Literatura
Pío Baroja



Pío Baroja:
El mar está presente de forma muy destacada en cuatro novelas. Las inquietudes de Shanti Andía (1911), El laberinto de las sirenas (1923), Los pilotos de altura (1929) y La estrella del capitán Chimista (1930). Es inolvidable la que inicia la serie, por el recio tipo de marino vasco que presenta y por las anécdotas o los personajes que componen un vivísimo ambiente marinero.

El naufragio del Stella Maris. Pío Baroja:
Una mañana de otoño, tendría yo entonces catorce o quince años, vino Recalde, antes de entrar en clase en la Escuela Náutica, y nos llamó a Zelayeta y a mí. Una goleta acababa de encallar detrás del monte Izarra, cerca de las rocas de Frayburu. Recalde el bravo, padre de nuestro camarada Joshe Mari, y otro patrón, llamado Zurbelcha, habían salido en una trincadura para recoger a los náufragos. Decidimos, Zelayeta, Recalde y yo no entrar en clase, y, corriendo, nos dirigimos por el monte Izarra hasta escalar su cumbre. Hacía un tiempo oscuro, el cielo estaba plomizo, y una barra amoratada se destacaba en el horizonte; el viento soplaba con furia, llevando en sus ráfagas gotas de agua. Las masas densas de bruma volaban rápidamente por el aire. Tomamos el camino del borde mismo del acantilado; las olas batían allí abajo haciendo estremecerse el monte. La niebla iba ocultándolo todo, y el mar se divisaba a ratos con una pálida claridad que parecía irradiar de las aguas. Contemplábamos atentos el telón gris de la bruma. De pronto, tras de un golpe furioso de viento, salió el sol, iluminando con una luz cadavérica el mar lleno de espuma y de color de barro. Con aquella claridad de eclipse vimos entre las olas la lancha que intentaba acercarse a la goleta encallada. -¿Es tu padre el que va de patrón?- le pregunté a yo a Recalde. -No, es Zurbelcha- me dijo él. Zurbelcha, envuelto en el sudeste, encorvado hacia adelante, llevaba el remo que hacía de timón, era el práctico que conocía mejor la costa y los arrecifes. Un movimiento a destiempo, y la lancha se estrellaría entre las rocas. Zurbelcha tenía los nervios de acero, y una precisión de algo matemático. Los remos se hundían y se levantaban rítmicamente; a veces los remeros daban una pasada para atrás, con el objeto de no avanzar, sin duda esquivando alguna roca. Olas como montes y nubes de espuma ocultaban, durante algún tiempo, a aquellos valientes. En la cubierta del barco encallado, dos hombres y una mujer accionaban y gritaban. El viento nos trajo sus voces.

La lancha se fue acercando al costado de la goleta, estuvo sólo un momento junto a ella, y se desasió violentamente del casco del buque perdido y se hundió entre las espumas. Los dos hombres y la mujer desaparecieron de la cubierta. Creímos que la trincadura había desaparecido en el mar. Esperamos con ansiedad, registrando el horizonte con la mirada. Allá estaban; los vimos entre la niebla. Zurbelcha seguía inclinado sobre su remo y la lancha avanzaba hacia el puerto. Quedaba otra dificultad: el pasar la barra. Recalde, Zelayeta y yo llegamos a la punta del muelle en este momento. El atalayero, desde las rocas, fue dando instrucciones con la bocina a Zurbelcha, y la lancha pasó sin dificultad. Poco después, los náufragos estaban en tierra firme. De los dos hombres, uno era alto, viejo, de sotabarba, vestido de negro, con gorra; el otro, pequeño y moreno. La mujer llevaba un niño en brazos. Zapiain, el relojero y corredor de comercio, se entendió con ellos. Eran bretones, no hablaban más que su idioma y algo de francés. La goleta se llamaba Stella Maris, y era de matrícula de Quimper. No pudieron explicar lo que había pasado con los demás marineros. Sin duda la tripulación del barco, dándose cuenta del peligro antes que el capitán, se apoderó del bote, que chocó con algún arrecife y se fue a pique. Días después, pasado el temporal, se intentó sacar de los escollos al Stella Maris; pero fue imposible. La quilla estaba hincada entre los peñascos de Frayburu, y no hubo manera de arrancarla de allí y de poner el barco a flote. Los prácticos desistieron de la empresa, y aconsejaron al capitán bretón que aprovechara la carga y abandonara lo demás. Así se hizo; cuando mejoró el tiempo, unos cuantos hombres descargaron el barco y lo desmantelaron. Quince días después, el cabo de miqueletes del puesto de la carretera de Elguea participó al comandante de Lúzaro que en la peña llamada Leizazpicuan encontraron el cadáver de un hombre de unos cuarenta años de edad, arrojado por las olas. Vestía el cadáver traje de marinero, compuesto de elástica de lana de punto y pantalón y chaleco con botones amarillos. Aparecía calzado sólo en el pié derecho; le faltaba la mano del mismo lado y tenía el rostro carcomido. Sentí verlo, porque después, durante mucho tiempo, se me venía su imagen a la memoria.

