La grandeza de los Médicis:
Como todos los hombres famosos, también los Médicis fueron ensalzados y calumniados más que conocidos. En el siglo XV, los rivales y los facciosos; en el XVI, los nostálgicos y los exiliados; en el XVII, los libelistas; en el XVIII, los iluministas; en el XIX, los jacobinos. Cada siglo ha querido arrojar su puñado de barro o su botella de vitriolo contra los protagonistas mediceos, ya estuvieran vivos o muertos, o contra toda la familia.
La envidia, floreciente y poderosa en toda democracia, y en Florencia más que en ninguna parte, persiguió a los Médicis a partir de Cósimo el Viejo, y si no pudo impedir a sus sucesores que reinaran y predominaran, fue lo bastante tenaz y vigorosa para hacerlos aparecer, hasta nuestros días rodeadas de luces lívidas y sanguinosas. Aventureros de la pluma, historiadores partidarios, novelistas de izquierda, han competido representándolos como corrompidos y corruptores de Florencia, como tiranos hipócritas y feroces, esclavos de todo sucio vicio, reos confesados o sospechosos de torpe delito, infame linaje de envenenadores y de traidores.
No son estas acusaciones vociferaciones de la plebe ignorante, sino ideas fijas y tenaces de la cultura media, que suele equivocarse más que los simples. Desde los poetas ingleses del siglo XVII a los novelistas franceses del XIX, los Médicis fueron bautizados como progenie de Satanás, astutos como serpientes y crueles como delincuentes. Incluso en Italia, en el siglo pasado, Gioberti, güelfo; Guiusti, liberal y Guerrazzi, demócrata, juzgaron con igual severidad a la gran familia florentina.
Desde hace unos decenios solamente -aunque la familia se extinguió hace dos siglos- ha comenzado para ella la justicia de la Historia.
No estuvo, ciertamente, exenta de errores y de culpas la estirpe medicea, por la evidente y universal razón de que no ha existido, ni puede existir, ninguna familia humana inmune de culpas y de errores, comenzando por la primera de todas, que tuvo en su primogénito al más famoso de los fratricidas.
Pero piénsese en cuánto mayores son las tentaciones y las ocasiones en una familia que fue primero la más rica y luego la más poderosa de su patria. Piénsese en que los Médicis estuvieron expuestos a esas tentaciones durante casi tres siglos, y en tiempos bastante distintos, por costumbres y pasiones, de los presentes.
Piénsese que fueron perseguidos por la enfermedad y por la muerte: casi todos estuvieron atormentados por la gota u hostigados por la tisis; casi todos murieron jóvenes o, por lo menos, bastante antes de la vejez; y algunos, como Giuliano di Piero, Giovanni dalle Bande Nere y el duque Alejandro, muertos por el hierro enemigo.
Piénsese que, a pesar de esta persecución de enfermedades y desgracias, supieron dar a Italia y al mundo ejemplos maravillosos de audacia, de magnificencia y de genio.
Piénsese que, apenas en dos siglos, esta familia odiada y vilipendiada produjo una docena de criaturas superiores y dio un genio a la poesía y a la política, tres Pontífices de la Iglesia, dos reinas a Francia y héroes y príncipes a la gran historia toscana e italiana.
Piénsese en que el Renacimiento, que es uno de los supremos honores y regalos de nuestra civilización, se puede personificar, por lo menos durante medio siglo, en las figuras de tres generaciones mediceas: Cósimo el Viejo, Lorenzo el Magnífico y León X.
Para mejor entender cuál fue la misión y la gloria de los Médicis en el milagro del Renacimiento, bastará recordar a uno de ellos, y de los menos excelentes y conocidos: Giuliano, duque de Nemours.
Vivió apenas treinta y siete años, de 1479 a 1516, y, sin embargo, gracias a una feliz concurrencia de casos, se nos aparece casi en el centro de la más brillante estación del Renacimiento. Hijo del Magnífico y hermano del Papa León, este Médicis de segundo plano figura con honor en las obras de Castiglione y de Bembo; tuvo a su servicio a nada menos que a Leonardo y Rafael, que le hizo también el retrato; disputó en versos con Niccolò Machiavelli -que quería dedicarle el Príncipe-, y su tumba fue esculpida en la famosa sacristía nueva de San Lorenzo por el cincel divino de Miguel Angel. Ningún otro príncipe, yo creo, ni siquiera Pericles o Alejandro Magno, estuvo rodeado por una guirnalda de espíritus tan magnos como este poco conocido y mal juzado brote del árbol mediceo, tanto como para hacer de él casi el símbolo de los protectores del genio italiano en el triunfal mediodía del renacimiento florentino y europeo.
