Florencia relevada por Roma:
Cuando Rafael llegó a Florencia en 1504, hacía ya más de un decenio que Lorenzo de Médici había muerto y que sus sucesores habían sido expulsados y el gonfaloniero Pietro Soderini había introducido de nuevo en la república un régimen burgués. Pero la transformación del estilo artístico en cortesano, protocolario y estrictamente formal ya estaba iniciada, las líneas fundamentales del nuevo gusto convencional ya estaban fijadas y reconocidas por todos y la evolución podía continuar por el camino iniciado sin recibir de fuera nuevos estímulos. Rafael no tenía más que seguir esta dirección, que ya se señalaba en las obras de Perugino y Leonardo, y, en cuanto artista creador, no podía hacer otra cosa que sumarse a esta tendencia, que era intrínsecamente conservadora por basarse en un canon formal intemporal y abstracto, pero en aquel momento de la historia de los estilos resultaba progresista. Por lo demás, no faltaban estímulos externos que le impulsaran a mantenerse en esta dirección, aunque ya el movimiento no partía de la misma Florencia. Pero, fuera de Florencia, casi por todas partes gobernaban en Italia familias con pretensiones dinásticas y aires principescos, y ante todo, se formó en Roma, alrededor del Papa, una verdadera corte, en la que estaban en vigor los mismos ideales sociales que en las demás cortes que juzgaban el arte y la cultura como elementos de prestigio. (A.Hauser. Cap.4 El clasicismo del Cinquecento)
Ciencia y técnica renacentistas:
La mentalidad científica del Renacimiento sólo empieza a madurar como tal en el tránsito del siglo XV al XVI, y aun entonces quizá no sea todavía lo que se llama por antonomasia ciencia moderna -que más bien se perfila en el siglo XVII, con Galileo, Descartes, Kepler, etc.-. Y el cliché de "época de transición" puede ser perjudicial en este caso, en cuanto disimularía la novedad radical de esa ciencia moderna: tanto daría invertir la perspectiva y decir que el siglo XVI lleva a su extremo la mentalidad anterior.
Más de una vez hemos observado ya que las diversas líneas y formas de actividad cultural no son sincrónicas, sino que rezagan o adelantan entre sí, como en una fuga musical. Entonces, conviene señalar que lo que más anticipa ya en la Baja Edad Media las aportaciones científicas del siglo XVI es la tecnología, con modestos pero decisivos cambios en la agricultura -por ejemplo, nuevas técnicas de cultivo, e incluso novedades en los aparejos que permitieron a los caballos arar, o un mejor enyugado de bueyes, pongamos-, o en la artesanía, o en la fundición de los metales, o en el arte militar, por ejemplo, en la generalización del uso de la pólvora, antes conocida en China, y que acelera desde el siglo XIV el proceso de dominación de los reyes sobre la nobleza, obligando también a investigar rudimentarias cuestiones de química, para procurarse los componentes.
Esto lo ilustra Paracelso (1493-1541), quien organiza una alquimia interpretada de modo animista, a base de espíritus, que hoy nos parece grotesca, pero que, por su uso de los metales, contribuyó a poner en marcha la química vista como análisis e interacción de los elementos. También en medicina pasa algo paralelo: Vesalio se atreve a abrir el cuerpo a fondo -tecnología manipuladora- y dibujarlo en hermosas láminas -visión renacentista-, aunque su obra no pase de ser, en frase de John D.Bernal, buena anatomía al servicio de mala fisiología, y no es extraño, porque tanto esta última palabra como la de patología fueron creadas sólo entonces, por el médico francés Jean Fernel, quien fue además el primero en medir el meridiano mejor que Eratóstenes en el siglo II a. J.C. Todas las ideas cuya historia esbozamos y las que podamos producir hoy encontraron mayor facilidad para formularse y difundirse con la introducción del papel (siglo XIII) y con la invención de la imprenta (a finales del siglo XV). Incluso cabe preguntarse si la imprenta, a la vez que facilita al Renacimiento llegar a su cima final, no contribuye a su crisis, atacando algunos supuestos renacentistas -el lenguaje como oratoria, la cultura como minoría, etc.-. Pero el impacto de la letra impresa en la vida del espíritu -o sea, en el lenguaje- no llegará a su extremo sino precisamente en la época en que escribimos esto.
