Nicolás Maquiavelo (1469-1527). Juicio:
Angel: Muchísimos te consideraron consejero e instigador de males. Tus costumbres y tus libros hicieron creíbles las acusaciones de tus enemigos. Por fin ha llegado para ti también la hora de hablar con palabras claras de tu vida y de tu ánimo.
La sorda y maligna posteridad no vio en mí más que al autor de libros; raramente al hombre. Y no supo entender bien a este ni a aquel; y quien no entiende no puede juzgar. Semejante a la mía fue la suerte de todos aquellos hombres excelentes que se elevaron sobre el rebaño común por la singularidad de su ingenio, por la novedad de conceptos y libertad de vida, de modo que no me admiro ni me aflijo de la injusticia humana.
Harto se cansaron en devanar y torcer mis pensamientos políticos, pero nadie se detuvo a indagar mi ser y a compadecer mi doloroso destino. Lo que escribí no puede ser entendido más que por aquellos que saben quién fui y cómo viví.
Hubiera necesitado plena libertad, es decir, un poco de riqueza, para seguir mi genio de artista, y me encontré, por el contrario, combatiendo siempre con la pobreza, sin que me arrancaran de aquella enemiga servidumbre los míseros estipendios de los florentinos.
Hubiera querido y debido mandar, para el bien de mi república y de mi Italia, y, por el contrario, siempre estuve condenado a oficios subalternos y tuve casi siempre que obedecer a aquellos mediocres que por derecho divino me hubieran tenido que obedecer a mí.
Hubiera debido, para salvar a mi patria, ejercer yo mismo la justicia, y por el contrario, la justicia de mi pueblo injustamente me persiguió, de manera que a mí, inocente, me tocó soportar la cárcel, la tortura y el exilio.
Nacido para reinar por claridad de inteligencia, me encontré pobre, inerme, incomprendido, ofendido. Te imaginarás ahora qué opinión habría de tener de los hombres y cuál podría ser la disposición de mi ánimo hacia ellos. Vi demasiado pronto que no merecían otra cosa sino ser despreciados y odiados por los iguales a mí. Despreciados los más, que eran necios y débiles; odiados los menos, que eran fuertes y malvados.
Fui, en mi tiempo, como un fiero león caído para su desventura en medio de una turba inmensa de gatos celosos y rabiosos, que después de haberlo enjaulado, aprovechándose del número, le reprochan que tenga garras, olvidando que a sus mezquinas uñas les falta el poder, pero no las ganas de dañar.
[Naturaleza perversa del ciudadano:]
Me refugié entonces en el arte, como desahogadero menos peligroso de los humores, de la fantasía, de los caprichos y de los proyectos de mi mente. Y como principalmente fui, según la definición del Filósofo, una animal político, me agradó poetizar en torno a los hechos y a los estados de los hombres. No pudiendo reinar por la prudencia y por la espada, anhelé reinar por el arte y por la palabra. Y de estas me valí para vengarme de la malignidad y bestialidad de los hombres. Los cuales, como probó Savonarola, no eran capaces de reducirse a la libre y santa convivencia, ni siquiera por las fuerzas y las verdades de la religión, ya que crucifican o queman a los profetas desarmados. Y tampoco se acomodan a vivir en paz y justicia bajo las leyes de una república bien ordenada, porque en ella convendría renunciar a la avidez de riquezas y de dominio. Las sociedades santas y buenas no duran, pues, porque no saben ni quieren ser hombres de fe ni tampoco hombres de bien. Puesto que la ingrata y perversa naturaleza les impedía la felicidad de una cristiana y civil concordia, merecían un castigo, un acerbo pero justo castigo, es decir, un amo astuto y decidido que les someta a su gusto y no ahorre látigo o hierro para mantener su estado. Criaturas amorosas y nobles merecerían pan con libertad, pero ya que casi todos los hombres eran bestias perezosas y voraces, convenía ponerlas en manos de alguien que sabe domar y atemorizar a las fieras. Un castigador semejante lo imaginé y describí en mi Príncipe, hijo de mi imaginación y de mi tristeza, y también, lo confieso, de mi deseo de venganza.
[El Príncipe como ejercicio artístico:]
Pero en él no quise escribir, como muchos pensaron, un recetario para déspotas y tiranos, sino más bien una especie de inusitado poema histórico. El Príncipe fue obra de arte, no de ciencia política. Homero había creado en Ulises el modelo del guerrero sabio; Virgilio, en Eneas, el modelo del piadoso capitán; yo quise crear el modelo ideal del príncipe vengador. No le di un nombre y acaso fue esta la razón de que engañase a muchos, haciendo parecer como tratado de política lo que era sólo imaginación de arte y casi poética escultura.
