La Armada Invencible (1588):
Felipe II meditaba sobre una expedición contra Inglaterra para castigar los repetidos ataques piráticos de Drake y la mala voluntad de Isabel I hacia España y sus establecimientos. Para ello llamó al marino más reputado de aquel tiempo, Alvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, para pedirle su opinión y éste consideró que el efectuar la invasión de Inglaterra era no sólo empresa posible, sino fácil. Ofrecía encargarse del mando de la Armada y de dirigir la invasión, porque era conveniente que todo dependiera de una sola persona. Aunque se comenzó a tratar el asunto a raíz de la expedición de Drake contra Florida (1586), se aplazó su ejecución para no dejar a España expuesta a ataques de igual clase en caso de un fracaso. La ejecución de María Estuardo en 1587 hizo que se volviera a pensar en la empresa y como, mientras se preparaba, murió Bazán, quizá del pesar que le produjeran ciertas palabras poco meditadas del rey (enero 1588), éste pudo poner al frente de la Armada al duque de Medinasidonia, incapaz de dirigirla, pero que no se opuso a que Alejandro Farnesio tomara el mando de las tropas en tierra, que era lo que siempre quiso Felipe II.
Carlos de Effingham Howard (1536-1624), conde de Nottingham, era el almirante de la marina inglesa desde 1585. Mandó la escuadra inglesa desde la nave capitana Ark Royal. Era sobrino de Isabel I y no tan buen navegante como sus subordinados el vicealmirante Sir Francis Drake y John Hawkins.
En 1596, junto con Robert Devereux mandaría la expedición que saqueó Cádiz.
La Armada parte de Lisboa (20 mayo 1588):
La Armada, de 130 buques, con 8.253 marinos y 2.088 remeros, más 19.295 hombres de guerra, zarpó de Lisboa; pero sus barcos, a propósito para la ruta de las Indias, no podían resistir los temporales de los mares europeos.
La flota inglesa era más ligera y mejor artillada que la española: en el primer encuentro (21 julio) se advirtió su superioridad en maniobrar. El mar no fue favorable a la Invencible: ya una tormenta cerca del cabo Finisterre perjudicó a sus buques. El 22 de julio salió, por segunda vez, de la Coruña y con sus grandes buques parecía una fortaleza flotante. El viento era favorable. Si hubiera atacado entonces a la escuadra inglesa, hubiera vencido, pero Medinasidonia declaró a sus capitanes, deseosos de luchar, que el rey le había mandado no dar la batalla hasta que se reuniera con Farnesio. Este mandato fue la segunda equivocación que hizo fracasar la empresa por perderse ocasión tan favorable.
El 23, en ligero combate, se perdió el buque insignia de Recalde. La armada se refugió en Calais. Farnesio se negó a embarcar mientras el mar no estuviera despejado de buques holandeses e ingleses que vigilaban la costa del canal. En éste, los pequeños y ligeros buques ingleses fueron los que dominaron la situación.
No hubo realmente un combate decisivo entre ingleses y españoles en el estrecho sino un desgaste continuo de la "Invencible", batida por la superioridad de los ingleses y dispersada por las furias del mar, que aquellas pesadas fortalezas flotantes eran inhábiles para eludir.
Retirada hacia el mar del Norte:
El 28, ante la superioridad inglesa y el temor a los brulotes incendiarios (pequeñas naves incendiadas) que se les lanzaba, así como la incapacidad de la artillería española, la Armada se internó en el mar del Norte. En la tarde del 29 de julio se divisó el primer punto de la costa inglesa, Lizard Point.
En la noche del 8 al 9 de agosto, los brulotes ingleses sembraron la confusión en la Armada, que perdió 15 buques y 5.000 hombres. La tormenta empujó a los otros hacia el Norte y Medinasidonia no se atrevió a regresar por el canal: navegó alrededor de las islas británicas, sembrando el mar y sus costas con los restos de sus navíos.
Muchos de los navíos naufragaron en los arrecifes de las costas de Irlanda, de Escocia o de Inglaterra. Millares de hombres se ahogaron y no hubo piedad para los que conseguían llegar a nado a las playas.
Extensión del desastre:
Sólo regresaron a España 66 de éstos y 10.000 hombres. Felipe II dijo al recibir la noticia del fracaso: "Doy gracias a Dios por haberme dado medios para poder sufrir fácilmente un pérdida semejante y porque todavía estoy en situación de volver a construir otra flota tan grande. Una rama ha sido cortada, pero todavía está verde el tronco y puede producir otras nuevas".
(Eugenio Sarrablo)
Las pérdidas para España fueron 20.000 hombres, 40 millones de ducados y 100 navíos.
