Relato de la expedición de Angiolino del Teggia (1341):
Entrando entonces en las casas, observaron que estaban construidas con admirable artificio de piedras cuadradas y cubiertas con grandes y hermosos maderos. Viendo que algunas estaban cerradas y deseando averiguar lo que en ellas se encerraba, rompieron las puertas con piedras, lo que dio lugar a que los fugitivos, que de lejos los observaban, atronasen el aire con sus gritos. Rotas las puertas penetraron en las casas, donde sólo hallaron higos secos tan buenos como los de Cesena, colocados en cestas de palma, y granos de trigo más hermosos que los nuestros porque eran más largos, gruesos y blancos; también hallaron cebada y otros cereales que probablemente servían de alimento a los indígenas. Las casas eran hermosas y aderezadas con bellísimas maderas, estando por dentro blanqueadas como su hubieran empleado el yeso. Hallaron también un oratorio o templo en el que no había adorno ni pintura alguna excepto un ídolo o estatua de piedra que representaba un hombre desnudo con una bola en la mano y cubiertas sus partes pudendas con un tejido de palma al estilo del país, cuya estatua sacaron de aquel sitio y embarcaron en sus naves llevándola a Lisboa.
La isla se encuentra muy poblada y en cultivo, recogiendo sus habitantes grano y otros cereales, frutas y especialmente higos. Comen trigo y cereales a manera de las aves o reduciéndole a harina que también les sirve de alimento -sin hacer panes-, y beben agua.
Dejando los marinos esta isla y viendo muchas que de ellas distaban 5, 10, 20, y 40 millas, navegaron hacia una, en la que hallaron árboles muy altos y derechos que se elevaban al cielo. Navegando después a otra, encontraron en ellas muchas playas y excelentes aguas, madera abundante y palomas que cogían a palos y pedradas para comerlas. Dicen que estas palomas son mayores que las nuestras y de mejor y más sabroso gusto. También vieron allí muchos halcones y otras aves de rapiña. No se detuvieron en esta isla por parecerles totalmente desierta. Apareció luego a su vista, otra isla en que había rocas de excesiva altura cubiertas con frecuencia de nubes y donde caen repetidas lluvias; pero cuando aclara el tiempo parece bellísima y se cree esté poblada. Desde allí aportaron a otras islas hasta el número de trece, unas habitadas, otras desiertas, y cuanto más navegaban más islas descubrían; era en ellas el mar mucho más claro que entre nosotros y de buen fondo para anclar, y aunque sus puertos son pequeños, tienen agua bastante. De las trece islas visitadas encontraron cinco con muchos habitantes, aunque desiguales en población, pues unas tienen más y otras menos. Aseguran que su lenguaje es diferente, de manera que no se entendían unos y otros, careciendo de todo medio de comunicación marítima y no pudiendo pasar de una a otra isla sino a nado.
Hallaron también otra isla en la que no desembarcaron, porque descubrieron en ella una cosa maravillosa, y era un monte que tiene más de 30.000 pasos de altura y se ve desde muy lejos, en cuya cima aparecía una cosa blanca que, por ser pedregosa la montaña, se asemejaba a un castillo. Sin embargo se asegura que no es castillo sino un peñasco agudísimo, en cuya cúspide se levanta un mástil como el de un buque, del cual pende una antena con una vela semejante a la de una grande embarcación latina, sujeta a manera de escudo, que colocada a aquella altura se hincha con el viento, se extiende mucho y luego se recoge poco a poco en el mástil, como una galera, y después torna a elevarse y así alternativamente. Este fenómeno lo observaron siempre al costear la isla, y suponiendo fuese cosa de brujería no se atrevieron a tocar en tierra.
Otras muchas cosas encontraron que Nicolás Recco no quiso referir; estas islas, no obstante, parece que no son ricas, porque la expedición apenas sacó los gastos del viaje. Los cuatro hombres que fueron hechos prisioneros eran imberbes y de buena presencia y andaban desnudos, teniendo sólo una especie de tonelete -que sostenían con una cuerda en la cintura-, hecho de hojas de palma o de junco de dos y medio a dos palmos de largo, y con el cual cubrían sus vergüenzas por uno y otro lado, de modo que no lo levantase el viento, ni por ningún otro accidente. Son incircuncisos y tienen cabellos largos y rubios -flavos-, que les caen hasta el ombligo. Con ellos se cubren y andan descalzos.
La isla a que éstos pertenecen se llama Canaria, y el la más poblada. No entienden idioma alguno, aunque se les ha hablado en varias lenguas; son de nuestra estatura, membrudos, muy atrevidos, fuertes y de mucha inteligencia a lo que parece. Se les habla por signos y por signos responden como los mudos. Se respetan mutuamente, pero en particular consideran a uno de ellos, que lleva un tonelete de hojas de palma, al paso que el de los otros es de junco pintado de amarillo y rojo. Cantan dulcemente, danzan como los franceses y son risueños, alegres y más civilizados que muchos españoles (et satis domestici, ultra quam sint multi ex hispanis).
Luego que entraron en las naves comieron pan e higos, siéndoles agradable el pan, que nunca habían comido; el vino lo rehusaron y sólo bebieron agua. Comen igualmente cebada y trigo a manos llenas; el queso y las carnes, de que tienen gran abundancia, son de excelente calidad. Carecen de bueyes, camellos y asnos, y sólo tienen cabras, ovejas y cerdos salvajes. Las monedas de plata y oro les son desconocidas, así como las armas. Los collares de oro, vasos cincelados, espadas y cuchillos, parece que jamás los habían visto ni usado. Su lealtad es grande, porque no se daba a uno de comer sin que antes de llevarlo a la boca no lo dividiese por partes iguales con los demás. Sus mujeres se casan y después de casadas usan el tonelete como los hombres; pero mientras son doncellas andan completamente desnudas sin que por eso demuestren vergüenza alguna. Cuentan como nosotros, haciendo preceder las unidades a las decenas del modo siguiente:
Notas:
Alfonso XI de Castilla (1312-1350):
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