Viaje al mar de la literatura: Podemos zarpar de cualquiera de sus dársenas. Y a mi se me ocurre que la primera de todas sea Sidón, hoy un pedazo de tierra de las costas libanesas y, hace treinta siglos, más o menos, el lugar en donde se alzaba la fastuosa ciudad de Tiro. Desde allí, los marinos fenicios iniciaron los grandes viajes mediterráneos desde el Este hacia el Oeste y, en el curso de sus arriesgadas navegaciones, sin duda sufrieron no pocas penalidades y vivieron al tiempo imponentes aventuras que fueron corriendo de boca en oreja. Y aquellos relatos de la mar, unidos a los que los micénicos había acuñado en navegaciones anteriores, llegaron a los oídos de los cantores ciegos. Y los cantores los convirtieron en mitos. Y los mitos, en fín, se tradujeron en palabras cuando el alfabeto fenicio formó con el verbo griego la diabólica fusión que provocó la más honda de las revoluciones humanas: la aparición de la lengua escrita. De los viajes, pues, de los cuentos marineros del Mediterráneo, del genio fenicio unido al talento griego, brotó la voz enorme de la literatura. Y lo hizo sobre las olas y en las orillas del mar que de nuevo surcamos.
Seguimos viaje, pues, de la mano de un primer mito del que se guarda memoria: el de Jasón y los Argonautas, que navegaron desde las costas continentales griegas, en Tessalia, hasta la Cólquide, en las riberas del Mar Negro, en busca del Vellocino de Oro. La aventura que dio pie a la epopeya pudo suceder en el siglo XII antes de Cristo. Y aunque los versos que recitaron los cantores ciegos de los días anteriores a Homero se hayan perdido en su mayoría, algunos de los personajes de la historia sobrevivieron en la literatura clásica, como la infeliz Medea y el propio Jasón. La épica de aquel viaje la cantó siglos después Apolonio de Rodas. Y hace unas pocas décadas la repitió, incluso con más talento, un poeta británico al que se le antojó rebautizarse mediterráneo en las soledades de Mallorca: Robert Graves.
La entrada del Bósforo:
Las llamas de Troya se extienden a la lírica y a la comedia. Se alumbran los géneros literarios. Safo teje en Lesbos los mejores poemas de amor de la Historia y Píndaro tersa las cuerdas de su lira para cantar en elegías a los atletas vencedores en los juegos. Junto a la montaña de la épica alzada por los versos de Homero, crece una nueva cima literaria: la tragedia. Los héroes de Esquilo, Sófocles y Eurípides son los mismos desafortunados guerreros de Troya, como Ajax; crueles criminales como Egisto; desafortunados vengadores como Orestes, y sufrientes doncellas como Medea. El armazón teatral creado por los tres atenienses y por autores de comedias como Aristófanes sienta, además, las bases del teatro del Siglo de Oro y, si me apuran, de la técnica del guión de Hollywood: eso que hoy nos parece tan sencillo como la estructrua del planteamiento, el nudo y el desenlace.
Descartes y Hume lo escribieron siglos después: "La filosofía nace del viaje". Y así sucedía sobre las ondas de aquel mar de ida y vuelta, donde los héroes navegaban en la leyenda y en la literatura, donde los Diez Mil de Jenofonte gritaban "¡el mar, el mar!" al divisar las aguas del Mediterráneo, su verdadera patria. Quizás lo vieron asi los primeros hombres que rescataron el pensamiento de las manos de los dioses, que desdeñaron la magia a favor de la razón. En las costas del Egeo, en el Asia Menor, la civilización jónica dio a luz la filosofía. Y en la ciudad de Mileto, hoy un campo en ruinas de las costas del Egeo turco, nacieron y crecieron los tres primeros rebeldes que, dando la espalda a los dioses, quisieron explicarse el mundo: Tales, Anaximandro y Anaximenes. Tras ellos, otros dos hombres buscaron definir lo que era el ser: Heráclito, en Efeso, también territorio de Asia Menor, y Parménides, en Elea, la Magna Grecia de entonces y hoy Sicilia. En fín, ya en el esplendoroso siglo V, el siglo de Pericles, la filosofía dio el salto definitivo para instalarse en Atenas. Y tres nombres se clavaron para siempre en el firmamento literario: Sócrates, Platón y Aristóteles.
