Los faros:
El faro de Alejandría (300 a 280 a de J.C.):
El nombre de faro proviene de una torre de unos 180 metros de altura que fue construida bajo el reinado de Ptolomeo II (283-246 a.C.) en la isla de Pharos, frente al puerto de Alejandría. Construido por el arquitecto Sostrato de Gnido, estaba recubierto de mármol. En lo más alto ardía una hoguera durante la noche que se veía desde una distancia de 55 kilómetros.
Levantado en una península adelantada a la ciudad egipcia, se consideraba una de las mayores producciones técnicas de la antigüedad. Sobre una base cuadrada se alzaba una esbelta torre ortogonal de unos 100 m de altura. Sobre la plataforma superior ardía por la noche un fuego alimentado con leña y resina. La leyenda dice que Sostratos buscó durante mucho tiempo, para los cimientos, un material que resistiese el agua del mar, y que finalmente construyó la torre sobre gigantescos bloques de vidrio. En 1373 un terremoto destruyó los restos de la torre. Sus ruinas se han buscado en vano.
El faro de Alejandría:
Recuerdo ilustre de aquella gran época fue, durante muchos siglos, el famoso faro de Alejandría. La navegación próxima a las costas, en días de niebla y por la noche, hizo imprescindible la colocación de grandes luminarias permanentes en determinados puertos y cabos del litoral Mediterráneo. A la época en que acabo de ocuparme corresponde una de las obras más importantes de los antiguos, considerada en aquellos tiempos como una de las siete maravillas del mundo. Me refiero al gran faro de Alejandría. Parece que este nombre de faro se debe al de la pequeña isla donde se elevó, a la entrada del puerto, y que sirvió después para denominar a todos los monumentos y aparatos que desde entonces han venido fabricándose para el mismo fin.
Plinio y otros autores antiguos, describen la estupenda construcción que se levantó al noroeste de la isla de Pharos, durante el reinado de Ptolomeo Filadelfo, por los años 285 a 247 a.C. Su constructor fue Sóstrato de Cnido, hijo de Dimócrates, quien, a su vez, había sido arquitecto de Alejandro.
Sobre una base de grandes bloques de vidrio -que no es atacado por el mar-, se elevaba una torre de mármol blanco, dividida en cuerpos cada vez más pequeños, hasta alcanzar los 160 metros de altura [Edrisi habla de 55 a 65 metros; otros autores lo elevan a 183]. En la parte superior se hallaba un gran brasero, encendido día y noche, con una especie de espejo de forma lenticular, el cual se ponía delante de la llama para enviar los rayos luminosos a distancia mayor.
En el basamento de la gran obra se leía la inscripción: Sóstrato de Cnido, hijo de Dimócrates, a los dioses salvadores, por aquellos que navegan por el mar.
Los árabes siguieron utilizando el famoso faro después de conquistar Egipto, en el siglo IX de nuestra Era. Un emperador de Constantinopla, para dificultar la navegación de aquellos, decidió destruirlo; pero, careciendo de fuerza que oponer contra el califa, dueño del país, acudió a la astucia.
Envió un emisario al poderoso Al-Walid, con la consigna de hacerle creer que había un gran tesoro en la base de la elevadísima torre. El califa ordenó su demolición; hasta que, advertido, quizá, del engaño, hizo suspender la tarea destructora cuando ya se había realizado en su mayor parte.
Un terremoto sucedido en 1375 consumó la destrucción de la maravillosa obra debida a Sóstrato de Cnido. (A.Jiménez-Landi)
Alejandría:
Como si percibiera que algo estaba llegando al final, Alejandría guardaba la mayor biblioteca del mundo, una biblioteca que intentó conservar -esa era su ambición- todo el conocimiento humano. Junto a ésta y por encima de ésta se alzaba el Faro. Junto al faro estaban los mercados y los muelles y almacenes. Junto a ellos, la tumba de Alejandro, después los palacios de los reyes y reinas hermano/hermana, las primeras sinagogas del mundo, templos de las sectas esotéricas, las contadurías de los mercaderes, los burdeles y las tiendas, los perfectos palacios blanqueados de los ciudadanos más ricos y, posteriormente, hileras de grandes iglesias, cada una con monjes quimeristas y huesos de mártires, y una de ellas con las reliquias del mismo San Marcos. Y, todo este tiempo, la ciudad grande y devoradora recorría tan rápida como una máquina su curso diario, y su carrera era mucho más dura y llegaba mucho más lejos que la de muchas ciudades más antiguas. En su día, y si día fue muy largo, Alejandría era el lugar más excitante de la tierra. De todas las ciudades que Alejandro fundó, Alejandría de Egipto era la mayor de todas. Como escribió el mismo César (y César luchó y casi murió en Alejandría), la puerta de Egipto era el faro, aquel faro que se encumbraba y era el símbolo del comercio y de la energía de la ciudad, y también el símbolo del convulsivo orden urbano que Alejandro sembró a través del Oriente antiguo.