La Inglaterra de Isabel no se dio cuenta de su victoria hasta pasado algún tiempo. La catástrofe española había sido tan fragmentaria y dispersa que los vencedores no pudieron calcular su magnitud y temieron que los navíos se hubieran refugiado en un puerto seguro. Las pérdidas inglesas también fueron grandes, aumentadas por la peste que se difundió entre marinos y soldados. Algunos meses más tarde, en abril de 1589, Isabel, dándose cuenta del significado de la ruina de la "Invencible", quiso sacar partido de ello atacando a Lisboa para instaurar a don Antonio de Portugal, prior de Crato. La expedición dirigida por lord Norreys fue un tremendo fracaso.
Del desastre de la Invencible dependieron muchas aventuras del futuro próximo y lejano: la imposibilidad de reducir a los neerlandeses, la recuperación de Francia como gran potencia europea, la ya insoslayable separación de Portugal. (Vicens Vives)
Su fracaso asegura a las naciones del Norte, hasta entonces mediocres, su porvenir marítimo. Triunfo del protestantismo y del capitalismo al mismo tiempo. El edificio mundial del poderío ibérico no podrá ya durar mucho (Vilar)
Las consecuencias de la derrota no se hicieron esperar: contrariedades en Flandes; el asedio de La Coruña por la escuadra de Drake; la intentona del prior de Crato que, auxiliado por los ingleses, desembarcó en Belem... La situación de Portugal volvió a ser difícil; una victoria definitiva sobre los ingleses hubiera contribuido poderosamente al afianzamiento de la unidad ibérica; por el contrario, la victoria de Inglaterra intensificó la desunión y fomentó el deseo de revancha. (I.Ubeda)
Actitud pesimista general:
La bancarrota de 1596 significaba también el fin de los sueños imperiales de Felipe II. Desde hacía algún tiempo era evidente que España estaba perdiendo su batalla contra las fuerzas del protestantismo internacional. El primer aviso, y el más abrumador, lo dio la derrota, en 1588, de la Armada Invencible. La conquista de Inglaterra había llegado a significarlo todo, tanto para Felipe II como para España, desde que el marqués de Santa Cruz sometió por primera vez su gran proyecto al rey, en 1583. Para Felipe, una invasión de Inglaterra, que Santa Cruz creía de éxito seguro mediante un gasto de poco más de 3.500.000 ducados, parecía ofrecer la mejor, y quizá la única, probabilidad de doblegar a los holandeses. Mientras en el Escorial el rey perfeccionaba, día tras días, sus planes y se llevaban a cabo, lentamente, los complicados preparativos, los curas desde sus púlpitos arratraban al país a un frenesí de fervor patriótico y religioso, denunciando las iniquidades de la herética reina de Inglaterra y evocando de modo vívido las gloriosas cruzadas del pasado español. Que, cierto, juzgo que [esta empresa] es la más importante que ha habido en muchos siglos atrás en la Iglesia de Dios, escribía el jesuita Ribadeneyra, autor de una enardecedora exhortación a los soldados y capitanes enrolados en la expedición. En esta jornada, señores, se encierran todas las razones de justa y santa guerra que puede haber en el mundo... Pero si bien se mira hallaremos que es guerra defensiva, en la cual se defiende nuestra sagrada religión y santísima fe católica romana; se defiende la reputación importantísima de nuestro Rey y Señor y de nuestra Nación; se defienden todas las haciendas y bienes de todos los Reinos de España, y con ellos, nuestra paz, sosiego y quietud.
Sólo unos meses más tarde Ribadeneyra escribía una apesadumbrada carta a un privado de Su Majestad (probablemente don Juan de Idiáquez), en la que intentaba explicarle lo aparentemente inexplicable: porque Dios había prestado oídos sordos a las oraciones y súplicas de sus piadosos servidores. Aunque Ribadeneyra encontraba una explicación suficiente en los pecados españoles, por omisión y por comisión, y pleno consuelo en los mismos males enviados por el Altísimo para probar al pueblo elegido, las consecuencias psicológicas del desastre fueron terribles para Castilla. Por un momento, el shock fue demasiado violento para ser inmediatamente acusado y el país necesitó algún tiempo para comprender todas sus implicaciones. Pero el optimismo inconsciente engendrado por los éxitos fantásticos de los cien años anteriores se desvaneció, según parece, de la noche a la mañana. Si hay un año que señale la división entre la España triunfante de los primeros Austrias y la España derrotista y desilusionada de sus sucesores, es el de 1588. (Elliott)
No mandé mis naves a luchar contra los elementos:
Esta es la frase que se atribuye a Felipe II al tener noticia de la derrota de la Armada Invencible en agosto de 1588. Es su forma vulgar, porque la fórmula retórica viene en el libro de Modesto Lafuente Historia General de España (tomo XIV, página 247) y dice así: «Yo envié a mis naves a luchar contra los hombres, no contra las tempestades. Doy gracias a Dios de que me haya dejado recursos para soportar tal pérdida: y no creo importe mucho que nos hayan cortado las ramas con tal de que quede el árbol de donde han salido y puedan salir otras». De entrada parece extraño que Felipe II que tuvo fama de lacónico, soltara esta frase tan redonda. Pero era la época romántica de Don Modesto y los historiadores pretendían conocer a través del túnel del tiempo las frases más cinceladas de los protagonistas de la historia. Y así, la impasible y pulida reacción del Rey Prudente ha quedado como clásica.