Después de los de Pericles y Augusto, la Historia conoce solamente dos siglos que pueden reconocerse por el nombre de un hombre solo, y el primero de estos siglos lleva el nombre de aquel que antes de ser, en Roma, León X, se llamó en Florencia, Giovanni di Lorenzo dei Medici.
Más admirable que nunca parece tal ascensión a los más altos órdenes de la historia universal cuando se recuerdan los orígenes y las vicisitudes de la familia en sus comienzos. Los Médicis no provienen, como la mayor parte de los señores de Italia de aquel tiempo, ni de la nobleza feudal ni de una dinastía de caudillos o aventureros afortunados. Vienen del pueblo, y durante casi dos siglos edifican lenta y oscuramente su patrimonio con el comercio, y especialmente con el arte del cambio. No rehuyen los cargos públicos, pero tampoco los buscan, y solamente en 1378 uno de ellos, Salvestro, se pone a la cabeza del pueblo. Pero el verdadero fundador de la potencia de los Médicis fue Cósimo el Viejo, Pater Patriae, y desde que volvió del exilio véneto, en 1434, se puede decir que sus descendientes han señoreado Florencia y la Toscana -salvo breves interrupciones- durante tres siglos largos; es decir, la muerte de Gian Gastone en 1737.
¿Por qué caminos los oscuros cambistas del siglo XIII se convirtieron, en el transcurso de pocas generaciones, en dueños de la ciudad y del Estado, en promotores y símbolos del Renacimiento, en Pontífices y príncipes emparentados con los reyes?
No hazañas de antepasados famosos; no investiduras imperiales al principio, y tampoco empresas guerreras. Durante mucho tiempo no fueron otra cosa que simples banqueros y, en apariencia, nada más que ciudadanos privados.
Se ha dicho, con fácil cita al materialismo histórico, que los Médicis consiguieron llegar a ser poderosos y famosos gracias a su riqueza. No es verdad. Hubo en Florencia, antes de los Médicis y junto a los Médicis, familias más ricas que ellos, y, sin embargo, solamente los Médicis consiguieron elevarse y mantenerse en el poder, a pesar de las infinitas envidias, intrigas, rencores, y alteraciones de aquella edad.
El dinero es instrumento, y todo está en saberlo utilizar y manejar. Los rivales de los Médicis -exceptuando, acaso, los Strozzi- supieron ganar riquezas, pero no supieron gastarlas. La admirable fortuna de los Médicis no se debió a los florines, sino a su genio político.
Se puede hablar, sin recurrir a circunloquios sofísticos, de un verdadero y propio sistema político mediceo, que se puede fácilmente extraer de la práctica efectiva de las primeras generaciones, pero que se conservó, por lo menos en parte, hasta casi el final del gran ducado.
Sistema simple y sabio que se puede reducir a tres palabras: liberalidad, sustancialidad, unidad.
Liberalidad:
Los usurpadores ambiciosos que tendían a dominar Florencia solían fundarse en camarillas de magnates y en tumultos armados.
Los Médicis, en cambio, se apoyaron siempre en otras fuerzas: en el pueblo pequeño, en la plebe y en los intelectuales, ya fueran eruditos o artistas. Ayudaron siempre, larga y generosamente, con dinero y con protección, a aquellas clases que, más que cualquier otra, tienen necesidad de ser ayudadas: los trabajadores, los humildes, los pobres -que son mayoría- y los hombres de ingenio, de los que en primer lugar depende la influencia y la fama en el presente y en el futuro. Es decir, fueron sabiamente liberales: benefactores de la plebe, mecenas de los artistas. Y cuando la mujer del mercado y Donatello están de acuerdo en decir públicamente que Cósimo es un hombre digno, generoso y juicioso, podéis estar seguros de que el predominio suyo y de los suyos está apoyado en fundamentos firmes y seguros. De esta manera, los Médicis tienen consigo el número, que es fuerza, y la inteligencia, que es potencia. Están con los simples de espíritu contra minorías avasalladoras y con los señores del espíritu contra la burda ignorancia. Rodeados por el reconocimiento del pueblo y por el resplandor del arte, no tienen necesidad de gobernar para ser obedecidos, ni de ser coronados para reinar. Y cuán profundo era el amor del pueblo por los Médicis se vio en 1434, por la llamada de Cósimo; en 1478, después de la conjura de los Pazzi; en 1512, por el retorno de la familia a Florencia; en 1537, después de la muerte de Alessandro. Favor nacido de la liberalidad, pero de una libertad justa y sabia: liberalidad por el necesitado y por el genio; liberalidad que hizo a Florencia menos infeliz y más bella.