La tecnología bajomedieval, aparte de sus consecuencias sociales y económicas, aportaba tácitamente una nueva mentalidad que atacaba el aristotelismo en la visión científica del mundo en aquella época: la naturaleza ya no es algo intocable, con sus finalidades, sus movimientos y sus impulsos propios, sino algo a que se puede "meter mano" para dirigirlo según nuestro interés. La naturaleza, para algunos, sigue viéndose como un gran animal -según citamos de Campanella-, pero un animal al que se pueden poner nuevos aparejos, y del cual forma parte también el hombre, dinámico y creciente, así como otras innumerables fuerzas que no es preciso entender del todo ni aislar para su aprovechamiento -ya no hay frontera clara entre magia y mundo normal-. Y ese vasto proceso, timoneado por el hombre, se ajusta también -una vez más, la creencia renacentista en la dinámica unidad total- a los esquemas geométricos y conceptuales que la mente humana ve en ella misma y en Dios. Es decir, se supone que la marcha del mundo es, en última instancia, racional, aunque haya en ella zonas de sombra y generaciones espontáneas.
[Aristóteles contestado:]
El ataque contra el aristotelismo, a que aludíamos, avanzará en muchos aspectos: ya el humanismo había renegado de su perspectiva abstracta, lógica y clasificatoria; por lo que toca al cosmos, cada vez irá apareciendo menos "vida" y más "mecanismo"; madurará poco a poco el concepto de inercia, opuesto al concepto aristotélico de los movimientos como impulsos y trayectorias "naturales". Pero ese cambio decisivo, en el paso del siglo XVI al XVII, no tiene todavía ideas claramente científicas, sino intuiciones que sólo desde Galileo se podrán llamar empíricas, experimentables según hipótesis, y mensurables -las condiciones de la sucesiva ciencia nueva-. Incluso un teólogo había ido por delante de los astrónomos, ya en el siglo XV: Nicolás de Cusa, a quien habíamos mencionado por su idea de la docta ignorancia como actitud adecuada del pensamiento ante Dios, rompió en pedazos la esfera aristotélica de las estrellas fijas que envolvía todo el mundo cambiante y giratorio. Cusa -que no por nada era alemán- prescindió de toda forma y "vaso" en el universo, y vio la tierra flotando en un espacio sin límites, abierto incluso más allá de las últimas estrellas visibles -y eso que todavía no se había descubierto América, poniendo en la mano la redondez del planeta-. Pero no era la voz de un astrónomo, sino de un hombre religioso: el proceso va más despacio en sede científica. El gran nombre, ahí, es el del polaco Copérnico (1473-1543), que propone el cambio de perspectiva: el centro de las esferas lo ocupa el Sol, y no la Tierra, que, modestamente, gira en torno suyo como cualquier otro planeta. (Con lo cual, queda amenazada la idea de las esferas celestes hechas como de ligerísimo cristal sonoro, e inmóvil la más elevada de ellas.)
Cuenta el historiador Paul Kennedy que nadie que viviera en 1480 podía vislumbrar el mundo de 1530, sólo medio siglo después. De repente apareció un universo de naciones estado, surgió la ruptura de la cristiandad, la expansión europea hacia Asia y las Américas, la revolución de Gutenberg en las comunicaciones y una muy considerable socialización de la cultura y el conocimiento. En Occidente se trazó la mayor línea divisoria hasta entonces conocida. (Lluis Foix, 2014)
Pero eso no lo sugiere como resultado necesario de observaciones y medidas, sino por fe en la racionalidad del mundo: incluso, el hecho de que tenga que suponer que las órbitas planetarias son circulares, porque ésa es la forma más armónica y simple, contribuye a que no le puedan salir claras las cuentas de las observaciones. Dice con entusiasmo: Y en el centro de todo se encuentra el Sol: en ese espléndido templo, ¿quién colocaría esa luminaria en otro lugar mejor que aquel desde el cual puede iluminarlo todo a la vez? En verdad que no resulta impropio que algunos lo llamaran la pupila del mundo; otros, el espíritu del mundo, o también, otros, su rector.
Copérnico temía divulgar su idea, alegando como excusa -más profunda de lo que él imaginaba- que "los mátemáticos escriben poco". Se publicó tras su muerte, con la apostilla, de un discípulo protestante, de que aquello no era más que una hipótesis, y, en efecto, no ocurrió nada hasta que Galileo recogió su idea.
