HISTORIA
Viajes
Marco Polo y ruta atlántica



Marco Polo y la ruta atlántica:
En 1502 aparecía impresa en Lisboa la traducción portuguesa del libro de Marco Polo. El momento de desempolvar el relato de las andanzas del viajero veneciano, que desde hacía casi dos siglos alimentaba las fantasías de los europeos sobre Asia, no podía ser más oportuno. Tan sólo cuatro años antes las naves de Vasco da Gama habían llegado a Calicut, un importante puerto comercial de la costa Malabar, en la India. Su viaje abría la ruta marítima de las Indias orientales. El editor Valentim Fernandes dedicaba la obra al monarca portugués Manuel I el Afortunado, «que ha logrado convertir el muy noble puerto de Lisboa en puerto de la India». Para entonces el estuario del Tajo había visto partir y regresar muchas naves y Lisboa se había convertido en una ciudad rica y cosmopolita cuya atmósfera ofrecía un cierto exotismo. Un viajero alemán, Hieronymus Münzer, que visitó Portugal en 1494, contaba que, paseando por la ciudad, había visto enormes dragos de Canarias o de Guinea, cuyos troncos se utilizaban para la construcción de las mejores piraguas africanas, además de otras curiosidades, como el pico de un pelícano, la cabeza de un pez espada y numerosos arcos, flechas y lanzas construidos por los indígenas africanos. En el coro de un monasterio, Münzer vio colgado un impresionante cocodrilo disecado y, decorando la puerta de la iglesia de San Blas, la piel de una serpiente descomunal. Los comerciantes ofrecían los más variados productos procedentes de Guinea: almizcle, mirra, loros, focas, monos, telas y fibras de palmera, cestos y algodón. Eran señales inequívocas de que el mundo conocido en tiempos de Polo se había ampliado notablemente. Los años venideros habían de traer nuevos descubrimientos y sorpresas.

El soberano portugués recogía el fruto de las campañas exploratorias promovidas por sus predecesores más de 80 años antes. Desde su refugio de Sagres, en el Algarve, el infante Enrique el Navegante había impulsado, a partir de 1424, una serie de audaces expediciones que llevaron a los portugueses a ocupar Madeira y las Azores y a adentrarse en el Atlántico, hacia el sur, en el mar Tenebroso, hasta sobrepasar el temido cabo Bojador. Los avances por el litoral africano culminaron con el regreso de Bartolomeu Dias, quien tras haber alcanzado en 1488 el cabo de las Tempestades, actual cabo de Buena Esperanza, trajo la noticia de la existencia de un paso hacia el océano Indico. El descubrimiento marcaba un hito importante, pues acababa definitivamente con la antigua idea de que el Indico era un mar cerrado. Cuando Vasco da Gama y sus hombres llegaron a Calicut, en 1498, creyeron que se encontraban en tierra cristiana, tal vez en uno de aquellos reinos de cristianos nestorianos que Polo había visitado. En la primera audiencia ante el rajá -que ostentaba el título de samorin, «señor del mar»- los emisarios fueron conducidos a un templo hindú, que ellos confundieron con una iglesia. Uno de los testigos contó que los sacerdotes, vestidos con túnicas de lino blanco, les rociaron con agua bendita y les dieron una arcilla blanca «que los cristianos de este país tienen costumbre de ponerse en la frente, en el pecho, por el cuello y en la parte interna del brazo».

La anécdota revela el desconocimiento que Europa tenía de Extremo Oriente, una ignorancia que explica que, a pesar del tiempo transcurrido desde que el viajero veneciano anduviera por aquellos parajes, se siguiera pensando que en el Milione se encontraban las claves para descifrar los misterios de Asia. No en vano sus noticias figuraban en todos los mapas de la época, junto a los descubrimientos más recientes. En realidad, con cada cargamento de especias, sedas y piedras preciosas, irían llegando informes que acabarían poco a poco con los elementos fantasiosos o legendarios, introducidos, bien por el propio Polo o por los copistas y traductores de su libro, y que tanto habían deleitado a sus lectores. Los valles de diamantes guardados por temibles serpientes, los rubíes gigantes, los monstruosos cinocéfalos o los hombres con rabo quedarían relegados a regiones cada vez más lejanas.