(John y Elizabeth Romer)
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Depósito del saber y relevo de Atenas en nuestra era:
Alejandría era la capital de la provincia de Egipto del Imperio Romano, y en ella residía tanto el prefecto como el comandante militar. La urbe mantenía buena parte de su grandeza y, aunque el Museo, la institución en torno a la cual se agrupaban los principales sabios del momento, había ido a menos, seguía irradiando una importante influencia intelectual (José Angel Martos)
Aquí Euclides elaboró la primera geometría y Tolomeo, la astronomía; Eratóstenes había calculado con precisión el diámetro de la Tierra, y Aristarco de Samos incluso avanzó -sin mucho éxito- que la Tierra giraba alrededor del sol 1.800 años antes que Galileo. (José María Casado)
Alejandría fue tomando el testigo de Atenas, que empezó a decaer. La Alejandría del siglo IV había perdido ya algo del esplendor de su mejor época. Una parte importante de los fondos de su Biblioteca había alimentado las llamas del incendio del año 48 a.C. provocado por Julio César en su enfrentamiento con Tolomeo XIII, el hermano de Cleopatra. Después, el conjunto de la ciudad había sufrido el castigo de quien paradójicamente era un gran admirador de Alejandro Magno, el emperador Caracalla. Este, que había acudido a Alejandría para frenar el desorden en que se hallaba sumida y, de paso, para visitar la tumba de su emperador preferido -mausoleo que por entonces no había desaparecido-, reprimió con extrema dureza las revueltas que tenían lugar. Posteriores guerras, también en el siglo III, acabaron con la gran Biblioteca. Le sobrevivió la llamada Biblioteca-Hija en la acrópolis de la colina Rhakotis, la zona de la ciudad más alejada del mar. Esta había sido la segunda biblioteca pública de la ciudad, fundada por Tolomeo III cuando la primera se quedó pequeña.
Omar:
Segundo califa del Islam (del 634 al 644). Primer contradictor acérrimo de Mahoma, se convirtió al islamismo naciente por una imprevista iluminación en el momento en que hería con la espada a su hermana, que se había hecho musulmana. Bajo su mando se realizó la primera oleada de las prodigiosas conquistas árabes. En el año 637 entró en Jerusalén. A él se debe, asimismo, la primera organización del Imperio islámico; fue quien instituyó el nuevo calendario a partir de la hégira, fijada el 15 de julio de 622. La historiografía musulmana exalta su piedad y su justicia. Asesinado en la mezquita de Medina por un persa no convertido. Una tenaz tradición sostenía que había ordenado al general victorioso en Egipto que incendiase la biblioteca de Alejandría y que, durante seis meses, los baños de la ciudad fueran calentados con los libros de la misma.
(G.P.)
Destructores cristianos de la biblioteca:
Edward Gibbon, en Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano (1776-1788), puso en duda a los historiadores árabes Ibn al-Kifti y Abd al-Latif, por su distancia cronológica de los hechos y porque en el mundo musulmán la práctica habitual era preservar los libros y no destruirlos.
No hay ningún testigo coetáneo de los hechos. Abd al-Latif e Ibn al-Kifti vivieron entre los siglos XII y XIII, al menos seis y siete siglos posteriores al incidente.
La biblioteca del museo contenía libros de Aristóteles, el más conocido de los filósofos para el mundo árabe. Occidente recuperó las obras de Aristóteles gracias a las traducciones árabes en su mayor parte. Este aprecio parece negar el atrevimiento de su destrucción.
Es muy posible que los cristianos destruyesen los libros considerados heréticos de la biblioteca del museo antes del siglo VI. Si los monjes de Cirilo asesinaron a Hipatia, hija del bibliotecario Teón, si destruyeron el Serapeum por orden de Teófilo, no parece que tuvieran ningún impedimento para reducir a escombros la biblioteca, lo que daría sentido al hecho de no haber sido mencionada en el inventario de Amrou ibn al-Ass. Este informe destinado a Omar I relacionaba la suma hasta de pequeños teatros y tiendas pero no la gran biblioteca.
Al menos 23 terremotos asolaron Alejandría entre el 320 y el 1303. En el verano del año 365 un devastador terremoto acabó con numerosas edificaciones. El equipo de Franck Goddio del Institut Européen d’Archéologie Sous-Marine, encontró en el fondo de las aguas del puerto cientos de objetos y pedazos de columnas que demuestran el hundimiento en las aguas de parte de la ciudad de Alejandría. Los hallazgos de esculturas sumergidas en la zona se suceden con cierta regularidad.
Visibilidad en las costas del Mediterráneo:
No es sorprendente que el calificativo "visión-clara" sea un epíteto muy favorable en la descripción de los viajes del litoral en los poemas de Homero. Efectivamente, describió las características de la línea costera tan cuidadosamente que, siguiendo los textos antiguos, aún puede dibujarse con precisión el mapa de los viajes de sus héroes, lo mismo que ocurre con los viajes de los otros viajeros del pasado, descritos por poetas, geógrafos y los santos de la Biblia.
