Aumentan los enigmas. Fernando Savater:
Aquí hay dos inexactitudes y media. En efecto, considero problemática la noción de «pueblo» y en mi artículo expuse en forma de preguntas las dudas sobre el criterio a seguir para determinarla. Pero en ninguna parte dije que el derecho a secesión sólo puedan ejercerlo colonias, sino que tal caso es el único que parecen reconocer como inequívocamente aceptable las resoluciones de la ONU. Ni tampoco dije que no proceda en Euskadi un referéndum sobre la autodeterminación, sino que evidentemente hoy no lo pide la mayoría de los ciudadanos de la CAV, que su convocatoria por tanto vendría a ser una imposición de la minoría violenta que confunde su proyecto político particular con un derecho general inalienable y que tal minoría podría no contentarse con un resultado adverso puesto que esa primera concesión les habría confirmado que puede conseguirse por la fuerza de las armas lo que no se obtiene por la de las urnas. Por cierto, esta última posibilidad inquieta menos a Escohotado que el hecho de que nuestra Constitución considere el referéndum «competencia exclusiva» del Gobierno, cosa que le resulta intolerable y se asombra de que no me parezca intolerable a mí también. Para indignarnos juntos, me ayudaría saber quién debe a su juicio tener esa competencia ejecutiva para proponer cambiar la Constitución: ¿Los gobiernos de las autonomías? ¿Los plenos municipales? ¿Las asociaciones de vecinos? ¿Los cabezas de familia? En lugar de despejar mi perplejidad -juro que nada retórica- ante tantos enigmas, Escohotado la refuerza con un cursillo acelerado sobre las ventajas de la administración única (lo recibo con más agrado de él que de Fraga) y sobre la confederación más o menos helvética que debería ascender desde la soberanía municipal de los ayuntamientos hasta algo estupendo que podría llamarse según Escohotado «países, verdaderas autonomías, pueblos, cantones o estados», nociones que por lo visto resultarán casi intercambiables cuando reine la buena voluntad general. «¿Duda alguien -se pregunta luego- de que así seguiríamos unidos, de que hasta pensarían unírsenos Portugal y partes de Francia o de América Latina, de que esto engendraría un verdadero patriotismo apoyado en la particularidad, la prosperidad y la virtud civil?». Bueno, si busca uno que dude me presento voluntario. Lo cual no quiere decir que su programa me parezca indeseable, todo lo contrario, sino sólo eso... dudoso. Y aún más dudoso me resulta su elogio de lo pequeño, superior en casi todos los órdenes al tamaño y exigencias de lo imperial. Como otros, he defendido en ciertos órdenes que small is beautiful movido por intereses personales, aunque no siempre he logrado convencer a las damas con las que más quería. Sin embargo en el terreno político no estoy del todo descontento con el imperio romano, recientemente he descubierto algunas virtudes en el austrohúngaro o el otomano y desde luego prefiero Francia a Montecarlo y Lleida a Andorra. Y como proyecto futuro, si se me permite también delirar un poco, tiene mis preferencias dubitativas algún tipo de administración a escala mundial por encima de la actual fragmentación tribal del planeta, que condena a la mayoría de los seres humanos al hambre, la guerra, la miseria y las tiranías locales.
Creo que hay una realidad política en el trasfondo de esta discusión que Escohotado desatiende o minimiza: me refiero al nacionalismo. Y resulta que el nacionalismo no es simplemente un mecanismo de descentralización administrativa (a menudo lo contrario, pues todos reclaman por razones históricas la anexión de territorios u obediencias que se les han usurpado), sino algo menos emancipador y más perverso: el proyecto de transformar lo heterogéneo -siempre en gran parte foráneo- en homogéneo y autóctono, la vocación de convertir a la autoridad política defensora de la pluralidad de derechos individuales en guardiana de la identidad colectiva. A mí no me asusta ni me repele la independencia, aunque pueda verla como actualmente inviable o inoportuna: a mí lo que me asusta y me repele es el nacionalismo. Si la independencia de mi tierra fuese la vía al cosmopolitismo, la curación de la etnomanía, te aseguro que no habría nadie más independentista que yo. Pero mientras quienes la propugnan a corto o largo plazo la imaginen como la realización definitiva de la pureza nacional vasca, siempre preferiré el mestizaje administrativo del Estado plurinacional español. Quizá ese estado deba hacerse federal, como recomienda mi nostalgia republicana, o confederal como dicen otros... aunque en el reciente manifiesto de intelectuales catalanes a este respecto, en el que arbitrariamente establecen las cuatro nacionalidades fetén que deben confederarse, también se mencione el reforzamiento de la identidad nacional como primer argumento a favor de esta forma política, lo que a mis ojos no contribuye a recomendarla. Hay que ser ciego, sordo y además medio bobo para no darse cuenta de que lo temido por muchos ciudadanos vascos, catalanes, valencianos, gallegos, baleares (por no hablar de bosnios, serbios, croatas, etc...) es que les obliguen a ser más purificadamente nacionales de lo que ya son, no menos, sometiéndolos al caciquismo ideológico vigente en cada uno de sus países.
Y vuelvo, para acabar, al País Vasco. Ayer releí esta frase de Santayana:
«No hay tiranía peor que la de una conciencia retrógrada o fanática que oprime a un mundo que no entiende en nombre de otro mundo que es inexistente».
Bueno, pues contra tal tiranía luchamos hoy en Euskadi. ¿Crees, Antonio, que eso se resuelve con un simple referéndum?
Dignidad del ser humano:
Derecho a decidir:
Sujeto soberano: |