[Ideas geográficas de Colón:]
El mismo año de la publicación del libro de Polo en Lisboa, en mayo, Cristóbal Colón emprendía el último de sus cuatro viajes al otro lado del Atlántico, en busca de las islas de la especiería, apremiado sin duda por los éxitos de Portugal en las Indias orientales. Unas Indias diferentes de aquellas a las que él, sin saberlo, había arribado en 1492. El relato del veneciano tuvo algo que ver en la confusión. Así parece desprenderse de las numerosas apostillas que presenta el ejemplar de la edición latina de 1485 -propiedad del almirante y conservado en la Biblioteca Colombina de Sevilla-, que posiblemente Colón adquirió a un comerciante inglés a la vuelta del segundo viaje. La traducción castellana, el Libro de las cosas maravillosas de Marco Polo, vio la luz en Sevilla en 1503. Su autor, Rodrigo de Santaella, se lo dedicaba al conde de Cifuentes: «Considerando cuanto conocimiento por él se alcanza e conociendo cuán deseoso es vuestra señoría de saber lo que a los otros es oculto». Sevilla empezaba a parecerse a la Venecia de Marco Polo, pues estaba a punto de convertirse en el centro del comercio ultramarino español, como Venecia lo había sido para el comercio oriental en el Mediterráneo. Si Lisboa era ya el puerto de la India, Sevilla, con una posición geográfica privilegiada, a orillas del Guadalquivir, llegó a ser el puerto de América, por el que entrarían todas aquellas «riquezas sin cuento» que los españoles habían ido a buscar. El prólogo de la obra resulta especialmente significativo ya que en él aparece una crítica velada a Cristóbal Colón, que en aquel momento navegaba por el Caribe, en demanda del estrecho que llevaba a las islas de las especias. Santaella no cuestionaba el valor de sus descubrimientos ni el mérito de sus navegaciones, sino el empecinamiento del navegante en mantener que había llegado a las Indias navegando hacia occidente. La cuestión de si Colón había descubierto unas tierras desconocidas hasta entonces, que nada tenían que ver con las verdaderas Indias, puesto que se encontraban hacia el oeste -como afirmaba rotundamente Santaella-, o si había hallado una ruta occidental para llegar a Asia -como Colón y sus partidarios proclamaban- cobraba actualidad tras los recientes logros de Portugal. Sin embargo, pese a las reticencias de algunos, los monarcas españoles Isabel de Castilla y Fernando de Aragón parecían confiar todavía en las promesas de su almirante. De no ser así no le habrían financiado el viaje ni habrían intentado entregarle una carta dirigida a Vasco da Gama, por si se daba el caso de que ambos navegantes se encontraran en los mares de la India. ¿Qué buscaba Colón en su cuarto viaje? ¿Dónde pensaba que estaba cuando navegaba por las costas de Honduras, Nicaragua y Costa Rica? ¿Por que, contra toda evidencia, seguía creyendo que Cuba era el extremo oriental de Asia y La Española una de las islas del archipiélago de Japón? La mayor parte de historiadores actuales parece estar de acuerdo en que Cristóbal Colón acabó sus días con la certeza absoluta de que había llegado a Asia y de que en su postrer viaje buscaba el estrecho que supuestamente comunicaba el mar de China con el Indico, en el extremo del llamado Quersoneso de Oro, la península Malaya. De ser así, el genovés creía seguir la misma ruta marítima que utilizó Marco Polo para salir de China y llegar a Java, Sumatra, Ceilán y la India continental. Lo cual, por incomprensible que pueda parecer ahora, no deja de tener cierta lógica si se tienen en cuenta los conocimientos cosmográficos de la época, las ideas geográficas de Colón y la experiencia de sus tres viajes anteriores al otro lado del Atlántico. Un mar Océano, desconocido más allá de las islas Canarias, Madeira y las Azores, en el que los geógrafos apenas se habían atrevido a dibujar alguna isla, como la mítica Antilla. Es cierto que se tenía noticia de imprecisas siluetas montañosas que emergían de repente, para desaparecer entre la bruma, y que algún marino portugués o castellano había creído ver, cuando los vientos le habían arrastrado mar adentro, lejos de las costas de Africa. O que en los puertos atlánticos corrían fábulas que excitaban la curiosidad de los más crédulos: la isla de las Siete Ciudades, la isla Encantada, el hallazgo en las playas de maderos tallados y cadáveres de extraños rostros. Uno de los temas que más polémica ha suscitado entre los estudiosos ha sido llegar a precisar la información que manejó Colón para concebir su «empresa de indias». O lo que es lo mismo, ¿cómo llegó a persuadirse de que las miles de islas que los cartógrafos situaban en los confines de Asia no estaban tan lejos como se creía?