La fundación de Roma:
Entonces los bárbaros atacan, Roma muere de asfixia y la literatura navega a la deriva en los siglos oscuros. Pero es el turno de la otra orilla. Con paciencia, tenacidad y sin descanso, hombres de ciencia y pensamiento surgidos de las hasta entonces silenciosas gargantas del Islam cruzan la mar y reconstruyen en Córdoba, Murcia, Sevilla y Toledo, sin alharacas y sin miedo, el tejido del saber. Salvan lo que pueden del desastre. Y lo entregan con generosidad a los hombres que van a abrir las puertas del Renacimiento.
Las campanas debieron de haber repicado en todos los campos de la Toscana, aunque no lo hicieron, aquel día de primavera en que Florencia vió nacer al Dante. De la mano del poeta Virgilio y de su amada Beatriz, el poeta paseó la literatura por los Infiernos y la elevó después al Purgatorio y el Paraíso. Y con generosidad, volvió a echarla a la mar, a bordo de un velero remozado, para que siguiera navegando durante los siglos siguientes. "El día terminaba -comienza el Canto II-. El aire oscuro de la noche a los seres de la tierra al reposo invitaba. Yo, inseguro y solo, me aprestaba a hacer la guerra del viaje y de la angustia, guerra mía que evocará la muerte que no yerra".
El rostro delgado del caballero:
Unas décadas antes, en Alemania, el gigantesco Goethe ha enseñado el camino a los centroeuropeos con su fastuoso Viaje a Italia y ha cantado al clasicismo en sus Poemas Romanos. Se asombra a la vista de Venecia, y no siempre en un sentido positivo. Stendhal no tardará en seguirle unos cuantos años más tarde y, en su libro Roma, Nápoles, Florencia, traza una vigorosa pintura de la capital toscana.
Bien entrado el XIX, Charles Dickens se embarca hacia el Sur para escribir su libro Imágenes de Italia. Queda prendado de Venecia, cuya realidad, en su opinión, "excede el sueño más extravagante". Y sobre la ciudad cae la riada de la literatura iniciada por Goethe. Llegan Ruskin, Twain, Henry James, Proust, George Sand, Gauthier, Morris, Hemingway, d'Annunzio, Carpentier..., la lista es interminable. "Es el Shakespeare de las ciudades -se le ocurre decir a John Addington Symonds-: incomparable, irrebatible, y por encima de la envidia". Thomas Mann pervierte a su personaje, el escritor Aschenbach, mientras persigue la belleza destructora, encarnada en la figura de Tadzio. El ruso Joseph Brodsky escribe: "Al rozar el agua, esta ciudad mejora la imágen del tiempo, embellece el futuro. Ése es el papel de esta ciudad en el universo".
No muy lejos de allí, en un castillo sobre el Adriático, a las afueras de Trieste, Rainer María Rilke canta en sus Elegías del Duino: "Pues lo bello no es más que ese grado de lo terrible que aún podemos soportar. Todo ángel es terrible". Y Joyce se larga de Zurich para vivir enseñando inglés y seguir tejiendo su monumental Ulises entre prostíbulos y tabernas.
Hechizado, Henry Miller recorre los mares griegos. Su amigo Lawrence Durrell reflexiona en Sicilia: "Qué afortunado soy de haber vivido en el Mediterráneo y contemplado tan a menudo el sol y la luna juntos en el cielo". Más al Este, en Bosnia, Ivo Andric adelanta una crónica de la ira, la venganza y la sangre. Kazanzakis, Elites y Seferis hacen renacer el clasicismo allá en las islas egeas. No lejos, Amin Maalof nos relata historias del Levante mediterráneo, Naguib Mahfuz nos lleva a oler El Cairo y Albert Camus desciende a Orán para mostrarnos los límites del alma. El Chukri nos cuenta las penas de la gente del Rif y, dando un poco la vuelta, asoman en el litoral español el aroma a naranjos en las páginas de Vicent, las ramblas y las flores de la Barcelona brava de Marsé, el campo ampurdanés de Josep Plá. De nuevo en Italia oímos tambores de guerra en el Nápoles de Malaparte y Norman Lewis. Y más abajo, otra vez en Sicilia, Lampedusa nos retrata el fin de toda una era... No es posible continuar, el papel se acaba y el barco de la literatura navega todavía.
Por cierto, ¿hemos dicho algo sobre un libro de viajes llamado la Biblia?
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