Sustancialidad:
El segundo principio del sistema mediceo, que he llamado sustancialidad, no es menos importante. Los Médicis no se habían propuesto nunca claramente, hasta Cósimo y Lorenzo, apoderarse del Estado; pero tuvieron que convencerse, en un momento determinado, de que la envidia oligárquica los hubiese, en breve tiempo, despojado, expulsado y extinguido, de manera que tuvieron que llegar a la conclusión de que para permanecer en su patria ricos y respetados era preciso convertirse en los dueños de Florencia, como hizo Cósimo a partir de 1434. La señoría, para ellos, no fue afán de orgullo, sino necesidad de vida, obligación forzada. Llegaron a ser señores, y que no parezca paradoja, por legítima defensa. Y por eso prefirieron mucho más un poder invisible y silencioso; por lo menos, hasta 1531. Los Médicis no quisieron, conociendo la naturaleza de sus conciudadanos, sobresalir, brillar y aparecer más de lo necesario, y hasta Cósimo I, gran duque, es decir, durante un siglo entero, procuraron parecer más ciudadanos privados que príncipes. Tal tipo de vida fue en ellos prudencia, pero acaso también viejo y natural amor por la vida simple y modesta, más libre y alegre que la de los príncipes. Quisieron la sustancia del poder más que la apariencia, y fue discreción política , pero acaso también nostalgia de la antigua humildad popular y cristiana.
Unidad:
Significativo y esencial es también el tercer punto del sistema que hemos llamado mediceo, y que consiste en la tendencia a la unidad mediante el equilibrio. Florencia estaba revuelta y herida por las facciones: la prudente hegemonía de Cósimo, de Piero y de Lorenzo la condujo a la unidad en la paz. León X se propuso la unidad de los espíritus en la Iglesia, así como, más tarde, Cósimo I se propuso la unidad de las leyes y de los intereses en el ampliado dominio toscano, de manera que todas las ciudades tuvieron cuidados y derechos como Florencia.
Y en Lorenzo el Magnífico no sólo fue admirable su genio del equilibrio entre las potencias italianas, que valió a su patria una larga paz, sino también su equilibrio entre la práctica de la fe y la pasión del arte, entre los derechos del alma y las necesidades de la carne, entre los caprichos del poeta y los deberes del príncipe.
Y semejante disposición para el arte del equilibrio se manifestó admirablemente en la más famosa mujer de los Médicis, en Catalina de Francia, que supo salvar, con su florentina y medicea prudencia, la unidad del reino en uno de los momentos más turbios y tumultuosos de su historia, amenazado por las ambiciones de los grandes feudales contra la monarquía, por el odio entre reformados y católicos.
Si nosotros, ahora, examinamos con cuidadosa agudeza el sentido de este sistema mediceo , veremos cómo los príncipes que inspiraron esta familia, considerada equívocamente como diabólica, recuerdan, aunque sea aproximadamente, las virtudes fundamentales cristianas. La liberalidad, sobre todo cuando se dirige a los pobres, puede llamarse caridad; el rehuir las apariencias del poder tiene una indirecta relación con la humildad, y la inclinación al equilibrio, es decir, a la unidades camino para la paz, o sea para la hermandad en el amor.
Después de esta objetiva revelación, proporcionada por los hechos, ¿qué valor pueden tener las acusaciones de los viejos historiadores democráticos?
Se reducen a dos: los Médicis, en especial Lorenzo, habrían corrompido a Florencia, y a Florencia habrían arrebatado para siempre la libertad. Acusaciones que pudieron inspirar la romántica retórica ochocentista, pero que hace sonreír, hoy, a quien tenga alguna noción de la historia florentina.
