El espejo del mar: Porque un barco velero es para Conrad una criatura viva y este libro trata de su relación con esas criaturas, con las gentes que lo gobiernan y con un mar que, como cuenta en un precioso artículo, un día le descubre que su característica es la falta de generosidad, la traición, la crueldad, lo que deja solos e indisolublemente unidos al barco y al marino. De eso habla este libro que, en realidad, trata de la vida y de la muerte. El lector hallará capítulos a cual más admirables, pues es un libro que debe leerse con tiempo y calma. Hallará el relato de la vivencia de un guarda nocturno sobre el barco y el puerto y percibirá cómo "los humores nocturnos de la ciudad descendían desde la calle hasta la orilla durante los tranquilos cuartos de la noche"; vivirá las primeras experiencias del joven Conrad en El Tremolina, el barco fletado con tres amigos con el que se dedica al contrabando a favor de la causa carlista ante las costas españolas; entenderá por qué llama al Mediterráneo el mar de las aventuras clásicas; descubrirá asombrado las relaciones entre el ancla y el lenguaje y, en definitiva, sentirá con su autor por qué "el placer de ver una embarcación pequeña navegar por entre las grandes olas, es cosa que no ofrece duda para aquel cuya alma no tiene morada en tierra". (José María Guelbenzu)
El espejo del mar: [...]
Un barco anclado en una rada abierta, con gabarras de carga al lado y su propio aparejo de fuerza columpiando el cargamento sobre la regala, está cumpliendo, en libertad, una de sus funciones vitales. No hay reclusión; hay espacio: agua clara alrededor, y un cielo despejado por encima de sus topes, con un paisaje de verdes colinas y encantadoras bahías extendiéndose en torno a su ancladero. No ha sido abandonado por sus propios hombres a las frágiles mercedes de la gente de tierra.
Aún ampara a su pequeña banda de devotos, que cuidan de él, y uno siente que de un momento a otro va a deslizarse por entre los promontorios y desaparecer. Es sólo en casa, en la dársena, donde yace abandonado, apartado de la libertad por todos los artificios de los hombres que sólo piensan en una rápida expedición y en fletes lucrativos. Es sólo entonces cuando las odiosas sombras rectangulares de muros y tejados caen sobre sus cubiertas con lluvias de hollín.
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Un ancla es una pieza de hierro forjado, adaptada admirablemente a su fin, y el lenguaje técnico es un instrumento pulido hasta la perfección por siglos de experiencia, algo sin tacha para su propósito. Un ancla de antaño (porque en la actualidad existen inventos que parecen champiñones y objetos como garras, sin forma ni expresión concretas, simples ganchos)...un ancla de antaño era, a su modo, un instrumento de lo más eficiente. De su acabamiento da prueba su tamaño, pues no hay otro dispositivo tan pequeño para el importante trabajo que debe realizar. ¡Fijense en las anclas colgando de las serviolas de un gran barco! ¡Cuán minúsculas resultan en comparación con el enorme tamaño del casco! Si fueran de oro parecerían dijes, juguetes decorativos, no mayores en proporción que un precioso pendiente en la oreja de una mujer. Y, sin embargo, de ellas dependerá, en más de una ocasión, la propia vida del barco.
Un ancla se forja y se configura buscando fidelidad; dadle fondo que morder, y se aferrará a él hasta romper el cable, y entonces, independientemente de lo que después pueda sucederle a su barco, esa ancla se ha "perdido". Bien, dicha pieza de hierro, honrada, tosca, de tan sencillo aspecto, tiene más partes que miembros el cuerpo humano: el arganeo, el cepo, la cruz, las uñas, las mapas, la caña. Todo esto, según el periodista, se "echa" cuando un barco, al arribar a un ancladero, fondea.