Los pilotos de altura. Pío Baroja (1929):
Estábamos sobre las islas Bermudas; por la mañana, al despejarse la niebla, soplaba viento Norte, fresco, cuando el vigía anunció vela por barlovento. Nuestro capitán no hizo caso, ni nosotros tampoco. El barco se nos acercaba. De pronto me chocó el aire de aquel buque y su pabellón brillante; cogí mi anteojo, miré y vi con sorpresa un barco negro como el ébano, de unas doscientas toneladas, con varias piezas de artillería, nuevas, y en el palo mayor una bandera roja con una calavera blanca y dos tibias. Era, indudablemente, un barco pirata, con sus cañones, su bandera y su tripulación especial, cosa que ninguno de los marinos que estábamos en el barco habíamos visto jamás. Hasta tenía su nombre a proa. Se llamaba el Relámpago.

... avanzaba con rapidez. Cuando estuvo a una distancia de media milla apareció en el pico de la cangreja la bandera negra, la jolly roger, como para indicar que no habría cuartel. Yo mandé al contramaestre a preparar el cañón giratorio porque Oyarbide, con la aparición del barco pirata, estaba sorprendido y atolondrado. Todo el pasaje comenzó a darse cuenta de la persecución: las mujeres se echaron a llorar, los hombres empezaron a lamentarse, la gente creyó que su vida estaba en peligro. Aquella bandera de muerte producía un terrible pánico. Yo veía con el anteojo a los marineros del barco pirata sobre cubierta, harapientos, barbudos; algunos nos amenazaban con el puño y se reían. Chimista estaba a mi lado, cerca del cañón.

... Cuando nuestro barco cogió el viento ya se vio que no había peligro. La fragata Rosina corría más que el Relámpago, las costillas de nuestro buque temblaban al empuje del viento fuerte y del mar. Chimista se acercó al contramaestre, apuntó el cañón contra el pirata, le dio en el palo mayor y le rompió parte del tope, derribándole la bandera roja. Los piratas contestaron al fuego, pero no nos llegaron las balas. Siguió el Relámpago dándonos caza durante unas horas; a media tarde se fue quedando atrás; los pasajeros comenzaron a respirar con más tranquilidad y a tener mayor ánimo. (Pío Baroja)

El Mar:
Por la mañana, cuando el mar de perla, aún bajo la estrella matutina, se disuelve en la gasa de la bruma; el medio día, al verlo inundado de luz como un metal fundido; al anochecer, cuando el sol hunde sus llamas en las aguas, y el cielo se llena de dragones de fuego; al aparecer las velas de los barcos, alas mágicas alucinadas; al oír de noche el diálogo de la ola y del viento, nocturno melancólico de dos grandezas; el respirar las auras salinas, sentimos nuestra libertad ante las fuerzas de la naturaleza y balbuceamos con reconocimiento mirando la superficie de las olas turbulentas: ¡El mar! (Pío Baroja)

