Un descenso al maelström. Edgar Allan Poe:
[...] Miré, lleno de vértigo, y descubrí una vasta extensión oceánica, cuyas aguas tenían un color tan parecido a la tinta que me recordaron la descripción que hace el geógrafo
nubio del Mare Tenebrarum. Ninguna imaginación humana podría concebir panorama más lamentablemente desolado. A derecha e izquierda, y hasta donde podía al canzar la mirada, se tendían, como murallas del mundo, cadenas de acantilados horriblemente negros y colgantes, cuyo lúgubre aspecto veíase reforzado por la resaca, que rompía contra ellos su blanca y lívida cresta, aullando y rugiendo eternamente. Opuesta al promontorio sobre cuya cima nos hallábamos, y a unas cinco o seis millas dentro del mar, advertíase una pequeña isla de aspecto desértico; quizá sea más adecuado decir que su posición se adivinaba gracias a las salvajes rompientes que la envolvían. Unas dos millas más cerca alzábase otra isla más pequeña, horriblemente escarpada y estéril, rodeada en varias partes por amontonamientos de oscuras rocas.
En el espacio comprendido entre la mayor de las islas y la costa, el océano presentaba un aspecto completamente fuera de lo común. En aquel momento soplaba un viento tan fuerte en dirección a tierra, que un bergantín que navegaba mar afuera se mantenía a la capa con dos rizos, en la vela mayor, mientras la quilla se hundía a cada momento hasta perderse de vista; no obstante, el espacio a que he aludido no mostraba nada que semejara un oleaje embravecido, sino tan sólo un breve, rápido y furioso embate del agua en todas direcciones, tanto frente al viento como hacia otros lados. Tampoco se advertía espuma, salvo en la proximidad inmediata de las rocas.
[...] Cuando un barco es de buena construcción, está bien equipado y no lleva mucha carga, al correr con el viento durante una borrasca las olas dan la impresión de resbalar
por debajo del casco, lo cual siempre resulta extraño para un hombre de tierra firme; a eso se le llama cabalgar en lenguaje marino.
Hasta ese momento habíamos cabalgado sin dificultad sobre las olas; pero de pronto una gigantesca masa de agua nos alcanzó por la bovedilla y nos alzó con ella...
arriba... más arriba... como si ascendiéramos al cielo. Jamás hubiera creído que una ola podía alcanzar semejante altura. Y entonces empezamos a caer, con una carrera, un
deslizamiento y una zambullida que me produjeron náuseas y mareo, como si estuviera /desplomándome en sueños desde lo alto de una montaña. Pero en el momento en que
alcanzamos la cresta, pude lanzar una ojeada alrededor, y lo que vi fue más que suficiente.
En un instante comprobé nuestra exacta posición. El vórtice de Moskoe-ström se hallaba a un cuarto de milla adelante; pero ese vórtice se parecía tanto al de todos
los días como el que está viendo usted a un remolino en una charca. Si no hubiera sabido dónde estábamos y lo que teníamos que esperar, no hubiese reconocido en absoluto
aquel sitio. Tal como lo vi, me obligó a cerrar involuntariamente los ojos de espanto. Mis párpados se apretaron como en un espasmo.
Apenas habrían pasado otros dos minutos, cuando sentimos que las olas decrecían y nos vimos envueltos por la espuma. La embarcación dio una brusca media vuelta
a babor y se precipitó en su nueva dirección como una centella. Al mismo tiempo, el rugido del agua quedó completamente apagado por algo así como un estridente alarido...
un sonido que podría usted imaginar formado por miles de barcos de vapor que dejaran escapar al mismo tiempo la presión de sus calderas. Nos hallábamos ahora en el
cinturón de la resaca que rodea siempre el remolino, y pensé que un segundo más tarde nos precipitaríamos al abismo, cuyo interior veíamos borrosamente a causa de la asombrosa
velocidad con la cual nos movíamos. El queche no daba la impresión de flotar en el agua, sino de flotar como una burbuja sobre la superficie de la resaca. Su banda de
estribor daba al remolino, y por babor surgía la inmensidad oceánica de la que acabábamos de salir, y que se alzaba como una enorme pared oscilando entre nosotros y el
horizonte. (Edgar Allan Poe)
Annabel Lee:
Hace muchos, muchos años, en un reino junto al mar,
Habitaba una doncella cuyo nombre os he de dar,
Y el nombre que daros puedo es el de Annabel Lee,
quien vivía para amarme y ser amada por mí.