Y puesto que los hombres continuaron siendo, aun después de mi muerte, bestias ingratas y obstinadas, tuvo pleno efecto mi venganza póstuma contra aquellos que no me habían conocido ni reconocido, ni recompensado ni comprendido. Mi príncipe, aunque combatido y criticado de palabra, fue imitado por muchos, como ocurría entonces a los héroes de los poemas humanos, y el sacrificado rey sin corona, esto es, el autor del poema, reinó sobre la inteligencia de los hijos y de los nietos de aquellos que le habían despreciado.
Esta complacencia de la venganza que aun hoy no ha muerto del todo en mí, fue la máxima culpa de mi vida. Un rencor tan obstinado no es, en verdad, digno de un cristiano, aunque yo recuerde haber leído que también a Dios le agradó a veces vengar las ofensas angélicas y humanas. Sírvame de excusa para tal pecado la enemistad de la fortuna, la injusticia de los hombres y la infelicidad de mi vida. (G.Papini)
El Príncipe comentado por Napoleón (Capítulo XVIII):
Maquiavelo: Cualquiera puede comprender lo loable que resulta en un príncipe mantener la palabra dada y vivir con integridad y no con astucia.
Napoleón: Admirando hasta este punto Maquiavelo la buena fe, franqueza y honradez, no parece ya un estadista.
Maquiavelo: No obstante, la experiencia de nuestros tiempos demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas son los que han dado poca importancia a su palabra y han sabido embaucar la mente de los hombres con su astucia.
Napoleón: Arte que puede perfeccionarse todavía.
Maquiavelo: Al final han superado a los que han actuado con lealtad.
Napoleón: Los tontos están aquí abajo para nuestros gastos secretos.
Maquiavelo: Debéis saber, pues, que hay dos formas de combatir: con las leyes y con la fuerza. La primera es propia del hombre, la segunda de los animales.
Napoleón: Es la mejor, supuesto que uno no trata sino con bestias.
● [La ambición de Napoleón] llevó a más de dos millones de personas -francesas y no francesas- a la muerte, y paralizó por más de un siglo los logros de la Revolución Francesa. Los individuos eran instrumentos intercambiables para su ambición. Cuentan que paseando entre los muertos, tras una batalla, comentó: Esto lo repone una noche de París. A pesar de ser el impulsor del Código Civil, y de afirmar que quería imponer el imperio de la razón, estaba convencido de que la fuerza es el único medio para organizar a los humanos. (J.A.Marina)
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El ejército profesional de ciudadanos sustituye a los mercenarios:
[Disminución de los conflictos con el sistema de ejércitos de ciudadanos]
La causa fundamental de la multiplicación de las guerras iniciadas por países democráticos no es tecnológica sino social: el fenómeno que yo llamo mercenarización. Ya no desplegamos ejércitos auténticamente ciudadanos, cuyos soldados mueren «por la patria». Empleamos guerreros profesionales, militares voluntarios a quienes pagamos relativamente bien por arriesgar la vida... Sucedió algo semejante entre los estados italianos del Renacimiento, donde abundaban las guerras a pesar de que algunos de los más agresivos eran repúblicas, donde la toma de decisiones no dependía tanto de las opciones personales del monarca en cuestión. Los ciudadanos aceptaban las guerras, e incluso las abrazaban con entusiasmo, porque los que corrían los peligros en las batallas eran mercenarios reclutados de fuera, y por tanto prescindibles. Así, las guerras se propagaban y se prolongaban.
Maquiavelo clamó elocuentemente contra el sistema en su Dell’arte della guerra, obra publicada en 1520. Bajo su influencia, la idea de la superioridad de los ejércitos ciudadanos fue admitiéndose en Europa y Norteamérica. En el siglo XIX -digamos, entre 1815 y 1914- Estados Unidos y casi todos los países europeos, menos el Reino Unido, que resistió el modelo de origen francés y revolucionario de la levée en masse, crearon sociedades más o menos militarizadas y ejércitos compuestos de ciudadanos. El derecho a votar, mientras tanto, se extendía a clases que hasta entonces se habían visto privadas de representación en los parlamentos. Con esos ejércitos ciudadanos, las guerras eran pocas y cortas, por lo menos dentro de las regiones afectadas. Las contiendas coloniales no cesaron, pero éstas exigían relativamente escasas tropas metropolitanas e implicaban pocas bajas. La opinión pública las toleraba, aunque seguro que no hubiera aguantado esas mismas guerras, frecuentes y destructoras, en casa. (F.Fernández-Armesto)
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