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Un barco, en una dársena, rodeado de muelles y de los muros de los almacenes, tiene el aspecto de un preso meditando sobre la libertad con la tristeza propia de un espíritu libre en reclusión. Cables de cadena y sólidas estachas lo mantienen atado a postes de piedra al borde de una orilla pavimentada, y un amarrador, con una chaqueta con botones de latón, se pasea como un carcelero curtido y rubicundo, lanzando celosas, vigilantes miradas a las amarras que engrillan el barco inmóvil, pasivo y silencioso y firme, como perdido en la honda nostalgia de sus días de libertad y peligro en el mar.
[...] Si, un barco quiere que se lo mime con conocimiento de causa. Uno debe tratar con comprensiva consideración los misterios de su naturaleza femenina, y entonces él estará a nuestro lado, fielmente, en nuestra incesante lucha contra fuerzas ante las que no avergüenza salir derrotado. Es una relación seria, aquella en la que un hombre vela celosamente por su barco. Este tiene sus derechos igual que si pudiera respirar y hablar; y de hecho hay barcos que, por el hombre que lo merezca, harán cualquier cosa, como dice el refrán, menos hablar.
Un barco no es un esclavo. No hay que forzarlo en una mar gruesa, no hay que olvidar nunca que uno le debe la mayor parte de sus ideas, de su habilidad, de su amor propio. Si uno recuerda esa obligación naturalmente y sin esfuerzo, como si fuera un sentimiento instintivo de su propia vida interior, el barco navegará, aguantará, correrá por uno mientras pueda, o, como un ave marina cuando va a reposar sobre las enfurecidas olas, capeará el temporal más fuerte que jamás le haya hecho a uno dudar de si viviría lo bastante para volver a ver salir el sol.
[...] El amor que se profesa a los barcos es profundamente distinto del que los hombres sienten por cualquier otra obra salida de sus manos -del amor que, por ejemplo, tienen a sus casas-, porque no está manchado por el orgullo de la posesión. Puede darse el orgullo de la destreza, el orgullo de la responsabilidad, el orgullo de la entereza, pero por lo demás se trata de un sentimiento desinteresado. Ningún marino ha querido nunca a un barco, aun cuando le perteneciera, meramente por las ganancias que le llevara al bolsillo.
El mar -ésta es una verdad que debe reconocerse- carece de toda generosidad. No se sabe de ningún alarde de cualidades viriles -valor, audacia, entereza, fidelidad- que haya conmovido jamás su irresponsable conciencia de poder. El océano tiene el temperamento falto de escrúpulos de un autócrata salvaje malcriado por la mucha adulación. No puede soportar el menor asomo de desafío, y no ha dejado de ser el enemigo irreconciliable de barcos y hombres desde que los barcos y los hombres tuvieron la inaudita osadía de echarse a navegar juntos pese a su ceño. Desde ese día no ha cesado de engullir flotas y hombres sin que su resentimiento se haya visto saciado por el número de víctimas, por tantos barcos naufragados y tantas vidas truncadas. Hoy, como siempre, está presto a seducir y traicionar, a destruir y a ahogar el incorregible optimismo de los hombres que, respaldados por la fidelidad de los barcos, intentan extraer de él la fortuna de sus casas, el dominio de sus mundos, o tan sólo unas migajas de comida para aplacar su hambre. Si no siempre está de humor tan encendido como para destruir, si está siempre, celadamente, listo para ahogar. El más asombroso prodigio de todo el piélago es su insondable crueldad.
Cabos peligrosos:
Relación de obras literarias (s.XX):
● Recuerdo haberlo leído, tal vez, en alguna novela de Joseph Conrad. Si en medio de un gran temporal el navegante piensa que el mar encrespado forma un todo absoluto, el ánimo sobrecogido por la grandeza de la adversidad entregará muy pronto sus fuerzas al abismo; en cambio, si olvida que el mar es un monstruo insondable y concentra su pensamiento en la ola concreta que se acerca y dedica todo el esfuerzo a esquivar su zarpazo y realiza sobre él una victoria singular, llegará el momento en que el mar se calme y el barco volverá a navegar de modo placentero."
(Manuel Vicent)
Joseph Conrad (1857-1924) |
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