Fachada marítima:
Siento discrepar profundamente de la afirmación del señor alcalde de Santa Cruz en el suplemento DTC del pasado día 1 [marzo 2004], magnífico como todos hasta ahora, donde en una entrevista se permite pontificar: hablamos indebidamente de recuperar la fachada marítima, cuando no la hemos tenido nunca; la estamos haciendo ahora. ¿Está seguro el señor alcalde? ¿Nunca, o sea, en ningún tiempo, ninguna vez, nunca jamás? Me temo que para el señor alcalde el nunca se refiere a los últimos sesenta años.
Porque desde su fundación, durante siglos y no digamos desde su nombramiento como capital del Archipiélago, Santa Cruz y la isla toda vivió de cara al mar y a su puerto, de entrada de cuanto de fuera nos llegaba como sustentos, materiales, cartas y periódicos, funcionarios y militares, inmigrantes y hasta bandoleros, compañías de teatro camino de las Américas, pasajeros que muchas veces pararon aquí y aquí para siempre se quedaron fundando familias hoy orgullo de la isla, y de salida de nuestros productos agrícolas, nuestra piedra pómez y nuestra cochinilla, al resto del mundo y de partida también de nuestros emigrantes que sembraron la América toda de sangre tinerfeña.
Más que una fachada, Santa Cruz era puro puerto, corazón y pulmón de una ciudad trabajadora en crecimiento constante. Aún a principios del pasado siglo y hasta casi los años 40, la gente esperaba la llegada del correíllo de Las Palmas (el Viera y Clavijo, el León y Castillo, el Gomera con sus noticias y viajeros, los correos peninsulares (Río Francolí, Valentín Ruiz Senén, Poeta Arolas, el Isla de Tenerife, luego el Plus Ultra, el Dómine) con su correspondencia y sus periódicos peninsulares. La falta de telégrafo y radio confirieron durante siglos toda su importancia a los entristecidos que partían, bien camino de una nueva vida, bien simplemente a estudiar a la Península.
La gente vivía pendiente del día a día del puerto, de las gabarras de carbón para aprovisionamiento de buques, de su Farola del Mar, de los Platillos donde desembarcaban falúas y cargaban otras que partían a San Andrés, a Candelaria, al puertito de Güímar, con sus cestos, maletas, perros y hasta ganado.
Y durante la guerra civil, las manifestaciones de despedida a los que iban al frente confirieron al puerto una importancia trascendental para muchos que ya nunca volvieron y dejaron su sangre y su alma en campos extraños y queridos de Extremadura, o Castilla, o Aragón. ¡Aquella División de don Anatolio Fuentes!
Incluso, el muelle fue el lugar de paseo predilecto de toda una juventud en los atardeceres principalmente primaverales de los años 30 no satisfecha, no contenta con la plaza de la Constitución. Se iba a pasear no por el muelle sino por la muralla que cubría el costado del mar, frente a los bloques de cemento que la defendían, y con una hermosa iluminación que proyectó e hizo instalar don Miguel Pintor.
Era el puerto la vida toda de Santa Cruz y de la Isla. Las largas colas de camiones cargados de tomates y plátanos que venían del interior taponaban prácticamente el acceso al centro de la ciudad y al propio puerto. Los grandes trasatlánticos de turistas extranjeros se paraban por uno o dos días en nuestro puerto y las larguísimas colas de taxis y guaguas que se armaban al instante y llevaban a nuestros visitantes al Puerto de la Cruz, a La Orotava, a Las Cañadas y hasta el Teide. La llegada de un nuevo gobernador o de un recién nombrado capitán general conferían especial brillo y relevancia a la ceremonia oficial de su recepción en la isla. Todo giraba en torno al puerto.
He estado esperando alguna réplica del maestro por excelencia de cuanto en los puertos de Canarias se pueda relacionar, el impar palmero Juan Carlos Lorenzo, que aquí en Madrid y en la Casa de Canarias nos dio hace un par de años una de sus magnífica conferencias, llenas de amenidad, de datos y de anécdotas.
El sí que tendrá motivos y argumentos con que rebatir la leve afirmación del señor alcalde. A mí jamás se me podrán olvidar aquellas despedidas en el muelle, terminado el verano, y camino de la Península, generalmente Cádiz y luego Madrid, o Salamanca, o Valladolid o Santiago, viaje en el que nos reuníamos decenas de estudiantes dispuestos a pasar dos días de mar lo más divertidos posibles. O las llegadas al final de curso, a veces no tan contentos por las asignaturas que nos pudieron quedar pendientes.
Pero en los finales 40 se generalizaron los viajes en avión. La gente dejó de ir mayormente a los muelles a las despedidas y recepciones. Dejó de tener aliciente el paseo por el murete del muelle. La radio, la tele hicieron olvidar paseos y diversiones sencillas. El turismo masivo se llevó a los aeropuertos lo que antes por el mar llegaba y hasta las flores las enviamos en avión a Europa.
Hemos perdido el puerto. Sí que nos hemos quedado sin fachada donde toda la ciudad lo era. Tendremos que inventarnos algo, espectacular, atrevido, aunque sólo sea para acompañar al impar y singular Auditorio de Calatrava o al Parque Marítimo o al Palmetum.