El hombre, así, quedaba marginado y dando vueltas: un destronamiento que pone fin al entusiasmo antropolátrico del Renacimiento propiamente dicho, arrinconando al hombre en su planeta -y será paradójico, como veremos, que se llame luego giro copernicano a la revolución mental introducida por Kant-. Las consecuencias de esta nueva visión las saca un discípulo, el gran hereje Giordano Bruno, errante por diversos países hasta morir en manos de la Inquisición: ¿por qué no ha de haber otros planetas habitados, si todos dan vuelta en torno al Sol? ¿y por qué no prescindir de esa esfera última que todo lo envuelve como una pecera y -igual que antes Cusa- ver los cielos abriéndose sin límites, como posibles mundos innumerables, incluso invisibles, llenos de otros innumerables habitantes? En definitiva, esta visión del cosmos abierto y pululante se inserta en una teología más o menos panteísta: la naturaleza viene a identificarse con Dios, y así puede, y aun debe, carecer de límites. Con todo eso, no sorprende que la Inquisición quemara a Giordano Bruno en Roma y que luego, en el lugar de la pira, le fuera elevada una estatua -según reza la lápida- "por el siglo XIX, por él adivinado".
Alberti, dentro del mismo espíritu, había introducido además todo un sistema simbólico en la arquitectura, como arte de imitación de la naturaleza (más exactamente, del modo como actúa la naturaleza), entrando, por ejemplo, en curiosas consideraciones numéricas sobre que las costillas de los animales son pares -y, por tanto, así deben serlo las columnas y demás elementos sustentadores-, mientras que las aberturas son en número impar, o mejor dicho, único, como la boca -desdeñando la evidencia de los oídos y los agujeros de la nariz-. Los primeros, sobre todo, se consideran investigadores científicos de la naturaleza en cuanto visible y de las formas de la percepción -la perspectiva , sobre todo, como forma intelectual para ellos-. Todos los artistas están tan convencidos de pintar lo ideal, y, al mismo tiempo, de ser investigadores científicos de lo real, que no les parece innatural ordenar y componer elegantemente su obra; todos están convencidos de que la perspectiva lineal es, a la vez, la realidad espontánea del mirar y la estructura esencial del mundo visible. Y no les parece mal confesar que, de hecho, para pintar una mujer hermosa lo que hace es, después de mirar muchas, valerse -si es que no de su propia amante como modelo- de lo que Rafael llamaba vagamente "una cierta idea".
[Literatura:]
En el orden literario, es muy grande el peso de las ideas y las perspectivas de la antigüedad, que pretende seguir devotamente e incluso concebir como unitarias. Esto no es fácil a veces: Petrarca y Boccaccio, hablando de la poesía, ponen su fuente en la inspiración, don divino, que permite al poeta cantar con videncia extraordinaria, pero se apresuran a añadir que la inspiración comporta el sentido de la forma y el buen orden, y el respeto a la perspectiva tradicional. También en cuanto al contenido de verdad, a la poesía como forma de conocimiento, domina sin discusión el supuesto de que la poesía ofrece la verdad bajo fermosa cobertura -como decía el marqués de Santillana-. El velo puesto sobre la verdad es el concepto clave: no dar la realidad directamente, sino dejándola ver a medias y poco a poco, en una suerte de strip-tease que valoriza la verdad como algo accesibel sólo difícilmente y sólo para una minoría -pues las pretensiones nobiliarias se hacen entonces supuesto implícito de la literatura, al servicio de una nueva clase enriquecida que quiere legitimarse-. El concepto de velo no es fácil de unificar, para nosotros, con el concepto de imitación que impera entonces, en la fórmula horaciana "ut pictura poësis" ("como la pintura, así es la poesía"), concepto útil quizá para la épica clásica, pero que sorprende ver remozado incluso antes de que madure la épica renacentista (en especial, la fábula mitológica de los siglos XVI y XVII).
Para el arte y la literatura del Renacimiento propiamente dicho, la heterogeneidad y aun la eventual contradicción de estos conceptos no representó ningún problema práctico, porque todo se tomaba y unificaba por su lado positivo, como estímulo y punto de apoyo. Pero al avanzar el siglo XVI, los conceptos -y las Academias que los discuten y los imponen preceptivamente- empiezan a constreñir la actividad creadora. Así, se reconoce tardíamente la paternidad aristotélica de la Poética y -desde Escalígero, 1561- se la convierte en código de mandatos y prohibiciones. Sobre todo, se toman de ella unas observaciones que se transforman en las imperativas tres unidades -de lugar, de tiempo, en menos de un día, y de acción-. En España y en Inglaterra los dramaturgos no hacen caso de tales mandamientos, aunque los conocen muy bien; será en Francia, ya en el XVII, cuando se tomen en serio para el ceremonioso teatro del rey.
Pero ya el hecho de hablar por separado de las ideas estéticas del Renacimiento puede ser la mayor infidelidad o el peor malentendido respecto al espíritu central del Renacimiento.
(José María Valverde)
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