El erudito don Felipe Picatoste afirma que esta frase retrata mejor el pincel de Pantoja de la Cruz:
«En ella se ve al tétrico monarca penetrarse silenciosamente en el coro de El Escorial por una miserable puertecilla, sentarse humildemente en uno de los últimos sillones, oír la temblorosa voz del enviado que le traía la fatal noticia, juntar las manos, inclinar la cabeza y continuar el rezo. ¡Qué dominio sobre sí mismo no tendría aquella alma tenebrosa!».
No obstante, creemos que ninguna de estas dos versiones puede ser auténtica. Felipe II no tuvo oportunidad de demostrar su famosa serenidad ante la noticia súbita y completa del increíble desastre porque las nuevas le llegaron poco a poco. Si la frase fuera cierta, hubiera tenido que pronunciarse cuando Felipe II recibió el correo de Santander, donde había anclado el duque de Medina Sidonia y este correo tenía que ser el maestro de campo Bobadilla.
Es evidente que Felipe II antes de recibir esta visita, ya conocía la carta fechada el 21 de agosto del duque a la que acompañaba su Diario. Y en este Diario no se hablaba en absoluto del tiempo, de los vientos, ni de las tempestades. Amén de esto, conocía también el relato desalentador del capitán Baltasar de Zúñiga. Había recibido asimismo un aviso del duque de Parma muy variado sobre la facasada batalla y noticias de los naufragios en la costa irlandesa y francesa. Pudo expresar evidentemente una frase parecida, pero no en ocasión de recibir este correo.
Añadamos que, aunque Felipe II afrontara con su dignidad y firmeza habituales, con su exasperante imperturbabilidad las malas nuevas, éstas le afecta ron profundamente. En otoño de 1588 estuvo muy enfermo. En opinión de los observadores diplomáticos venecianos, los más sagaces, la enfermedad fue agravada por la ansiedad y los disgustos. El nuevo nuncio de Su Santidad opinó que el rey tenía los ojos enrojecidos, no sólo a causa del estudio, sino del llanto, aunque si el rey lloró nadie había sido testigo de ello. Su tez adquirió una extraña palidez en su rostro comenzaron a formarse bolsas, a la vez que su barba encaneció absolutamente.
La reacción oficial de Felipe II se puede leer en una carta dirigida a los obispos españoles con fecha del 13 de octubre. Tras comunicarles las malas noticias ya conocidas, concluye: «Debemos loar a Dios por cuanto El ha querido que ocurriera así. Ahora le doy las gracias por la clemencia demostrada. Durante las tormentas que la Armada tuvo que soportar, ésta hubiera podido correr peor suerte...»
Lo curioso es que tanto por un lado como por otro de los contendientes se adhirieron a la teoría de la intervención de la Providencia en la destrucción de la Invencible. Isabel de Inglaterra hizo grabar una inscripción que decía: «Dios sopló y fueron dispersados». Los holandeses dijeron algo parecido en sus crónicas. Triunfo y derrota se interpretaron como designio de la Providencia y por esta razón la frase de Felipe II, aunque no la pronuncian en la ocasión que los historiadores románticos le atribuyen, tiene un fondo de total autenticidad. (Luján)
Alonso de Guzmán Duque de Medina Sidonia (1550-1619):
Se excusó ante la propuesta de Felipe II alegando su escasa capacidad y su mal estado de salud.
Se mareaba ante el más leve movimiento. Se ignora por qué motivo el monarca le confirmó en su nombramiento.
Era lealísimo al rey y Felipe, que difícilmente soportaba personalidades excesivas, como el duque de Alba, don Juan de Austria y el mismo marqués de Santa Cruz, veía en él un dócil instrumento que no discutiría nunca sus planes.
Reconocía en sus cartas "no saber de la mar ni de la guerra". Se le atribuye una considerable cobardía e incompetencia.
Después del desastre no perdió el favor de Felipe II. Siguió actuando como virrey de Andalucía y ostentando el supremo mando naval en el litoral andaluz. En 1595 fue nombrado capitán general del Mar Océano. No pudo evitar el saqueo e incendio de Cádiz a manos de los ingleses.
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