(José María Segovia Cabrera)
Vista desde El Toscal:
[...] Vivía yo, en la década de 1940 en una casa de dos plantas, en el nro. 92 de la calle San Martín, cerca de la Rambla, y desde la azotea se veía entrar los buques al puerto. Para qué hablar de lo que se veía desde las plazas de Candelaria, España o Alameda del Muelle. Se veía todo. Se olía a mar y a barcos. ¡Claro que hemos perdido la fachada marítima!
Por la década de 1960, cuando comenzaron a levantarse los actuales edificios de la avenida de Anaga, el Toscal empezó a quedar ciego, las azoteas de sus casas dejaron de ser balcones al mar.
Las remodelaciones a que se sometieron las plazas de España y la Candelaria, así como sus alrededores, fueron letales y hurtaron la visión al mar y del puerto. Y tiene razón el señor Segovia cuando escribe que los santacruceros vivíamos pendientes del muelle. Nos conocíamos el nombre de la mayoría de los barcos que nos visitaban y de más de uno de sus capitanes. Además, los periódicos le dedicaban páginas enteras al tráfico portuario. Y como todo eso nos parecía poco, paseábamos por el muelle, de un extremo al otro.
Hasta la década de 1960 era normal esperar o despedir a amigos o familiares que llegaban o se iban en los barcos. Y para qué decirles de las llegadas o despedidas a familiares que llegaban o venían de América.
El puerto empezó a dejar de ser lo que era y la fachada marítima se fue del todo al garete en la década de 1970. Lo que ahora se pueda recobrar nunca llegará ni a la sombra de lo que hubo, si es que se recobra algo. (Juan Arencibia)
El vicario Martinón y los baños de mar:
En 1809, escribió al alcalde, Nicolás González Sopranis, para denunciar el relajamiento moral que suponía bañarse en la playa. Martinón estaba escandalizado porque había visto cómo algunas mujeres aprendían a nadar "apoyadas y al trasvés de los brazos de los hombres". Ante la insistencia de Martinón y el poco caso que le hacía el alcalde, el capitán general, sin convicción de ser obedecido, volvió a editar un bando porque se trataba de una zona situada entre el muelle y el castillo de San Pedro.
El vicario Martinón predicaba en el desierto porque al poco tiempo ni el alcalde ni el capitán general hacían nada por evitar aquellos baños de hombres y mujeres en el mismo lugar. La prohibición seguía vigente en 1864, pero era papel mojado. Es cierto que hubo una época en que los hombres y mujeres tenían distinto horario para bañarse en la playa. Las mujeres se metían en el agua vestidas con una especie de camisón, mientras los hombres las observaban a prudencial distancia. Su horario era el comprendido entre las ocho y las nueve de la noche. Los hombres solos, podían hacerlo a partir de las nueve.
Esta playa de Santa Cruz que tantos disgustos produjo al estricto Martinón, fue deteriorándose debido a la suciedad que acarreaban los barcos que cerca de ella fondeaban y a la extracción de su arena para las obras del muelle. En 1902, el comerciente Ruiz de Arteaga, que poseía un almacén en aquella zona, habilitó una playa, que llamó "Las Delicias", y que pronto se convirtió en inservible. A partir de 1932 Santa Cruz se quedó sin playa, si es que alguna vez la tuvo. Además no todas las clases sociales podían hacer uso de ella, más bien estaba reservada para las clases acomodadas. (Juan Arencibia)
Llegada del bikini:
[A mayores pruebas debió enfrentarse la moral tradicional].
En los desfiles de moda de París del año 1946 se presentó una prenda que fue bautizada con el nombre de un atolón del Pacífico utilizado para pruebas nucleares, aunque pasarían todavía un par de décadas antes que el bikini fuera adoptado por el público en general; sus propios diseñadores habían esperado algo parecido a una reacción nuclear entre los opositores a la nueva prenda. Con el tiempo, el bikini se hizo más atrevido, y así, el ombligo, que al principio estaba cubierto, quedaba invariablemente a la vista. La supuesta inmoralidad del bikini condujo a los españoles e italianos a prohibirlo en 1948 (con el apoyo verbal del Vaticano), pero el flujo de turistas extranjeros que invadían el país hacía sencillamente imposible mantener esta prohibición. Parte del atractivo de esta prenda radicaba en el material con el que se fabricaba en la década de 1960, spandex o lycra, una mezcla de materiales sintéticos y naturales que no retiene el agua. Incluso cuando se utilizaba en trajes de baño enteros, la lycra, que se ajusta mucho al cuerpo, revelaba más del cuerpo femenino de lo que a los conservadores les hubiera gustado. La exhibición es una parte muy importante del uso que la gente suele darle a los trajes de baño, y la piscina suele ser un lugar en el que se mira mucho en silencio y se nada poco. Por lo tanto, el avión y el bikini, dos invenciones tan tecnológicamente alejadas entre sí como cualquiera pueda imaginar, transformaron la relación entre el Mediterráneo y el norte de Europa en la segunda mitad del siglo XX. (David Abulafia)
|