DOCUMENTOS
LITERATURA
Joseph Conrad



Joseph Conrad (1857-1924):
Novelista británico de origen polaco, considerado como uno de los grandes escritores modernos en lengua inglesa, cuya obra explora la vulnerabilidad y la inestabilidad moral del ser humano. Su nombre original era Józef Teodor Konrad Korzeniowski. Nació en Berdichev, Polonia (hoy Ucrania), hijo de un noble polaco. De su padre heredó el amor a la literatura. Quedó huérfano a los 12 años, y a los 16 abandonó la Polonia ocupada por los rusos y se trasladó a Marsella. A la edad de veinte años comenzó el aprendizaje del inglés, idioma en el que escribiría toda su obra y que llegó a dominar quizá mejor que nadie en su tiempo. Nunca llegó a perder un fuerte acento extranjero aunque en ocasiones se permitía criticar la descuidada dicción de los ingleses.

Años de mar:
Durante cuatro años navegó en barcos mercantes franceses por Suramérica, India, Borneo, África, Australia e Inglaterra, donde desembarcó por primera vez en 1878 e ingresó en la Marina Real, de la cual llegó a ser capitán mercante. Luchó en España durante las guerras carlistas en las tropas de don Carlos y estuvo al borde del suicidio por una historia de amor. Obtuvo la nacionalidad británica en 1886; al cabo de unos años cambió su nombre polaco, Teodor Józef Konrad Korzeniowski, para que sonara más inglés. Durante la década siguiente navegó mucho, sobre todo por Oriente. Las experiencias de Conrad, especialmente en el archipiélago malayo y en el río Congo durante 1890, se reflejan en sus relatos, escritos en inglés, que era su cuarta lengua tras el polaco, el ruso y el francés. Durante un viaje por el río Congo sufrió un grave ataque de reumatismo que le obligó a dejar la vida naval. Cuando contaba 38 años se retiró de la Marina y se dedicó a escribir. Los barcos y puertos estarán muy presentes en toda su obra. La época que describe corresponde a la transición al casco de hierro desde los clippers de madera recubiertos de planchas de cobre. Los vapores iban ganando la partida a los grandes veleros mercantes con los que convivieron unos años.

    Conrad viajó allí [Congo Belga] en 1890. Entonces era oficial de la marina mercante británica. Fue testigo de espantosos horrores cerca de lo que hoy es Kinshasa, y a finales del siglo XIX era Leopoldville, en honor al rey belga. Todavía más de diez años después, el escritor recordaba a uno de los agentes de ese monarca. Un tipo desalmado que esclavizaba a los nativos, los torturaba, exponía sus cadáveres empalados para público escarmiento. Mientras tanto, acumulaba una gran fortuna. (Mariano Antolín) [El nombre del rey Leopoldo quedará asociado para siempre con uno de los mayores genocidios sufridos por la Humanidad. Las presiones en contra a las que hizo frente ni siquiera lo forzaron a abdicar.]

Extraño carácter:
Su estado natural era de inquietud rayana en la ansiedad (Javier Marías). Poseía una ironía especial, no siempre captada por los ingleses, y valoraba mucho sus tradiciones y la figura de sus antepasados. En medio de las conversaciones con sus amigos mantenía largos silencios que terminaban con una pregunta insólita ajena al tema tratado. Planteó su tardío matrimonio a Jessie George con un pesimismo digno de sus relatos oscuros. En sus últimos años negaba que fuera el autor de algunas publicaciones salidas de su pluma. Era un peligro andante abandonando cigarrillos encendidos en cualquier sitio. Durante una época vestía siempre un descolorido albornoz amarillo y hacia el final de su vida escribía papeles sueltos en los rincones más remotos del jardín.

Conoció a John Galsworthy, Rudyard Kipling, Henry James, George Bernard Shaw y Bertrand Russell. Publicó su primera novela y contrajo matrimonio en 1895. Sus novelas, que narran aventuras de la vida marina, sedujeron al público inglés no sólo por la novedad del tema sino por la maestría en la narración y en el uso del lenguaje. Sus personajes son hombres con categoría de héroes que se enfrentan a su condición y límites humanos, desafiando el mal o la corrupción, en su búsqueda de ideales supremos. Escribió 13 novelas, dos libros de memorias y 28 relatos cortos, pese a que escribir le resultaba difícil y doloroso, como refleja este comentario suyo tras completar la novela Nostromo (1904), considerada por muchos críticos como su obra maestra: "un triunfo por el que mis amigos podrán felicitarme como si hubiera salido de una grave enfermedad". Además del esfuerzo de escribir, sobrellevó el sufrimiento que le producía la gota, así como la parálisis de su mujer y los exiguos ingresos que obtenía de su trabajo.