    [Toscanelli:]
    La opinión más generalizada es que el navegante genovés estuvo influido por Paolo da Pozzi Toscanelli, un médico florentino aficionado a la astronomía y la cosmografía, a quien se atribuye la primera mención concreta sobre la posibilidad de llegar a las Indias por el oeste. A raíz del concilio de Florencia (1436-1445) Toscanelli había trabado amistad con el canónigo portugués Fernao Martins, iniciándose entre ambos una correspondencia que gozó de cierta difusión en los medios cultivados de Lisboa. Hay evidencia de que al menos una de las cartas, la del 25 de junio de 1474, fue conocida por Colón, ya que la copió en uno de sus libros. También es muy probable que hubiera visto y copiado el mapa, hoy perdido, en el que el florentino plasmaba sus teorías. A diferencia de los sabios de su tiempo, Toscanelli daba crédito a Marco Polo sobre la evaluación exagerada de la extensión de Eurasia y admitía también la opinión de aquél de que entre China y Japón mediaban unas 1.500 millas. El valor que se atribuyese al tamaño de Asia era clave, ya que cuanta mayor parte del globo estuviera ocupada por el continente menor sería la amplitud del océano. La distancia entre el punto más occidental de Europa, el cabo San Vicente, y Pekín, que es de 130 grados terrestres, había sido estimada por los geógrafos de la antigüedad Claudio Tolomeo (c. 100-c. 170) y Marino de Tiro (c. 100), en 177 y 225 grados, respectivamente. Fue este último valor el que eligió Toscanelli, siguiendo a Polo, y el que presumiblemente también asumió Cristóbal Colón. Si a estos datos se añade que consideró que un grado terrestre equivalía a menos millas náuticas que las reales, es fácil concluir que el navegante imaginó un modelo de Tierra mucho más pequeño que el real. Con un océano Atlántico tan estrecho -la distancia entre las islas Canarias y Japón no sería muy superior a unas 2.600 millas, en lugar de las 10.600 que existen en realidad- no era tan descabellado pensar en atravesarlo.

Una vez conseguido su propósito en el primero de sus viajes, se trataba tan sólo de localizar dónde se encontraban aquellos reinos de riquezas infinitas: el Cipango, cuyo rey vivía en un palacio con tejas de oro y donde se criaban las mejores perlas del mundo; el Catai, los dominios del Gran Kan, a quien debía entregar una carta de los Reyes Católicos; las islas donde sólo crecían árboles de especias... Colón y los hombres que le acompañaron en sus viajes tenían tan presente el mundo de Marco Polo que sólo vieron y oyeron las señales y los indicios que esperaban ver y escuchar y desestimaron las evidencias de que lo que tenían ante sus ojos era otro mundo. Si no había perlas, se debía a que no era la época de pescarlas. El clavo, la pimienta y la canela, de las que, casi desde el primer momento, creyeron oler su fragancia, debían encontrarse más lejos. Al igual que las populosas ciudades chinas, los señoríos del Gran Kan, cuyo magnífico esplendor nada tenía que ver con los sencillos poblados de la costa y de aquellas islas. Que eso sí, «eran cientos y hermosísimas, de un verdor que recordaba el de Andalucía en abril». (María José Pascual)


La carta de Toscanelli a Fernando Martins (1474):
Toscanelli escribió una carta, acompañada de una esfera, al canónigo lisboeta Fernando Martins, en la que aseguraba que era posible navegar a la India por el oeste. Todo lo que conocemos de esta correspondencia es una copia que el almirante escribió en una de las páginas de su ejemplar de la Historia Rerum, de Eneas Silvio Piccolomini, a la que añadió otras dos cartas que él mismo decía haber recibido del florentino. Hoy en día nadie duda de la autenticidad de la carta de Toscanelli a Martins. Lo que en cambio no parece creíble es que el astrónomo mantuviera una relación epistolar con un desconocido genovés. La hipótesis más verosímil es que Colón copió en Lisboa la carta de Toscanelli a Martins y que, años más tarde, se inventó él mismo la correspondencia con el sabio que le servía como apoyatura a sus teorías cosmográficas y que, de camino, le permitía presumir de un ilustre corresponsal. Muchas de las ideas de Toscanelli no eran tan nuevas ni tan originales: ya figuraban en los mapamundi de la escuela catalana, en varios portulanos italianos y en la carta de fray Mauro [1459], y el concepto de la esfericidad de la Tierra era un principio generalmente aceptado en el siglo XV. Colón jamás nombró al florentino en sus escritos al que copió en repetidas ocasiones en su Diario. Señalaba Toscanelli: Debéis comenzar el viaje siempre hacia poniente [...] sabed que no se encuentran en las islas salvo mercaderes [...] un puerto nobilísimo llamado Zaytón, que dicen que todos los años van a ese puerto cien navíos grandes de pimienta [...] reinos y ciudades sin cuento bajo el poder de un solo príncipe que se llama Gran Kan [...] hace ya doscientos años que enviaron una embajada al papa a pedirles muchos sabios para ser iluminados en la fe [...]. Quinsay, en la provincia de Mango, vecina de la provincia de Catay [...] desde la isla Antilia, que conocéis, hasta la nobilísima de Cipangu hay diez espacios [...] esta isla es muy abundosa en oro, perlas y gemas y cubren con oro puro los templos y los palacios del rey; idénticas palabras empleará don Cristóbal años más tarde. (Consuelo Varela)

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