sin ver los cordeles de embalar los encargos postales, pasados dos veces, con los nudos dos veces corridos, en torno a los paquetes de papel pardo fuerte, en la mesa al pie de la ventana que da al zaguán, entre chistes y tijeras. Ver es haber visto. (160) [...] Soy yo quien, solo en la oficina desierta, puedo vivir imaginando sin desventaja de la inteligencia. No sufro interrupción de pensar por parte de los pupitres abandonados y de la sección de remesas sólo con papel y rollos de cuerda. estoy, no en mi banco alto, sino recostado, por un ascenso sin realizar, en la silla de brazos redondos de Moreira. Tal vez sea la influencia del lugar la que me unge de distraído. (163)

[...] Tengo sueño. El día ha sido pesado de trabajo absurdo en la oficina casi desierta. Dos empleados están enfermos y los otros no están aquí. Estoy solo, salvo el mozo lejano. Tengo nostalgia de la hipótesis de tener un día de nostalgia, y aun así absurda. Casi pido a los dioses que haya que me guarden aquí, como en un cofre, defendiéndome de las amarguras y también de las felicidades de la vida. (220)


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