POLITICA
NACIONALISMO 3



Aumentan los enigmas. Fernando Savater:
Me acojo a la hospitalidad de estas páginas para prolongar el diálogo sobre secesión y autodeterminación (al fondo la situación del País Vasco como primera urgencia) que mantengo con Antonio Escohotado, a fin de que los lectores interesados en el debate no terminen con tortícolis por una oscilación entre EL MUNDO y El País como la que suele afectar a quienes asisten a un partido de tenis. Y también porque, reunidos en un solo periódico, nos evitaremos la obligación de resumir las opiniones del otro en nuestra respuesta, lo cual puede dar lugar a abreviaturas sorprendentemente desacertadas. De esto último me ha convencido la que propone Escohotado de mi artículo «La secesión y sus enigmas»: «Mi interlocutor piensa que el derecho de secesión sólo pueden ejercerlo colonias, que el significado de "pueblo" es problemático y que no procede en Euskadi un referéndum sobre autodeterminación, pues la minoría independentista nunca aceptará su derrota».

Aquí hay dos inexactitudes y media. En efecto, considero problemática la noción de «pueblo» y en mi artículo expuse en forma de preguntas las dudas sobre el criterio a seguir para determinarla. Pero en ninguna parte dije que el derecho a secesión sólo puedan ejercerlo colonias, sino que tal caso es el único que parecen reconocer como inequívocamente aceptable las resoluciones de la ONU. Ni tampoco dije que no proceda en Euskadi un referéndum sobre la autodeterminación, sino que evidentemente hoy no lo pide la mayoría de los ciudadanos de la CAV, que su convocatoria por tanto vendría a ser una imposición de la minoría violenta que confunde su proyecto político particular con un derecho general inalienable y que tal minoría podría no contentarse con un resultado adverso puesto que esa primera concesión les habría confirmado que puede conseguirse por la fuerza de las armas lo que no se obtiene por la de las urnas. Por cierto, esta última posibilidad inquieta menos a Escohotado que el hecho de que nuestra Constitución considere el referéndum «competencia exclusiva» del Gobierno, cosa que le resulta intolerable y se asombra de que no me parezca intolerable a mí también. Para indignarnos juntos, me ayudaría saber quién debe a su juicio tener esa competencia ejecutiva para proponer cambiar la Constitución: ¿Los gobiernos de las autonomías? ¿Los plenos municipales? ¿Las asociaciones de vecinos? ¿Los cabezas de familia? En lugar de despejar mi perplejidad -juro que nada retórica- ante tantos enigmas, Escohotado la refuerza con un cursillo acelerado sobre las ventajas de la administración única (lo recibo con más agrado de él que de Fraga) y sobre la confederación más o menos helvética que debería ascender desde la soberanía municipal de los ayuntamientos hasta algo estupendo que podría llamarse según Escohotado «países, verdaderas autonomías, pueblos, cantones o estados», nociones que por lo visto resultarán casi intercambiables cuando reine la buena voluntad general. «¿Duda alguien -se pregunta luego- de que así seguiríamos unidos, de que hasta pensarían unírsenos Portugal y partes de Francia o de América Latina, de que esto engendraría un verdadero patriotismo apoyado en la particularidad, la prosperidad y la virtud civil?». Bueno, si busca uno que dude me presento voluntario. Lo cual no quiere decir que su programa me parezca indeseable, todo lo contrario, sino sólo eso... dudoso. Y aún más dudoso me resulta su elogio de lo pequeño, superior en casi todos los órdenes al tamaño y exigencias de lo imperial. Como otros, he defendido en ciertos órdenes que small is beautiful movido por intereses personales, aunque no siempre he logrado convencer a las damas con las que más quería. Sin embargo en el terreno político no estoy del todo descontento con el imperio romano, recientemente he descubierto algunas virtudes en el austrohúngaro o el otomano y desde luego prefiero Francia a Montecarlo y Lleida a Andorra. Y como proyecto futuro, si se me permite también delirar un poco, tiene mis preferencias dubitativas algún tipo de administración a escala mundial por encima de la actual fragmentación tribal del planeta, que condena a la mayoría de los seres humanos al hambre, la guerra, la miseria y las tiranías locales. Creo que hay una realidad política en el trasfondo de esta discusión que Escohotado desatiende o minimiza: me refiero al nacionalismo. Y resulta que el nacionalismo no es simplemente un mecanismo de descentralización administrativa (a menudo lo contrario, pues todos reclaman por razones históricas la anexión de territorios u obediencias que se les han usurpado), sino algo menos emancipador y más perverso: el proyecto de transformar lo heterogéneo -siempre en gran parte foráneo- en homogéneo y autóctono, la vocación de convertir a la autoridad política defensora de la pluralidad de derechos individuales en guardiana de la identidad colectiva. A mí no me asusta ni me repele la independencia, aunque pueda verla como actualmente inviable o inoportuna: a mí lo que me asusta y me repele es el nacionalismo. Si la independencia de mi tierra fuese la vía al cosmopolitismo, la curación de la etnomanía, te aseguro que no habría nadie más independentista que yo. Pero mientras quienes la propugnan a corto o largo plazo la imaginen como la realización definitiva de la pureza nacional vasca, siempre preferiré el mestizaje administrativo del Estado plurinacional español. Quizá ese estado deba hacerse federal, como recomienda mi nostalgia republicana, o confederal como dicen otros... aunque en el reciente manifiesto de intelectuales catalanes a este respecto, en el que arbitrariamente establecen las cuatro nacionalidades fetén que deben confederarse, también se mencione el reforzamiento de la identidad nacional como primer argumento a favor de esta forma política, lo que a mis ojos no contribuye a recomendarla. Hay que ser ciego, sordo y además medio bobo para no darse cuenta de que lo temido por muchos ciudadanos vascos, catalanes, valencianos, gallegos, baleares (por no hablar de bosnios, serbios, croatas, etc...) es que les obliguen a ser más purificadamente nacionales de lo que ya son, no menos, sometiéndolos al caciquismo ideológico vigente en cada uno de sus países. Y vuelvo, para acabar, al País Vasco. Ayer releí esta frase de Santayana:

    «No hay tiranía peor que la de una conciencia retrógrada o fanática que oprime a un mundo que no entiende en nombre de otro mundo que es inexistente».

Bueno, pues contra tal tiranía luchamos hoy en Euskadi. ¿Crees, Antonio, que eso se resuelve con un simple referéndum?


Dignidad del ser humano:
Estos factores de la dignidad humana individual han tropezado modernamente con presunciones supuestamente "científicas" que tienden a "cosificar" a las personas, negando su libertad y responsabilidad y reduciéndoles a meros "efectos" de circunstancias genéricas. El racismo es el ejemplo más destacado de tal negación de la dignidad humana, pero en la actualidad va siendo sustituido por otro tipo de determinismo étnico o cultural, según el cual cada uno se debe exclusivamente a la configuración inevitable que recibe de su comunidad. Se supone así que las culturas son realidades cerradas sobre sí mismas, insolubles las unas para las otras e incomparables, cada una de las cuales es portadora de un modo completo de pensar y de existir que no debe ser "contaminado" por las demás ni alterado por las decisiones individuales de sus miembros. Tales dispositivos fatales "programan" a sus crías, en ocasiones para enfrentarlas sin remedio a los de otras culturas (el "choque de civilizaciones" del que habla Samuel Huntington) o al menos para cerrarlos al intercambio espiritual con ellos. ¡Ojalá dentro de cincuenta o cien años las invocaciones a la hoy sacrosanta "identidad cultural" de los pueblos que según algunos debe ser a toda costa preservada políticamente sean vistas con el mismo hostil recelo con que ya la mayoría acogemos las menciones al Rh de la sangre o al color de la piel! Porque sin duda encierran en el fondo una voluntad no menos "injusta" de atentar contra el presupuesto esencial de la dignidad humana de cada uno: el de que los hombres no hemos nacido para vivir formando batallones uniformados, cada uno con su propia bandera al frente, sino para mezclarnos los unos con los otros sin dejar de reconocernos a pesar de todas las diferencias culturales una semejanza esencial y a partir de esa mezcla inventarnos de nuevo una y otra vez. La obsesión característica de los nacionalismos, esa dolencia mayor del siglo XX, glorifica la necesaria "pertenencia" de cada ser humano a su terruño y la convierte en fatalidad orgullosa de sí misma. En el fondo no se trata más que de la detestable mentalidad posesiva que no sólo quiere poner el sello del dueño en las casas y en los objetos sino hasta en las tierras o paisajes. (Fernando Savater)


Derecho a decidir:
Trámites parlamentarios:
El reglamento del Congreso estipula que para presentar una propuesta de reforma constitucional se necesita el apoyo de dos grupos parlamentarios o 70 diputados, un quinto del total. Como afecta al Título II, dos tercios del Congreso y del Senado tendrían que ponerse de acuerdo en un “principio de revisión” (los artículos y asuntos a modificar). A continuación se deben convocar elecciones y, constituidas las nuevas Cortes, estas elaborarían un texto de reforma. Una vez debatido y enmendado, el texto requeriría el voto afirmativo de dos tercios de cada una de las Cámaras. A continuación debe ser ratificado en referéndum por la población. Es discutible que pueda hacerse un referéndum sin reformar previamente la Constitución. El artículo 92 de la Constitución dice: “Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos”. Pero luego hay una doctrina del Tribunal Constitucional que establece que el Estado no puede preguntar a la población, a través del referéndum, por todo tipo de cosas. La clave es descifrar sobre qué puede preguntar y sobre qué no.

Sujeto soberano:
La doctrina está sentada en la sentencia 103/2008 del 11 de septiembre de 2008, con la que el Constitucional anuló la consulta soberanista que el Gobierno vasco pretendía celebrar. El tribunal dio, entre otras, esta razón: preguntar a una parte de la población si quiere separarse de España implica, de hecho, la “redefinición del orden constituido” y del “fundamento mismo del orden constitucional”; es decir, altera la base esencial de la Constitución, que consiste en que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español y que la unidad de España es indisoluble. Esa “redefinición del orden constituido”, proseguía la sentencia, puede hacerse, pero solo por el cauce de la reforma de la Constitución y no con un referéndum a la población. Según el Constitucional ni una autonomía ni un órgano del Estado pueden convocar por sí sola una consulta de ese tipo. El mismo argumento fue recogido por el Constitucional en la sentencia que en 2014 declaró nula la resolución del Parlamento catalán que declaraba a Cataluña “sujeto soberano”.

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