La reina de Africa (The African Queen, John Houston, 1952):
Basada en la novela de C.S. Forester. Aventurero romance de Rose (K.Hepburn) y Charlie (H.Bogart) huyendo en una barcaza.
Peter Viertel, autor de la novela White Hunter, Black Heart y guionista de la película, renunció a que su nombre figurara créditos ante lo que parecía un desastroso rodaje. Había sido enviado a Africa por el productor Sam Spiegel como influencia estabilizadora para el indisciplinado y aventurero Houston, obsesionado en matar un elefante.
Katharine Hepburn escribió el libro El rodaje de "La reina de Africa" en el que cuenta que casi todo el equipo enfermó de disentería durante la filmación, a excepción de Bogart y Houston, porque ellos nunca probaron el agua. (Ultramar. Barcelona 1990)
John Houston (1906-1987):
Hijo del actor Walter Houston, debutó en el teatro a los 19 años. Fue contratado por William Wyler para interpretar pequeños papeles en tres películas. En 1938 se trasladó a Hollywood para escribir guiones, y su seriedad y constancia no tardaron en abrirle las puertas de la dirección. En 1941 se le concedió la primera oportunidad de dirigir con El halcón maltés (1941), que sigue siendo considerada una de las mejores películas policíacas de la historia. Su primer filme de la posguerra, El tesoro de Sierra Madre (1948). tuvo un gran éxito de crítica y ganó dos Oscar: al mejor director y al mejor guión, y su padre, Walter, el Oscar al mejor actor secundario. En 1950 dirigió la que es considerada su mejor película, La jungla de asfalto, un clásico del género negro, con un intrincado manejo de la trama y el ambiente. Con su siguiente película, La roja insignia del valor (1951), cosechó otro éxito de crítica, pero fue un fracaso comercial, y con La reina de Africa (1951) tuvo un resonante triunfo. A partir de entonces cosechó más fracasos que éxitos, y la crítica comenzó a infravalorar hasta sus mejores obras: grandes películas como Moby Dick (1956), Vidas rebeldes (1961) y La noche de la iguana (1964). Pero en los años 70 resurgió como director en La Ciudad dorada (1972) y la epopeya de Kipling El hombre que pudo reinar (1975). Tras la malévola comedia con subtrama mafiosa El honor de los Prizzi (1985), realizó una memorable despedida crepuscular y emotiva película Dublineses (1987), basada en el cuento de Joyce. Otras películas: Cayo Largo (1948), Moulin Rouge (1952), La burla del diablo (1953), Los que no perdonan (1959), Freud, pasión secreta (1962), Reflejos en un ojo dorado (1967), Paseo por el amor y la muerte (1969), Sangre sabia (1979), Bajo el volcán (1984).
El imperio ultramarino de Gran Bretaña:
Difuminada en algún sitio entre la imaginación y los mapas, acechaba la aventura. Suturada por un río, recostada en cumbres nevadas o guarecida en la espesura de la selva, halló en el cine un fiel aliado. Este la dotó de velas, turbantes rematados por alhajas, machetes, elefantes, marchas escocesas y oficiales ingleses de pobladas patillas y generosos mostachos. De tal simbiosis, el séptimo arte encontró, en la India ocupada por el Imperio Británico, los parajes perfectos para plasmar la odisea, el viaje interior, la búsqueda del absoluto...
En pantalla, la hipnosis de lejanas tierras y la identificación instantánea con los personajes. ¿Quién no ha deseado pelear al lado de Cary Grant y Douglas Fairbanks Jr. en Gunga Din (1939)? El filme de George Stevens se erige como paradigma dentro del subgénero de aventuras británicas en la India. Una secta sanguinaria, unos sargentos borrachines y con ganas de trifulca, un tesoro, y un templo donde se inmola a seres humanos. Como colofón un aguador hindú sacrifica su vida con un postrero toque de corneta para salvar la de sus «superiores» ingleses.
[Kipling:]
Los ojos periodísticos de Kipling atestiguan la catarsis. De su faceta literaria se ha nutrido el cine de aventuras, desde las imposturas de El hombre que pudo reinar (1973) de John Houston, hasta las numerosas versiones de El Libro de la Selva. La de 1942 cuenta con aportación de Sabú, el más risueño y aventurero chiquillo que haya parido el cine de localización oriental. Además Kipling inspiró la colorista Kim de la India (1950), con Errol Flynn en una trama de espionaje con trasfondo metafísico: la búsqueda del «río de la flecha», emanado directamente de la virtud de Buda.
En 1935 Henry Hathaway puso a combatir a sus Tres lanceros bengalíes a mayor gloria de Gary Cooper, una de las divinidades del género. Cooper repetiría en otras latitudes y con otros ejércitos -la Legión francesa- con Beau Geste (1939) bajo la dirección de William Wellman. Algunos años más tarde Phileas Fogg y los suyos hicieron escala en la India en La vuelta al mundo en 80 días, superproducción insertada en plena era victoriana.
A cientos de millas de la metrópoli, el riesgo actúa como redención de antiguos pecados. La densa pero arrebatadora Lord Jim (1965) de Richard Brooks, navega por la torturada mente de la culpa bajo el aliento de la novela de Joseph Conrad, otro polizón hacia el corazón de las tinieblas. Tierras malayas contemplan la retrospección de Jim, su abismo emocional y psicológico, destilado a través de los hipnóticos ojos de Peter O’Toole.
Pero la hazaña reta e impone sus reglas. Lo demuestra Zoltan Korda con su versión coloreada de Las cuatro plumas (1939). La localización de la trama se traslada a Egipto y Sudán donde un joven recibe el ritual de la cobardía: las cuatro plumas que le delatan como un miedica. Años más tarde, Korda acometió su propio remake con Tempestad sobre el Nilo, título tan olvidable como Jartum de 1966. Sin embargo en nuestra memoria pervive la épica del destacamento inglés en Sudáfrica resistiendo la ira local en la espléndida Zulú de 1964. Michael Caine se las tiene con otro oficial de ínfulas -Stanley Baker- y con un asedio angustioso de un enemigo que se recompone como la hidra. Cy Endfield, uno de los desheredados del macarthysmo, dirigió esta epopeya británica con un sentido de la acción portentoso. Años más tarde se filmó Amanecer Zulú (1979) que, aunque con un elenco de garantías -Lancaster, O'Toole-, no hizo sino engrandecer a su precedente. Y en tan audaz periplo, mención especialísima para Fritz Lang con dos joyas como El tigre de Esnapur y La tumba india, ambas de 1959, pequeñas maravillas incomprensiblemente perdidas en las filmotecas. (Javier Caballero)
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