La vida en el mar y en puertos extranjeros constituye el telón de fondo de casi todos sus relatos, pero su obsesión fundamental fue la condición humana y la lucha del individuo entre el bien y el mal. Con frecuencia el narrador es un marino retirado -posiblemente el alter ego de Conrad, puesto que algunas de sus novelas se consideran autobiográficas-; ejemplo de ello es su primera obra publicada, La locura de Almayer (1895), que recoge sus recuerdos de Oriente. Una de las novelas más conocidas de Conrad es Lord Jim (1900), en la que explora el concepto del honor a través de las acciones y sentimientos de un hombre que se pasa la vida intentando expiar su cobardía durante un naufragio ocurrido en su juventud. Otras obras suyas son: El negro del Narcisus (1897), centrada en un marinero negro; El agente secreto (1907), sobre los anarquistas londinenses; Bajo la mirada de Occidente (1911), ambientada en la Rusia represiva del siglo XIX; Victoria (1915), ambientada en los mares del sur; y el relato El corazón de las tinieblas (1902) que revela las aterradoras profundidades de la corruptibilidad humana, es una de las historias más conocidas de Conrad. Casi todas sus obras reflejan cierta tristeza. Su estilo es rico y vigoroso, y su técnica narrativa se sirve con habilidad de las interrupciones en el discurso cronológico. La construcción de sus personajes es sólida y eficaz. Conrad murió en Bishopsbourne, cerca de Canterbury, el 3 de agosto de 1924. Influyó de manera decisiva en la novela moderna, y su obra le valió el reconocimiento de destacados contemporáneos suyos como Arnold Bennett, John Galsworthy, Ford Madox Ford, Stephen Crane y Henry James.

    Escribió en inglés, pero confieso que me parece uno de los mayores dones que la Polonia moderna ha hecho a la literatura universal. Bajo su cultura francesa y su expresión anglosajona, encuentro la humanidad violenta, nostálgica y amorosa propia de los eslavos, y en especial de los polacos. El mar fue para él lo que la estepa para Gogol: la inmensidad poética donde es posible encontrar almas no deformadas ni envilecidas por la mediocridad ciudadana. (G.Papini)

    Creí que era una aventura y en realidad era la vida. (Joseph Conrad)

El corazón de las tinieblas (1902):
[...] Una oscura historia sobre el viaje del marinero Marlow por las aguas de un gran río africano. Su misión: ir en busca de un agente europeo, Kurtz, un brillante hombre de empresa que se había vuelto loco en medio de la jungla. Con el tiempo, este relato de codicia, sinrazón y hastío existencial ha sido considerado uno de los más convulsivos análisis sobre el espíritu colonial de Occidente. Conrad nos habla de hombres blancos enfrentándose a las incongruencias de sus propios métodos. La conquista del África negra siempre se ha presentado públicamente como una obra civilizadora: liberar a sus pueblos de las tinieblas, de la brujería y de las guerras tribales. Stanley o Livingstone aparecen en nuestro imaginario como exploradores de un continente oscuro, intrépidos aventureros que con un entusiasmo abrumador iniciaron la "iluminación" de África, que todavía continúa. Pero las tinieblas, ciertamente, no hacen más que oscurecer la realidad: el colonialismo ha perturbado a África hasta el punto de provocar un desastre en que la guerra, el "bandidaje social", la corrupción gubernamental y el expolio constituyen la norma diaria de una gran parte de africanos.

    Comienzo de El corazón de las tinieblas:
    El Nellie, un bergantín de considerable tonelaje, se inclinó hacia el ancla sin una sola vibración de las velas y permaneción inmóvil. El flujo de la marea había terminado, casi no soplaba viento y, como había que seguir río abajo, lo único que quedaba por hacer era detenerse y esperar el cambio de la marea. El estuario del Támesis se prolongaba frente a nosotros como el comienzo de un interminable camino de agua. A lo lejos el cielo y el mar se unían sin ninguna interferencia, y en el espacio luminoso de las velas curtidas de los navíos que subían con la marea parecían racimos encendidos de lonas agudamente triangulares, en los que resplandecían las botavaras barnizadas. La bruma que se extendía por las orillas del río se deslizaba hacia el mar y allí se desvanecía suavemente.