Yo era un niño y era ella una niña junto al mar,
En el reino prodigioso que os acabo de evocar.
Más nuestro amor fue tan grande cual jamás yo presentí,
Más que el amor compartimos con mi bella Annabel Lee,
Y los nobles de su estirpe de abolengo señorial
Los ángeles en el cielo envidiaban tal amor,
Los alados serafines nos miraban con rencor.
Aquel fue el solo motivo, ¡hace tanto tiempo ya!,
por el cual, de los confines del océano y más allá,
Un gélido viento vino de una nube y yo sentí
Congelarse entre mis brazos a mi bella Annabel Lee.
La llevaron de mi lado en solemne funeral.
A encerrarla la llevaron por la orilla de la mar
A un sepulcro en ese reino que se alza junto al mar,
Los arcángeles que no eran tan felices cual los dos,
Con envidia nos miraban desde el reino que es de Dios.
Ese fue el solo motivo, bien lo podéis preguntar,
Pues lo saben los hidalgos de aquel reino junto al mar,
Por el cual un viento vino de una nube carmesí
Congelando una noche a mi bella Annabel Lee.
Nuestro amor era tan grande y aún más firme en su candor
Que aquel de nuestros mayores, más sabios en el amor.
Ni los ángeles que moran en su cielo tutelar,
Ni los demonios que habitan negros abismos del mar
Podrán apartarme nunca del alma que mora en mí,
Espíritu luminoso de mi hermosa Annabel Lee.
Pues los astros no se elevan sin traerme la mirada
Celestial que, yo adivino, son los ojos de mi amada.
Y la luna vaporosa jamás brilla baladí
Pues su fulgor es ensueño de mi bella Annabel Lee.
Yazgo al lado de mi amada, mi novia bien amada,
Mientras retumba en la playa la nocturna marejada,
Yazgo en su tumba labrada cerca del mar rumoroso,
En su sepulcro a la orilla del océano proceloso.
Eldorado:
Un caballero errante,
garboso y galante,
por florestas y por prados,
cantando una canción
viajó y viajó
en busca de Eldorado.
Pero el paso del tiempo
lo fue envejeciendo
y en su corazón templado
una sombra anidó
pues el hombre no halló
ni sombra de Eldorado.
Y cuando ya desfallecía,
a plena luz del día
una sombra se plantó a su lado.
"Sombra, dime, dime, dónde,
en que lugar se esconde
esa tierra de Eldorado".
"Más allá del horizonte
de la luna y de sus montes,
y del valle de las sombras y los hados
cabalga, donoso calbaga,
-le dijo la sombra larga-,
si vas en busca de Eldorado".
(Edgar Allan Poe)
Novelas de detectives:
[En la novela Zadig de Voltaire, un ingenioso filósofo es capaz de desentrañar las causas de hechos misteriosos ante reyes, magos, jueces y princesas de Babilonia.]
Muchos creen que los antecesores de estas ficciones están en las obras de Agatha Christie o Conan Doyle, y sin duda todos recordamos a los magníficos Hércules Poirot, miss Marple o el inigualable Sherlock Holmes acompañado de su inseparable doctor Watson cuando vemos alguno de estos capítulos en la televisión. Pero hay un antecesor a todos ellos, un magnífico y brillante detective francés, C. Auguste Dupin, creado por el propio Edgar Allan Poe para investigar Los asesinatos de la calle Morgue. En este relato absolutamente genial, Dupin, acompañado por un ayudante que le sirve de confidente —algo que ya anticipa la relación Holmes-Watson—, se ve envuelto en la investigación de un caso extraordinario y, en apariencia, irresoluble: una mujer y su hija han sido brutalmente asesinadas en su residencia, en una estancia cerrada, donde no hay forma de acceder desde la calle y donde se ha encontrado un pelo que no parece humano. Dupin, por supuesto, llegará hasta el fondo del asunto. Un relato recomendable para todos y un personaje legendario que reaparecerá en otros dos relatos posteriores del escritor estadounidense, porque Poe ya intuía lo magnéticas que podían ser esas historias de investigación criminal. (S.Posteguillo)
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