La edad que tenemos. Por José Carlos García Fajardo: De ahí, la importancia de saborear el propio conocimiento que nos lleva al respeto del otro. No como objeto de nuestro amor o de nuestra responsabilidad, sino como sujeto que sale al encuentro y nos interpela, para hacer juntos el camino. Caer en la cuenta de que a todos compete el disfrutar de los bienes comunes nos abre hacia horizontes de plenitud, bondad y belleza. Porque son auténticos, y autentikós es el que tiene autoridad sobre alguien y lo promociona. Qué pérdida de tiempo es añorar el pasado en una nostalgia estéril mientras que el sentimiento de ausencia nos anima para seguir en el camino, compartiendo y disfrutando cada momento de nuestra existencia. Sin atormentarnos por un futuro que no existe, sino que lo vamos haciendo. Como el tiempo, y hasta como el espacio que se define por sus contenidos. Esa es la elegancia verdadera, que el vaso no sea más que la flor. E pois, mais nada que, si hubiera algo, nos acogeremos al razonamiento de Sócrates "bien me ha valido haber seguido el camino de la virtud". Y, si no hay nada, con mayor razón me compensa vivir con coherencia y plenitud. Cuenta Osho que lo bueno de ser anciano es que ya eres demasiado viejo para dar mal ejemplo y puedes empezar a dar buenos consejos. Lo cierto es que dentro de cualquier anciano hay un joven preguntándose qué ha sucedido. Hablamos de jóvenes desconcertados y no de ancianos amargados porque sienten que sus vidas no son lo que podrían haber sido. Se sienten estafados. Nadie les enseñó a amar la vida, a amarse a sí mismos, a asumir el único sentido de la existencia: ser felices. Y ser feliz es ser uno mismo, poder hacer las cosas porque nos da la gana, no porque lo manden o para alcanzar méritos para una vida de ultratumba. Esto es un chantaje, posponer la felicidad para mantenernos dominados y sumisos. Han hecho de la obediencia una virtud. Un buen pueblo, para el que manda, es un rebaño que pasta sin hacer ruido. Es urgente la rebelión de las personas mayores que padecen su soledad como antesala de la muerte. Nunca es tarde para madurar sin confundir el envejecimiento, que es cosa del cuerpo, con la madurez que es crecer hacia dentro y saborear la vida. Las arrugas son hereditarias. Los padres las reciben de los hijos. Descubrirnos gotas en un océano de silencio es trasformar la existencia en una celebración. Es descubrir el universo en el rocío. No hay mayor provocación que ser uno mismo. Atreverse a ser, a discrepar, a gozar y a realizarse en armonía con el universo. El sabio acepta la realidad imponiéndole su sello: para hacer lo que queramos tenemos que querer lo que hacemos. Porque nada puede morir, tan sólo cambiar de forma. La existencia nada sabe de la vejez, sabe de fructificar. Ya tenemos lo que buscamos. Hay que despertar. Madurez significa que hemos llegado a casa. La madurez es conciencia, el envejecimiento sólo desgaste. Todavía queda tiempo para cambiarse de tren.
Muchedumbres solitarias. Por José Carlos García Fajardo: Me sentí rico al hallar un amigo, pues el hombre es el solaz del hombre... el tizón con el tizón se enciende y arde; el fuego nace del fuego; el hombre recibe del hombre el calor de su palabra, a quien no tiene voz se le esquiva. Ando esto días de final de curso aguijoneado por el renacer de la nostalgia, ese sentimiento que brota en los profesores cuando perciben que se aproxima el final de una relación intensa con los alumnos. Es el dolor por lo conocido ausente que se vislumbra antes de producirse la separación. Uno quisiera derramar a manos llenas, sobre ellos, todo lo que conoce, intuye o sabe en este quehacer de un vivir que es preciso que tenga sentido. Como respondió André Malraux al General de Gaulle atónito por el agnosticismo de su ministro de Cultura para el que no imaginaba consuelo por la muerte de su hijo: Mi General, aunque la vida no tuviera sentido, tiene que tener sentido vivir. Después de treinta años de enseñanza en la universidad, cada vez me impresiona más la sensación de orfandad, de desamparo y de fragilidad que muestran los jóvenes universitarios, tan provocadores y descarados por fuera, pero en realidad tan necesitados de ser escuchados. Hemos convertido la universidad en una guardería de adultos para atiborrarlos de conocimientos en una demencial tarea impropia de su ser auténtico, de ese compartir los saberes, como la definiera el rey Sabio, hace casi mil años. Desde siempre, recibo a cada alumno en mi despacho para conocerlos y escucharlos, y tratar de comprender su situación personal. No pocas veces me he sorprendido al escucharles, entre tímidos y ruborizados, que era la primera vez que alguien les preguntaba lo que pensaban, lo que sentían, lo que anhelaban. Desde que eran niños los hemos tratado como almacén de seguridades, como corredores para conseguir un título, para tener cultura, virtudes, poder; pues para eso les hemos dado a entender que servían los conocimientos. No seas vago, haz algo útil, no pierdas el tiempo, tienes que prepararte para ocupar un puesto en la vida, para trabajar. Como si viviéramos para trabajar, en lugar de trabajar para vivir. Como si el trabajo fuera un castigo, en lugar de un quehacer que tiene que ver con la creación, con la techné que libera en vez de la imposición que esclaviza. Y todo arranca de una soledad impuesta por una sociedad de consumo, de prisas y de competitividad regida por la funesta máxima de cuanto más, mejor, en vez de cuanto mejor, más. Es la nueva moral que proclama que no tener es pecado. Es la enajenación por las cosas que nos encadenan y poseen, en vez de liberarnos. Mi experiencia personal, la más dura de mi extensa vida de docente es percibir la creciente soledad de los jóvenes, la ausencia de los abuelos, de esas personas que hacían la familia más rica que el mero matrimonio y el cada vez menor número de hijos. La casa cada vez es menos un hogar, espacio de encuentro y de relaciones, de solidaridad y de afectos, que un aparcamiento o una posada en un incierto camino. Se multiplican los electrodomésticos y se incrementa la soledad en un ruido que cada cual lleva a su celda. Por supuesto, con los cascos de su walkman conectados a sus orejas. Tengo para mí que se ha perdido la palabra, el acoger y saberse formando parte de una tradición en marcha. Ya no hay lugar para los abuelos, para aquella tía que se quedó soltera o para esas personas de las familias que nos visitan, nos atienden y nos cuentan. El grado de civilización de una sociedad se percibe por el modo de tratar a los niños, a las mujeres y a las personas mayores. El creciente desarraigo, perder las raíces y con ellas las señas de identidad, arranca de haber olvidado que la educación es el arte de saber adaptarse a las circunstancias. Que educar, proviene de educere, no conducir sino sacar lo mejor de cada uno para que pueda ser él mismo, para que sea capaz de alcanzar su plenitud y de quererse en una relación de afecto y de creatividad. La alarmante soledad de las muchedumbres solitarias conduce a la violencia, a la angustia y a la evasión por medio de otras drogas que las de diseño: las adicciones a sucedáneos de una vida humana en la que necesitamos sabernos queridos y compartir nuestra búsqueda. Quizá, como intuyó Albert Camus, todo consista en cambiar solitario por solidario. No es más que una letra, pero a algunos parece que les cuesta. |