  • Fuente: virtual-spain.com/literatura_espanola-baroja.html

Descripción de la urca negrera El dragón:
Como barco de carga destinado al transporte de mercancías, era un tanto pesado; de figura muy redonda, casi igual a proa que a popa, tenía una cubierta, sollado a proa para la marinería, cámaras en popa y todo lo demás preparado para bodega. Como la generalidad de los barcos de entonces, no tenía puente; su aparejo era de corbeta o brick-barca de mucho volumen. Navegaba en aquel momento en lastre y enseñaba dos pies de cobre fuera del agua. Se llamaba El Dragón, nombre que trascendía a barco pirata. El Dragón era de una sociedad francoholandesa para la trata de negros, que tenía sus principales accionistas en Amsterdam, SaintMalo y Nantes. Esta sociedad no firmaba más que por sus iniciales: V d. H. Z. y Cía. Comparado con los de hoy, aquel barco daría risa. Era ancho, de madera; tenía la proa como un pico; el bauprés, muy levantado sobre el castillo, a la antigua usanza, con su red para que no cayesen los marineros al andar por las cuerdas. Sostenido sobre la flecha del tajamar ostentaba un dragón chino, blanco y dorado. Su popa estaba muy adornada, y entre las ventanas de la cámara del capitán y del teniente había un dragoncillo esculpido y debajo el título: El Dragón. No era este barco como aquellos viejos bombos holandeses que en mi tiempo se veían arrinconados en los puertos. Su color era negro, con una faja blanca, y tenía portas fingidas para darse aires de barco de guerra. El Dragón era, como he dicho, una urca, una urca coquetona y elegante; parecía una dama holandesa, blanca y rolliza, vestida de negro, que marchaba contoneándose con gracia por el mar. El Dragón era un buen barco, un barco seguro, en el que uno se podía confiar, con una arboladura gallarda y muchas velas de cuchillo. Era de esas embarcaciones que los franceses llaman ardientes. Ofrecía verdaderos refinamientos para la época; estaba limpio, bien arreglado y dispuesto; las cámaras para la marinería, en el Bollado y castillo de proa, eran muy capaces; la bodega, muy aireada. Llevaba dos grandes aljibes, de hierro, uno a proa y otro a popa. El Dragón estaba autorizado, según decían, para usar cañones, y tenía tres de a seis pulgadas en la toldilla de popa y dos sobre el castillo de proa. En el espacio comprendido desde el palo del centro y el último, llevábamos una barca grande, de estas que llaman balleneras, con cubierta, y encima de ella un botecillo. (*) El barco del pirata Jack Rackham (o Calicó Jack), muerto en 1720, se llamaba El Dragón. (Las inquietudes de Shanti Andía, 1911)

Literatura española a finales del s.XIX:
Las exploraciones que en los últimos años han empezado a desvelar el misterio de las profundidades submarinas, han originado asimismo obras del mayor interés, como 4.000 años bajo el mar, de Ph.Diolé, y El mundo silencioso, de Yves Cousteau. En la literatura española, desde el último tercio del s.XIX, los temas marineros y náuticos han tenido cultivadores tan destacados como, en la novela, Galdós -Trafalgar, Pereda, Palacio Valdés -José, La alegría del capitán Ribot-, Blasco Ibáñez -Flor de Mayo, Los Argonautas, Mare Nostrum, entre otras-, Concha Espina, Amós de Escalante, Pío Baroja -en especial su tetralogía El mar-, Ricardo Baroja -La nao capitana y Los dos hermanos piratas-, J.Pla, J.Ruyra, V.Catalá, J.A.Zunzunegui -Chiple Chandle-, Irigoyen -Cho del Carmenko Anna-, Soldevilla -Aventuras de un aprendiz de piloto-, Espinosa Echeverría -Amorrortu-, Martínez Hidalgo, -Niebla en el estrecho-, Ignacio Aldecoa -Gran Sol, etc.

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