Aunque a primera vista la precisión de esos escritos pueda parecer sorprendente, pronto se advierte que en su exactitud puede estribar la diferencia entre el regreso a salvo al hogar y la muerte ahogado. Es la misma agudeza de observación típica del espíritu práctico de muchos escritores antiguos que trazan una distinción inmediata entre la fantasía de sus historias y las realidades del paisaje en el que habitualmente se enmarcan. Plinio, por ejemplo, nos dice que, precisamente en el solsticio de verano, la sombra del pico del Monte Athos, ese peligrosísimo promontorio situado junto al mar, caía sobre la plaza del mercado de la población de una isla de Lemnos, a unas 40 millas de distancia. Por tanto, cuando Homero describe una vista que desde el pico de otra montaña -que se alza en la isla de Samotracia- abarca el lejano Helesponto y la misma Troya, "la ciudad de Príamo y los barcos de los griegos", podemos estar seguros de que es así. Y lo mismo puede decirse cuando se observa desde la cima de la montaña más alta de Rodas, un pico consagrado al gran Zeus, es posible ver el Monte Ida, en Creta, el lugar de nacimiento del mismo dios; aunque la distancia es superior a las 100 millas, en los días claros esa afirmación es cierta.
Antes de las brújulas y de la telefonía sin hilos, el conocimiento de esas referencias visuales estaba muy extendido, y esas señales eran muchísimo más numerosas de lo que actualmente la mayoría de la gente, habituada al instrumental de navegación moderna, pudiera creer. Lo mismo que se ha afirmado que en un día claro se puede ver la cordillera Tauro en las costas de Turquía desde la isla de Chipre, en consecuencia, de igual manera a veces se puede ver la costa de Africa desde los picos de Sicilia; las siluetas borrosas de Córcega desde las playas de Toscana, y Cerdeña se ve a menos de 200 millas de Túnez, siendo este último un viaje desusadamente largo por el Mediterráneo, interrumpido sólo por algunas islas.
Asentada entre Sicilia y la costa del norte de Africa, la solitaria y pequeña Pantelaria, siempre un lugar de descanso para las bandadas de aves migratorias, fue un antiguo punto de referencia náutico en las rutas por mar hacia Africa, tan importante como lo son actualmente sus faros de radar para el tráfico aéreo. En realidad, dentro de las bien establecidas rutas marítimas antiguas, los marineros difícilmente estaban a más de 40 millas de la costa, y la configuración de la tierra y la orientación de los vientos mediterráneos requerían que lo hicieran así. El poeta Esquilo, por ejemplo, describe cómo las noticias de la caída de Troya se transmitieron con señales de fuego a través del Mediterráneo, de punta a punta, de isla a isla, pasando desde el Helesponto en Asia Menor, a través del mar Egeo, hasta la Grecia contimental y sus colonias en el sur de Italia. (John y Elizabeth Romer)
Construcción del faro de los Héaux:
Todas esas torres levantadas en sitios peligrosos, edificadas a menudo sobre las rompientes y en medio de las tempestades, establecían al arte el problema de la absoluta solidez. Muchos faros se levantan a alturas inmensas. La tan decantada arquitectura de la Edad Media no se aventuraba a edificar tan alto si no daba al edificio apoyos exteriores, contrafuertes, botareles, y hacia la cima de las torres ya no se fiaba de la piedra, sino que recurría al auxilio no muy artístico de los grapones de hierro que enlazaban entre sí las piedras, como puede verse todavía en la aguja de la catedral de Strasburgo. Nuestros arquitectos desprecian tales medios. El faro de los Héaux, construido últimamente por M. Reynaud sobre el peligroso escollo de las Espadas de Tréguier, tiene la sencillez sublime de una gigantesca planta marina. Poco se cura de los contrafuertes: hunde en la roca viva sus cimientos tallados al cincel, y sobre una base de sesenta pies de anchura, se yergue su columna de veinticuatro pies de diámetro. Sus anchas piedras de granito están embutidas la una en la otra; además, en la parte inferior, las hiladas se encuentran unidas por medio de dados (también de granito) que penetran a la vez en otras piedras superpuestas. Toda la obra está tan bien ajustada que el cimiento fue cosa superflua. De abajo arriba, mordiendo cada piedra a su inmediata, según se ha dicho, el faro constituye una sola mole, más compacta que la roca sobre que se asienta. La ola no sabe qué lado atacar: azota, rabia, pero resbala. Todo lo que consigue ganar con sus prolongados truenos es que el faro oscile y se incline un tanto. Empero no hay que alarmarse por esto; la misma ondulación presentan las más antiguas y sólidas torres. (Jules Michelet, La Mer)
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