A finales del siglo XIV, aquella famosas libertades florentinas, que nunca fueron liberales en nuestro sentido moderno, estaban ya agonizando. Los cambios continuos de régimen, ya denunciados y condenados por Alighieri, habían arrebatado todo prestigio al Gobierno popular. Fracasada la señoría extranjera de Gualterio de Brienne, fracasada la dictadura facinerosa de los Ciompi, la ciudad estaba en manos de una oligarquía de gente del pueblo rica que entre ellos se disputaban la supremacía y que de todo se preocupaba menos de las libertades del pueblo. Una familia más hábil o poderosa que las otras estaba destinada a asegurar el fin de las facciones y, por ello, de las moribundas instituciones democráticas. Los Pazzi, Albizi y Strazzi itentaron la empresa que sólo lograron llevar a cabo los Médicis. Cuando éstos se convirtieron en señores y luego en duques, la libertad hacía tiempo que no existía en Florencia: llamaban con tal nombre a la hegemonía, y digamos también la tiranía, de un restringido número de familias que competían por acaparar bienes, cargos y privilegios.
Y gracias la los Médicis se salvó, al menos, la independencia: sin la voluntad de Clemente VII y la energía de Cósimo I, la Toscana se hubiera convertido, como Milán o Nápoles, en una provincia española.
Todavía más risible es la primera acusación, es decir, que el Magnífico y sus sucesores corrompieron a los florentinos para así dominarlos mejor. Lo que era la moralidad pública y privada de Florencia desde el siglo XIV lo sabemos incluso demasiado por los cronistas y por los documentos. Florencia era tan rica en vicios como en virtudes bastante antes de que los Médicis tuvieran ninguna participación en el Estado; es decir, desde los primeros años del siglo XIV.
El mayor testigo de descargo de los Médicis, pretendidos corruptores de Florencia, es el mayor poeta, y el más honesto, que Florencia ha tenido: Dante Alighieri. La Divina Commedia enseña que el Magnífico no tenía nada que enseñar, en materia de pecados, a sus conciudadanos. El Magnífico, siguiendo las normas de su abuelo, enseñó, en cambio, a los florentinos del siglo XV una virtud que sus abuelos poco practicaron: el respeto y el amor por la altura del genio.
De los Médicis todo ha pasado: dominio, fasto, soberbia y victorias; aquellos que durante trescientos años llenaron con su nombre Italia y Europa, reposan en nuestro San Lorenzo, o abajo, en la sombra pobre de la cripta, bajo polvorientos rectángulos de mármol, o en la severa gracia brunelleschiana de la basílica, o bajo las misteriosas y dolorosas figuras modeladas por Miguel Angel , o en aquella solemne, dramática gigantesca capilla donde las piedras oscuras, entre sangre y verde, parecen una geométrica putrefacción mineral que quiera recordar a la vez la muerte y la eternidad.
Todo ha pasado y desaparecido en torno a ellos: el sonido de las batallas, la belleza de las mujeres, la música de las fiestas, el adulatorio incienso de los cortesanos e incluso la venenosa injusticia de los parciales. Pero sólo una gloria ha permanecido ligada a su nombre y hace que no todos sus muertos estén verdaderamente muertos: la pasión de todos los Médicis, incluso de los peores, por la filosofía y por la poesía, por todo arte y por toda ciencia, por todo lo que constituye la más alta actividad y la más segura honra de espíritu, el mayor y el más duradero orgullo del género humano.
Los Médicis amaron la belleza y el genio, y porque amaron estas grandes cosas, con el alma y con los hechos, merecen se les perdone mucho, hasta el bien que podían hacer y no siempre hicieron. Interceden en su favor los mas portentosos artífices de Italia, de Donatello a Vasari, de Botichelli a Bronzino, y Buonarroti niño y Buonarroti viejo; y los pensadores más profundos, de Marsilio Ficino a Machiavelli; y los más dulces poetas, de Poliziano a Tasso; y los científicos más audaces y artistas, de Galileo a Redi. Y todavía viven en nuestra memoria la Academia Platónica y la Academia del Cimento, y todavía brillan ante nuestros ojos los innumerables edificios, iglesias y palacios, conventos y fortalezas, villas y jardines que, por voluntad y pasión de los Médicis, embellecieron todo rincón de la Toscana y la misma Roma.
La gloria de la estirpe está ligada ya, y para siempre, a la gloria de la civilización italiana, y no se extinguirá nunca mientras este pueblo divino sepa honrar la belleza del sueño y la grandeza de la realidad.
Guiovanni Papini. Discurso para la inauguración de la Exposición Medicea (Florencia 1939)
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