    Marlow sigue el rastro de Kurtz en la noche:
    Intenté romper el hechizo, el denso y mudo hechizo de la selva, que parecía atraerle hacia su seno despiadado despertando en él olvidados y brutales instintos, recuerdos de pasiones monstruosas y satisfechas. Estaba convencido de que sólo eso lo había llevado a dirigirse al borde de la selva, a la maleza, hacia el resplandor de las fogatas, el sonido de los tambores, el zumbido de conjuros sobrenaturales. Sólo eso había seducido a su alma forajida hasta más allá de los límites de las aspiraciones lícitas. Y, ¿os dais cuenta?, lo terrible de la situación no estaba en que me dieran un golpe en la cabeza, aunque tenía una sensación muy viva de ese peligro también, sino en el hecho de que tenía que vérmelas con un hombre ante quien no podía apelar a ningún sentimiento elevado o bajo. Debía, igual que los negros, invocarlo a él, y yo lo sabía. Se había desprendido de la tierra. ¡Maldito sea! Había golpeado la tierra hasta romperla en pedazos. Estaba solo, y yo frente a él no sabía si pisaba tierra o si flotaba en el aire. [...] Pero su alma estaba loca. Al quedarse solo en la selva, había mirado a su interior, y ¡cielos!, puedo afirmarlo, había enloquecido. Yo tuve -debido a mis pecados, imagino- que pasar la prueba de mirar también dentro de ella. Ninguna elocuencia hubiera podido marchitar tan eficazmente la fe en la humanidad como su estallido final de sinceridad. Luchó consigo mismo, también. Lo vi... lo oí. Vi el misterio inconcebible de un alma que no había conocido represiones, ni fe, ni miedo, y que había luchado, sin embargo, ciegamente, contra sí misma.


Salvajismos:
[...] A partir de la primera mención a Kurtz y hasta su encuentro, la narración de Marlow (una suerte de monólogo ocasionalmente interrumpido para intensificar el suspenso de la historia) se vuelve cada vez más angustiosa y obsesiva, revelando el verdadero sentido de la obra: el enfrentamiento de Marlow, un hombre "civilizado", ante un ser de extraordinarias cualidades sumido en la locura, producto de su estancia en la selva. "Con ese hombre no se habla, se le escucha", señala algún adepto del agente; Kurtz "era una voz", dice a su vez Marlow, y esa sentencia pone de manifiesto una certeza: el poder devastador de la palabra, su capacidad para transformar vidas y espíritus. La reflexión sobre la naturaleza moldeable del hombre en circunstancias extremas, surge en Conrad a manera de aviso: "¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema...?" Esa región, nombrable sólo mediante la invocación a los poderes de las tinieblas, forma parte de una crítica que no únicamente involucra al desdichado Kurtz y su insaciable deseo de poder y riqueza, sino que alude también a los horrores de la colonización, en cualquiera de sus formas o épocas. Al igual que Marlow, atestiguamos cómo los conquistadores, en nombre de la civilización, llegan incluso a ser más salvajes e inhumanos que los propios nativos. No es gratuita la aparición, en reiteradas ocasiones, de la palabra ominoso. Quizá sea la que define mejor las circunstancias y ambiente en que se desarrolla este encuentro. El juego de luces impuesto por Conrad a una historia cuya tensión se mantiene de principio a fin, contribuye de manera decisiva al carácter simbólico del relato: el corazón de las tinieblas es el corazón del hombre. (Malva Flores)

Reflexiones sobre el hundimiento del Titanic (1912):
[...] Con delgadas planchas de acero se construye un hotel de 45.000 toneladas para asegurarse el patronazgo de un par de miles de ricos huéspedes (si hubiera sido destinado sólo al tránsito de emigrantes no se hubiera dado tal exageración de mero tamaño), se decora en el estilo de los faraones o de Luis XV -no sé con certeza- y para complacer a dicho puñado de individuos, con más dinero del que sabrían gastar, y para lograr el aplauso de dos continentes, se lanza esa enorme masa con dos mil personas a bordo a veintiún nudos a través del mar; perfecta exhibición de la moderna fe ciega en la materia y en lo artificioso. Y sobreviene el desastre, Conmoción general. La fe ciega en material y productos ha recibido un golpe terrible. (...) No es posible aumentar indefinidamente el grosor de baos y planchas, mientras que el puro peso de tanto sobredimensionamiento es una ventaja adicional. Al leer los informes, la primera reflexión que nos viene a la mente es que si ese desgraciado buque hubiera medido una cincuentena menos de metros probablemente habría eludido el peligro. Pero, entonces no habría dado de sí lo suficiente para instalar piscinas y un café francés. Y eso, claro está, no es grano de anís. (Joseph Conrad)

La tragedia del Titanic fue tratada con detenimiento en numerosas novelas, libros de poesía y dramas teatrales. En España, fuera del campo de la novela y la poesía, numerosos escritores repetidamente se ocuparon del mar. Entre otros son Julio Guillén, Casares Gamboa, Cabal, Mourlane, Michelena, almirante Estrada, Ciriguián Gaiztarso, Irigoyen, Méndez Herrera, Angel Dotor, Bonet y Cambra.

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